EL PAíS › OPINIóN
› Por Eduardo Aliverti
Entre el grueso de episodios que van componiendo el cierre de campaña hay uno en condiciones de parecer absolutamente menor, salvo por su agrandamiento mediático, si es por hablar de profundidades en la lucha política. Sin embargo, y justamente por eso, adquiere un alto valor simbólico.
Varios precandidatos acusaron a la Presidenta de violar el nuevo Código Electoral porque éste prohíbe, en los quince días previos a la fecha fijada para los comicios, el lanzamiento de políticas de alcance general y la inauguración de obras. El objeto inicial de denuncia fue la participación de Cristina en la apertura de una fábrica de lavarropas, en Cañuelas. Alejandro Tullio, director nacional electoral, aclaró en primer término un aspecto legal que no pudieron rebatir quienes ahora le cuelgan el sambenito de ser un radical K: la Presidenta fue invitada por una entidad privada y, por lo tanto, no habló en un acto organizado ni pagado por el Estado y que, como si fuera poco, no anunció plan alguno. Agregó que no tiene sentido “llevar esto al extremo de cuestionar los actos políticos de un gobierno que no puede paralizarse por la campaña, y mucho menos amordazar a la Presidenta”. En frecuencia similar o idéntica, y aunque más tarde habría de aceptar la consideración del tema, el fiscal federal Jorge Di Lello ironizó –diríase– que no le prestó atención al caso porque está despachando 70 u 80 expedientes electorales. Pero no se privó de mencionar el acto de inauguración del metrobús por parte de Mauricio Macri, para luego preguntarse si el alcalde debió suspenderlo por la campaña o “seguir resolviendo los problemas de tránsito”. En cualquier caso, aparte de disquisiciones técnicas, lo sobresaliente es que el conjunto opositor dedica esfuerzos, muchos, a preocuparse por las intervenciones presidenciales. Integrantes de la lista Unen pidieron a la jueza María Servini de Cubría que intime al Gobierno a cesar en la realización de actos que inciten al voto por los candidatos oficiales, e incluso solicitaron que se apliquen las sanciones pertinentes. Y los medios ultraopositores se encargaron de amplificar ese grito en el cielo. La pregunta siguiente es repetitiva. ¿Por qué se inquieta la dirigencia opositora si, según lo que sugiere o proclama, cada aparición de Cristina obra de espantapájaros? Es raro. Se infiere que les vendría mucho mejor dejar que el palo oficialista continúe incurriendo en patinadas tales como los afiches de Cristina e Insaurralde fotografiados junto a Bergoglio, y después chicanear con que, hasta la entronización como Papa y para ser módicos, lo ninguneaban olímpicamente. La gente capaz de sensibilizarse con la imagen bonachona de Francisco está integrada al núcleo duro anti K, es de creer. La que no debe tolerar la acusación de oportunismo fácil. Y respecto de la indecisa entre las acciones gubernamentales que le generan rechazo y el mamarracho que es la oposición, el pelotazo cae en contra del Gobierno. ¿Por qué no dejar, entonces, que desde el oficialismo persistan en producir esas grietas finalmente leves pero coyunturalmente aprovechables?
No. No pueden. Se ponen nerviosos. Presentan recursos de amparo. Entran en furia porque Cristina va a la fiesta de la Pachamama. Dicen que el resto de los candidatos queda “en condición de desigualdad”, como si la Presidenta se postulara y –sobre todísimo– como si no insistieran en forma permanente con que la sociedad no la aguanta más. Con que asistimos a un fin de ciclo irremediable. Con que lo único que resta debatir y acordar es cómo será el poskirchnerismo. La oposición tiene con eso un problema objetivo, una contradicción deslumbrante: lo que más la saca de quicio es aquello de lo que dice estar más segura. De lo contrario, ¿cómo se entiende que el protagonismo de Cristina, al que rotulan como salvavidas oficial de plomo, les provoque estos ataques de pánico? El miércoles pasado, en la Bolsa de Comercio, hubo una jefa de Estado dando presencia de tal, capaz de memorizar y articular cifras de macroeconomía en modo asombroso, munida de una retórica que está reservada a contadísimas figuras. Aun cuando se considerare que semejante batería de locución y argumentación está puesta al servicio de malas intenciones, es imposible negar el impacto que provoca (mientras se asimile que al oficialismo lo respalda una cuota significativa de realidad propicia, desde el momento en que no puede ser por nada que lleva diez años de gestión y, además de ejercer el poder, sigue disputándolo). Pocos minutos después, en la sede televisiva de la oposición hubo escenografía de debate entre cuatro precandidatos. Dos viudas radicales, un ucerreísta de apellido respetado y un décontracté a mitad de camino entre lo que se quiera. A todos ellos cabe reconocerles dos cosas. Primero, la sanidad de presentarse a dirimir posiciones candidateables usufructuando de esa buena herramienta que son las primarias. Es una actitud valorable. Segundo, haberse expuesto a desnudar lo que acabó ocurriendo: ninguno pudo expresar una sola idea efectiva. De acuerdo con lo que juzgaron los propios analistas mediáticos de la oposición, todo radicó en frases hechas, en la arrogancia de la precandidata y en la mayor o menor habilidad de los tres restantes para retrucar a sus provocaciones. Perdieron de vista, o no les importó, el estar frente a elecciones que sólo designan pretendientes parlamentarios. En líneas generales que no abarcan únicamente a los aspirantes de Unen, las cabezas opositoras se muestran como si fueran postulantes presidenciales o a cargos dirigenciales. Es notable que no perciban como favorable, o prioritario, ofertar los proyectos que presentarán en el Congreso. O, quizá, ese apunte es un desacierto, porque la porción de disgustados con el Gobierno buscaría ya mismo una figura de proyección nacional. Pero para eso hace falta tener con qué, e ir edificando de menor a mayor. En otras palabras y si es por dar imagen ejecutiva, Cristina les saca una distancia de robo que, aunque no sea ni vaya a ser candidata, ejerce influencia sobre cuál fuerza da mejor perspectiva de saber administrar, y de contar con el respaldo popular, efectivo, orgánico, movilizador, que es menester. ¿Por qué apuestan, entonces, a meterse en un terreno donde quedan pintados con el dibujo de De la Rúa, o con una estampa de soberbia que es la continuidad de lo que afirman combatir? Sobre lo segundo, también podría ser cierto que esa jactancia es aceptada y compatible con la satisfacción de seguir encontrando denunciadores seriales, aptos para terapias instantáneas, para marcar (algún) paso, para establecer una agenda diferenciada del Gobierno. Pero no para gobernar.
Es probable, ergo, que se trate de que juegan al poder. No intentan construirlo. Lo chucean, lo recitan, lo envidian. Frente a resultados negativos o que no alcancen la magnitud que dicen esperar, algunos admitirán méritos del oficialismo y a otros les quedará el subterfugio de indicar que fueron fieles consigo, o que la sociedad prefiere a los corruptos, como señaló Carrió tras su 2 por ciento de votos hace un par de años. Con Mauricio Macri recluido en su alcaidía y apartado de ínfulas presidencialistas –al menos según lo que continúa demostrando su inexistente labor por fuera del distrito porteño– y con Daniel Scioli habiendo puesto –hasta ahora– todas sus fichas en el tablero kirchnerista, Sergio Massa es la gran movida única que fundó e impulsa el comando de la prensa opositora. El sábado se cumplieron tres años de la reunión convocada en su casa por el mandamás del Grupo Clarín, quien intentó en vano unificar el amuchamiento enfrentado al Gobierno. Massa es acompañado por algunos mayordomos pejotistas del conurbano, acaba de sumar a un líbero atendible como Roberto Lavagna y no mucho más (la definición de PJ merece ser puesta en debate porque pareciera que es energía armónica y totalizadora, cuando en verdad es una suma y resta de ligas de caudillos, de tribus con poder distrital, de hombres de negocios y transas coyunturales). El centro abrumador del apoyo al intendente de Tigre son los medios de comunicación que lo proyectan. Y su anclaje en una porción social proclive a hallar opciones entre el peronismo “blanco” pero peronismo al fin, no tanto por simpatía sino porque las alternativas panradicales, o de progresismo vacuo, son apreciadas como inútiles para el ejercicio del poder. A ninguna persona sensata se le ocurre que este país es gobernable con el peronismo en la vereda de enfrente. El establishment encrespado contra el Gobierno y aun un buen segmento de la franja social opositora saben que su candidato debe ser sacado de ahí. Del amplio espacio de la avenida peronista. Massa, si le va bien, deberá demostrar que está a la altura de tres necesidades difíciles de conciliar: dar complacencia a los núcleos de derecha que lo promueven; no descuidar a su parte de electorado potencial que tampoco toleraría la acentuación de un discurso liberalote sin más ni más y, nada menos, enfrentarse crecientemente a ese hueso duro de roer que es el kirchnerismo, cuyo inmenso pero único o centralísimo desafío político es decidir la sucesión de Cristina.
Hay tiempo, en un sentido, porque lo que viene es para elegir candidatos. Lo que sigue es para seleccionar legisladores. Y lo que termina de definir es dentro de dos años. Pero lo que empezará a conocerse en seis días es cuáles podrían ser las proporciones entre dos grandes corrientes: afirmar el rumbo de lo que se reveló como nuevo, o jugar a que pueda ser nuevo aquello que se nutre de todo lo viejo.
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