EL PAíS › OPINIóN
› Por Eduardo Aliverti
Se cumplieron dos semanas desde el cierre de listas de candidatos a las primarias y el pescado está sin vender. Es curioso, si se tiene en cuenta que apenas falta un mes para esas elecciones. Y que no pinta un cambio abrupto de temperatura emocional.
El sábado anterior, en el acto de presentación de sus postulantes, Cristina volvió a marcar la cancha no sólo como jefa indiscutida del espacio oficialista sino, y sobre todo, en su rol de actor principalísimo –o directamente único– de la política argentina. En nuestra habitual columna del lunes, en este diario, se firmó y ahora reitera que, inclusive, puede prescindirse de una evaluación conceptual sobre lo que fue ese evento. Que la oposición, en cualesquiera de sus formas, dirigencial o social, podía insistir en rotular al discurso de la Presidenta como “una pantomima demagógica, un ejercicio tribunero, una reiteración exaltada de sus mentiras”. Pero lo que en ningún caso termina en duda, también se repite, es que ni el más feroz de los adversarios del kirchnerismo negaría que ninguno de ellos llega siquiera a los talones de Cristina como imagen de peso. Y que ellos mismos lo saben de sobra. ¿O alguien se imagina que esa oratoria y ese fervor podrían estar al alcance de Massa, De Narváez, Macri, Binner? Objetivamente, quede claro. No es una chicana. Es la simple probanza de quién ejerce capacidad firme de liderazgo o conducción, y respecto de qué. Ya con varios años de manejo del poder, Cristina ejerce influjo positivo sobre alrededor de un tercio de la población que constituye un piso invariable. Las razones van desde un núcleo ideológico “duro”, llámese de centroizquierda, hasta el favoritismo de sectores populares y medios que desde 2003 viven mejor o menos mal. Volvieron a consumir, viajan, se jubilaron aunque no tuvieran los años de aportes declarados, cambiaron o se compraron el auto, el Estado los asistencializa, hay plena vigencia de paritarias y con acuerdo unánime de que la inflación no es la que dice el Gobierno. Se avanzó en los derechos de las minorías sexuales, hasta un punto de ejemplaridad mundial que inclusive es reconocido por individuos y grupos con posturas radicalizadas. La educación y la salud públicas no son el paraíso ni mucho menos; pero el país volvió a ratificar que en esas materias está delante de la lógica expulsiva de varias naciones desarrolladas, aun cuando, gracias a los ’90, tenemos un Ministerio de Educación nacional que no tiene escuelas y uno de Salud que carece de hospitales. Continúa amenazante la denominada “inseguridad”, si es por las inquietudes más mencionadas en las encuestas, aunque todo dato serio -sin que sirva de excusa- revele a los índices delictuales como comunes a la mayoría de las grandes urbes mundiales, y latinoamericanas en particular. El transporte público, en la parte que le toca, sí es un factor que el propio Gobierno admite de resolución o correcciones atrasadas. Hace unos meses saltó la corrupción oficial como elemento presuntamente determinante en el repudio de franjas de la clase media, y sobre el que dirige, revela, inventa o se monta la conducción mediática del mercado opositor. En fin: Cristina, o el kirchnerismo, o este experimento o concreción que lleva un decenio, son eso. Ahí están. Los tomas o los dejas, con sus bemoles. Se sabe qué son y hacia dónde van, del mismo modo en que el Frente para la Victoria es la única fuerza reconocible como tal con un programa claro de gobierno que, por si poco fuere, implementa hace tiempo.
De los demás también debería asumirse que se sabe, porque no hay, en ninguna de las ofertas electorales, potencia o figura que representen una opción novedosa. Algo que signifique la incógnita de probarlo a ver qué pasa. Están quienes, tanto por haberse desempeñado en funciones públicas de alta preeminencia como por estar haciéndolo, vienen de fracaso en fracaso (con la salvedad de que ése no es exactamente el término que correspondería, si se juzga lo bien que les fue o les va a las porciones privilegiadas con sus esfuerzos). Y están quienes ya demostraron de sobra que, por obra de egolatrías, comodidades personales, vocación divisionista o las causas que fueran, no pueden, no saben o no quieren atravesar la frontera del mero comentarismo. Ese contexto de la feria opositora explica que, casi de la noche a la mañana, hayan debido construir como alternativa al intendente de Tigre. Sin embargo, es el propio Sergio Massa quien no tiene ganas de desmentir que expresa una suerte de kirchnerismo light. Es sostenible que está muy a la derecha de lo que sería eso; pero lo importante es la pregunta de por qué no puede blanquearlo. Macri, a estar por todos los signos que emite, renunció a sus aspiraciones de ligas mayores, si es que en verdad las tuvo alguna vez, quizá por la razón subjetiva de que el trabajo –político o a secas– no es precisamente su inclinación más apasionada. Remarcó haber cerrado un acuerdo en la provincia de Buenos Aires y manifestó que votaría a Massa, quien, a contramano de lo que pregona él, Macri, anota eso de que debe rescatarse entre bastante y mucho de lo que el kirchnerismo hizo y hace. Tanto es así que Darío Giustozzi, número dos de la lista de Massa e intendente de Almirante Brown, acaba de retrucarle que tienen pensamientos muy distintos: “Yo no votaría por Macri y el PRO no es parte de nuestro frente”. De Narváez parece extrañar la exposición que le brindaba su imitador en el programa de Tinelli: los medios ya optaron por Massa. Stolbizer y Alfonsín, como toda expresión propositiva, amasan pan para exhibirse creativos contra la estampa antipática de Guillermo Moreno. Pino adelanta que su alianza con Carrió no pasa de octubre. La lista continúa, pero no es necesario agotarla para seguir interrogándose si acaso proviene de la nada que la oposición no manifieste alguna idea de fondo auténticamente alternativa. Las probabilidades son que en efecto no las tenga, o que de tan conocidas sea mejor no publicitarlas. Esto no enuncia, ni de lejos, que el oficialismo la tenga fácil. Gira exclusivamente alrededor de la imagen de Cristina, lo cual no es bueno. Los comicios son de medio término, parlamentarios, que es cuando amplios sectores del electorado son proclives a votos experimentales. La campaña de demolición sistemática promovida por algunos medios o periodista en particular pega duro, incluyendo pérdida de votos según todos los relevamientos más o menos confiables. Pero, de nuevo: es la figura presidencial quien fija la agenda. Quien marca el paso. Las primeras encuestas conocidas ayer, y realizadas por consultoras que no son justamente afines al Gobierno, exponen que la imagen de CFK (y la del gobernador bonaerense) mantiene una aceptación capaz de ser envidiada por todo primer mandatario con largo período de gestión encima. Pretender derruirla con el solitario recurso de las denuncias de corrupción no alcanza. Y si, además o prioritariamente, los grandes indicadores económicos se ratifican favorables, las cosas también se complican para los adversarios. Hay una porción del electorado, ese “tercio” que no es el sólidamente K ni el de la furia antioficialista, a la que el estado de la economía puede resultarle decisivo en el momento del voto. Ya lo dijo el senador radical Ernesto Sanz, cuando -de manera literal- manifestó su miedo de que se arribe a agosto u octubre con una coyuntura o paisaje económicos favorables. Y algunos editorialistas de la prensa opositora ya comenzaron a expresarlo. Y vuelven a refugiarse en el rincón chiquito de la “calidad de las instituciones”, el “avance sobre la Justicia”, el autoritarismo que nunca reseñan en qué consiste. O avatares sueltos del andar económico, como la marcha que vayan a tener los Cedin a falta de que el dólar blue siga engordando; como el precio del pan, que en tanto esperanza negativa está desinflándose porque, anuncio de aplicación de la ley de abastecimiento mediante, habrían aparecido de golpe millones de toneladas de trigo amarrocadas.
Acerca del papel que juega la imagen de Cristina, el hecho repugnante de que fue víctima el presidente boliviano lo simboliza muy explícito. La desorientación absoluta que sufrieron los portavoces opositores contrastó con la activa participación de la mandataria, desde un comienzo y en el protagonismo asumido durante la reunión de Cochabamba en solidaridad con Evo Morales. Esos comentaristas habrían de perderse luego en que la Presidenta no fue informada inmediatamente de lo sucedido sino un par de horas después, de acuerdo con el primer twit que dio a conocer ella misma. Créase o no, hubo quienes se centraron en eso como observación principal de uno de los episodios más vergonzosos que puedan rastrearse en el mundo de las relaciones internacionales. No les importó la afrenta perpetrada contra una nación hermana, no le dedicaron una sola palabra de condena y no sólo no apreciaron los rápidos reflejos de algunos de los gobernantes sudamericanos para convocarse al rechazo, sino que hasta se sugirió o dijo llanamente que fue una reacción desmedida. Allá ellos con su actitud, digna de una palabra que debe rescatarse. Cipayos.
El gesto expuesto por la Presidenta va más allá de operar como revalidación ideológica ante la tropa propia. Aun cuando no se estuviere de acuerdo con el volumen dado al tema, lo innegable es que actuó como jefa de Estado. Fue una intervención de esa naturaleza: jefatura presidencial. Por su carácter simbólico y por su efecto concreto.
Y es esa dimensión lo que estipula las grandes diferencias.
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