EL PAíS › OPINION
› Por Edgardo Mocca
En las horas posteriores al escrutinio de las elecciones de hoy asistiremos, con seguridad, a una intensa y fervorosa operación mediático-política dirigida a imponer una interpretación excluyente de sus resultados en términos de debilitamiento gubernamental y de la necesidad de construir una transición política hacia la apertura de un nuevo ciclo político en 2015. Claro está que esa interpretación, tanto como cualquier otra, no se desprende objetivamente de los hechos, sino que enuncia un programa de acción, una estrategia política. La idea misma de transición tiene una carga político-ideológica definida: alude a la crisis final de un orden y a la administración política del paso a otro tipo de orden. Cuando se trata de definir la naturaleza de esa supuesta transición en nuestro país, sus promotores suelen situar el centro de sus tareas en cambios de estilo de gobierno, vagamente enunciados en términos de calidad democrática, diálogo, tolerancia y respeto institucional. Este programa transicional se proclama en un país en el que funciona plenamente el Congreso, el Poder Judicial suele plantear escollos no siempre razonables al Gobierno, y la libertad de expresión llega a la habilitación pública de mensajes agresivos no solamente para el Gobierno sino también para la democracia como régimen.
Es muy difícil encontrar definiciones sustantivas en torno de qué tipo de proyecto de país sería aquel al que le abriría paso esa anhelada transición. Hay insinuaciones; algunas explícitas en lo programático como las que se enuncian periódicamente en la Sociedad Rural, otras con una hechura más simbólica, como son las fotos de Sergio Massa con la Mesa de Enlace agraria. Su núcleo duro es la libertad de los mercados, el abandono de una política de intervención activa del Estado, el “sinceramiento” del valor del dólar, el levantamiento de las restricciones a las importaciones y el endeudamiento como combustible de la economía. La faz internacional de la transición se orientaría, según lo que se sugiere, en un realineamiento hacia Estados Unidos y la Unión Europea, en lugar de la prioridad hacia la región y los países del mundo que cuestionan la actual configuración del orden mundial. No faltan quienes agregan al pliego reivindicativo de la transición alguna “solución” para la cuestión de los juicios al terrorismo de Estado, lo que no es más que un eufemismo para designar el reclamo de amnistía para los verdugos; un reclamo que reverdece en la medida en que se avanza en la investigación de la participación de civiles en la gestión de la masacre.
El uso de la matriz de la transición elude un problema básico. Para que se abra esa transición, hay un régimen que tiene que reconocer su final y prestar colaboración a esa empresa política. No hay ningún signo de la realidad que pueda ser cabalmente pensado en esos términos; los días transcurridos desde las primarias muestran a un gobierno en pleno ejercicio de sus funciones, con bancadas legislativas que siguen respondiéndole y que, según los resultados de las elecciones, seguirán siendo mayoritarias o estarán muy cerca del número necesario. No hay a la vista otros colapsos económicos que los que se auguran en sesudas mesas de arena del establishment y que son idénticos a otros que fueron sistemáticamente desmentidos por los hechos en los últimos años. El Gobierno parece haber decidido cerrar algunos focos de conflicto financiero sin renunciar al principio central de su esquema económico, el que coloca a la demanda interna como el motor principal de la actividad y el crecimiento. Es decir, la transición pregonada no es posible y, más aún, tampoco es necesaria.
Después del procesamiento político inicial de los resultados, el país vivirá otro momento muy importante: la reaparición pública de la Presidenta y su progresivo reintegro a sus funciones. Será un episodio con mucha carga simbólica y significación política. A diferencia de otras circunstancias poselectorales, Cristina Kirchner no estará obligada al clásico discurso inmediato a los hechos. Contará con tiempo suficiente de reflexión y conversación, como para que su reasunción esté acompañada de una definición sobre el futuro político y las novedades políticas y de gestión que puedan esperarse. No es necesario un don especial de adivinación para adelantar que esa intervención reinaugural no tendrá ningún síntoma de “transición”, sino que más bien puede esperarse un relanzamiento que combine sentido de continuidad en el rumbo, con abordaje de problemas que lo obstaculizan. Será una reaparición fuertemente programática y estratégica con una brújula esencial, la defensa y construcción del poder.
El escenario político habrá cambiado a la hora del regreso presidencial. Los resultados electorales habrán terminado de habilitar nuevos actores y nuevas aspiraciones. Una vez más, como en 2009, habrá aparecido un bloque político que, surgido de la elección provincial de Buenos Aires, aspira a alcanzar proyección nacional; una vez más ese bloque procura amalgamar la apelación a la identidad peronista con el desarrollo de una coalición básicamente situada a la derecha, ya claramente expresada en la composición de las listas y en el mensaje de campaña. Massa intentará lo que no pudieron hacer De Narváez y Solá hace cuatro años: constituirse en un factor altamente disruptivo en el escenario federal del peronismo. Algunos comunicadores pronosticaron que la estampida peronista hacia Tigre se dispararía inmediatamente después de las primarias; lo que ocurrió fue un nítido reagrupamiento territorial progubernamental, expresado en un par de reuniones del justicialismo, con la doble orientación del apoyo a la Presidenta y la consagración del aparato partidario como arena de discusión hacia el futuro.
El intendente de Tigre, una vez electo diputado, tiene que encarar un movimiento complejo. Necesita caminar el territorio del peronismo, mayoritariamente ajeno por ahora, mientras consolida una coalición electoral que fue central para su éxito. Y esa coalición contiene, indudablemente, un componente liberal y tendencialmente antipolítico que solamente en condiciones históricas muy especiales –como las que se dieron en los tiempos de Menem– puede confluir con el electorado peronista. Las diferencias con los tiempos de emergencia del menemismo son muchas y abarcan órdenes diferentes: la crisis hiperinflacionaria de entonces, la época que se abría en el mundo y no en último término el tipo de liderazgo del que se trataba, están lejos de tener analogías importantes con las actuales condiciones. Es decir, la economía nacional funciona, en lugar de la caída del Muro de Berlín hoy vivimos la crisis mundial del capitalismo más intensa de las últimas ocho décadas y, además, Massa no es Menem. Hay otros candidatos que pretenden representar esa “nueva época” y que tienen las mismas pretensiones, aunque estrategias de acumulación diferentes. Macri, en aquel reportaje del diario La Nación del que tanto se habló a propósito del famoso círculo rojo al que hizo referencia, hizo definiciones más importantes: dijo que iba a ser candidato presidencial en 2015 y dijo que lo haría a nombre de una coalición independiente del peronismo y el radicalismo. También entre los radicales y sus vecindades políticas hay otras alternativas que la elección de hoy mantendrá vivas: la de Cobos, más orientada a una política de alianzas conservadora y la del socialista Binner, con un colorido más grato a cierto progresismo. A partir de sus definiciones electorales, Ma-ssa ya no es la herencia transformada del kirchnerismo sino una más de las variantes opositoras que aspiran a sucederlo.
El horizonte de los cálculos podría terminar en este punto si no fuera por un dato muy importante, acaso el dato que organiza toda la coyuntura política: la no reelección de Cristina Kirchner implica la puesta en escena de la discusión de su sucesión. Y no es una discusión entre referentes que, aun con diferencias estilísticas, transmitan la seguridad de la continuidad del proyecto kirchnerista, entendido en términos estructurales, de redistribución, de inclusión y, sobre todo, de capacidad y disposición para mantener la esfera del gobierno político autónoma en su relación con los poderes fácticos. El nombre de Scioli sintetiza este aspecto. En los últimos tiempos ha hecho una clara contribución al gobierno de Cristina en términos políticos en general y electorales en particular. Su esfera de influencia política, su sistema de relaciones personales y sociales y su discurso político son, sin embargo, claramente diferentes. La decisión de Scioli de mantener su apoyo al Gobierno lo coloca ostensiblemente en la cumbre de los candidatos posibles del espacio político que comparte esa posición. Claro que no será lo mismo recorrer estos dos años el camino a la candidatura con el apoyo de Cristina Kirchner que sin ese apoyo. Y casi no hace falta agregar que ese apoyo no será incondicional y solamente terminará afirmándose si no logra instalarse un candidato alternativo, desde una cercanía política mayor con esa visión del país y del mundo que, según Cristina, se llama kirchnerismo.
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