Lun 16.12.2013

EL PAíS  › OPINION

A doce años de nuestras rebeliones

› Por Norma Giarracca *

Los pasajes por situaciones de crisis del capitalismo neoliberal salvaje son dolorosos y de costos humanos muy altos. Las situaciones atravesadas desde los ’90, que se agudizaron con el gobierno de la Alianza y estallaron a fines de 2001, sellaron a fuego a cientos de miles de familias y biografías personales. Sin embargo, también la rebelión del 19 y 20 de diciembre de 2001 y algunos pocos meses posteriores son marcas en nuestra memoria rebelde colectiva. El retiro de nuestros mandatos ciudadanos delegados en los representantes nos hizo potentes y autónomos como sujetos políticos. Las calles, las plazas, las estaciones de ferrocarril, los edificios vacíos emergieron como espacios públicos donde se deliberaba, se decía que nos mantendríamos sin mandatos delegados a una clase política que defraudaba una y otra vez. Se pensaba –por lo menos en algunas asambleas– en la generación de pequeños poderes locales emanados de decisiones horizontales. Fueron pocas semanas, por la dificultad de sostener esta posibilidad como en muchas otras experiencias históricas; pero los actores del poder estaban anonadados y ese espacio de inmanencia se habitó.

Esas primeras semanas “el orden”, lo que llamamos la matriz colonial del poder/saber/ser, quedó paralizada; mató, es cierto, como antes lo había hecho, pero no sabía resolver la situación más allá de lo institucional: nombrar presidente, sacarlo, poner otro y así hasta Eduardo Duhalde. Pero más allá de la escena del Congreso, los políticos, los hombres del mercado, el poder mediático se “guardaban”, les temían a las calles llenas de hombres y mujeres decididos que se mezclaban con los pibes de la calle y con los temidos jóvenes del conurbano y no desistían. Fue notable cómo desaparecieron los realities y banalidades múltiples de las pantallas de TV, se podía percibir cierto silencio en ese murmullo cultural neoliberal que había estimulado una decadencia ni imaginada en el retorno democrático.

Se pensaba entonces que en el registro de lo cultural no se podía volver atrás por la fuerza de la experiencia; habían emergido solidaridad y fortaleza en los lazos sociales. Hubo muchos muertos, es cierto, y estábamos sorprendidos de que volviera a pasar, porque estábamos a menos de 20 años del final de la dictadura. Los muertos en promedio eran muy jóvenes, la mayoría en saqueos.

Rememorar aquellos acontecimientos nos conduce a pensar este diciembre de 2013 tan dramático, nuevamente con jóvenes muertos. Pero no podemos confundirnos, pasaron doce años de crecimiento económico y las condiciones macro-estructurales son muy diferentes. No obstante, en el escenario socio-político la situación se tornó opaca: un raro juego de partidos políticos en crisis, de lo que en sociología denominamos política “faccional” (colectivos no partidarios que giran en torno de una persona con aspiraciones de poder) y hasta grupos con conductas ilegales merodeando esas arenas. Estas transformaciones también se expresan en el registro cultural pivoteado por los fuertes formadores de opinión que machacan con el discurso de la inseguridad para profundizar la insolidaridad social. El retorno durante estos doce años de las culturas que en 2002 creímos derrotadas es el principal fracaso de aquellas rebeliones. La exhibición impúdica del saqueo convertido en imaginario cultural atraviesa muchos niveles y es la condición de posibilidad para encender la llama de situaciones nada fáciles de desentrañar, como las que vivimos últimamente.

Pero la memoria colectiva marcada por aquella “política de calles” de 2002 insiste en todos los rincones del país donde se resiste por los territorios y una “vida sencilla” (Vandana Shiva) y se expresa en espacios con sujetos que se muestran incómodos y buscan prácticas autonómicas desde el nivel político hasta el cultural, pasando por el de los alimentos o la educación. La memoria de las prácticas autonómicas coexiste con la “estatalista”, que a partir de 2003 se traduce en la recuperación de una cultura nacional y popular que se expresó en los festejos del Bicentenario y aparece como bálsamo diario desde el Canal Encuentro. Pero es demasiado poco frente al potencial de ese imaginario del saqueo ilimitado que se “territorializa”, se lleva todo, desde el agua, el oro, la tierra o los dólares hasta los electrodomésticos, y en el que se invita a participar a quien quiera.

* Socióloga (UBA).

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