EL PAíS › OPINIóN
› Por Marta Dillon
Además de remanida, la metáfora del Ave Fénix no es la más adecuada para Elisa Carrió, aun cuando se haya levantado de las cenizas de una pérdida de capital político espectacular entre su primera elección nacional, en 2003 –performance que mejoró en 2007 pasando del 14 por ciento al 23 por ciento de votantes que la querían como presidenta– a la tercera, en 2011 cuando apenas cosechó poco más del uno por ciento. Es que es aunque le gusten las plumas, es difícil imaginarla volando. De hecho pareciera que se las esponjara cada vez que hace ese gesto tan suyo de llevar los hombros a las orejas haciendo todo uno de mejillas, sonrisa sobradora, hombros y brazos que remata en la caída de ojos de quien ha dicho algo pero no todo. De quien revela antes que comunica. Y de quien siempre deja una pequeña intriga, algo que sabrán captar los elegidos, los entendidos, los que comulgan con ella –y comulgan no es una palabra vana en su caso–; los demás irán llegando. Porque a ella hay que entenderla. De ella, que tanto abusa de la palabra mafia, hay que ser cómplice o quedarse afuera. En complicidad, entonces, se puede entender que “cuando me enojo no me enojo en serio. Soy una gran artista, lo que pasa es que no quiero que se me peguen, y tampoco quería que se le peguen a Pino (Solanas) porque yo quería que sea senador”. Su acto en tanto artista fue prácticamente acusar a su otrora niño mimado Alfonso Prat-Gay y a Rodolfo Terragno de ser cómplices de corrupción, a Martín Lousteau de ser padre del conflicto con los productores agropecuarios que dividió aguas en 2008 (una diferencia irreconciliable para ella que “ama al campo”) y a su compañero de lista, Pino Solanas, de “ser muy PJ”, un dicho propio de una gorila, que es así como se reivindica. Todo eso no hay que tomarlo en cuenta, todos actos de salón para distraer a los espectadores, para tirar caramelos ahí donde la festejan. Porque Carrió está siempre más cerca del anfiteatro que de la tribuna y por eso también importa poco cuál sea el efecto de sus denuncias –sus fuegos artificiales pero también su fuerte–, lo importante es la constancia en el gesto pour la galerie, la construcción de la intachable gladiadora que blande la espada de la moral, jamás manchada por la gestión, ni siquiera por la construcción política. Porque hay que decir que en tanto construcción, ella, que denuncia el personalismo, “el autoritarismo feroz y despiadado de Cristina Fernández de Kirchner”, no ha hecho más que imponer sus caprichos a la fuerza que fundó –el ARI– y que alguna vez prometió ser una opción de centroizquierda hasta disolverla como tal e incluso como fuerza política. Ahora, dentro de la nueva fuerza que está animando, cuya identidad ideológica resulta ininteligible, la revancha para su protagonismo es posible. Todo un signo de época. Epoca amable para mandar a rempimporotear al calabozo mediático situaciones tan disímiles como los subsidios a la producción cultural y el lavado de dinero. Si ha tenido un aliado Elisa Carrió, a ese aliado hay que buscarlo en la televisión y es otro peso pesado, el periodista vedette Jorge Lanata, a quien alguna vez miró con cariño como posible candidato de su fuerza no tan fuerte. En los últimos meses, ella fue la que presentó los escritos que podrían darles continuidad a las denuncias de la noche del domingo en Canal 13. En épocas de pura imagen, de estrepitoso vacío de sentido, cuando las campañas demagógicamente hablan de lo que no y los festejos de votaciones se hacen al ritmo de musiquita bailable y sin consignas, Carrió está de parabienes. Aun cuando su amado Jorge Bergoglio, convertido en Francisco, se haya comportado como jefe de Estado y haya conciliado con nuestra presidenta antes que con ella, que le confesó en intimidad que la virgen le hablaba y entonces el sacerdote le puso de escucha para lo que la virgen tuviera que decir a un especialista, el mismo que había escuchado las revelaciones de la mujer que en San Nicolás logró que se construyera uno de los templos y centros de peregrinación más importantes de Latinoamérica. No importa ese desplante, ahora tiene el corazón henchido y se la pudo ver anoche al borde de las lágrimas hablando de “concordia del corazón en la diferencia”, alegrándose (?) de estar en la misma lista con Lousteau, de haber encontrado la compañía de Pino y “por primera vez no sentirse sola”. Si algo hay que creerle a Carrió es que es una gran artista. Sabe pasar de lo particular a lo general, de lo privado a lo público, de la victimización seriada –uno de sus spots más relevantes la ponía a ella “acarriando” con su divorcio, la soledad, la violencia de género y largo etcétera para después llamar al electorado a ayudarla– al poder de la dirigente que pone en su mismo escenario a los mismos que defenestró. No se sabe qué más puede hacer Carrió que ser la voz de una moral propia regida por un eje personal que cada tanto coincide con el humor general, un humor que suele parecerse a la antipolítica –no en vano tuvo su auge en épocas del “que se vayan todos”– que repele los signos partidarios sin encontrar más puntos de fuga que en el mundo del espectáculo. Y ella ese lenguaje lo maneja a la perfección. Así que, salve la forma por sobre cualquier contenido. Salve la lágrima emocionada en el momento adecuado y el amor prodigado sobre el adversario convertido en aliado y de inmediato en adversario. Salve Carrió, Ave Fénix de corto vuelo pero con buena cantidad de plumas que serán esponjadas para la seducción de espectadores, que según las épocas serán votantes, aunque en otras prefieran otro tipo de consumos, más elementales, más vitales.
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