Lun 16.12.2013

EL PAíS  › UNA VISITA A LA ANTARTIDA

La tierra de los polares

Desde Base Marambio

Llegar a la Antártida es una lotería regida por el clima, pero hubo suerte: casi no hay nubes en el cielo polar y al comenzar el descenso se pueden ver por las pequeñas claraboyas del Hércules los témpanos flotando sobre el mar oscuro, blancos en la superficie y de un celeste fantasmal aquella parte que queda sumergida bajo el agua. Para la gran mayoría de los pasajeros es su primer viaje tan al Sur: es el caso del ministro de Defensa, Agustín Rossi, y de muchos de los funcionarios que arribaron con él al Edificio Libertador hace seis meses y que ahora, todos con sus camperas naranja, esperan pisar suelo antártico; la excitación se siente más que el frío en la panza del avión a medida que se acerca a destino. Las cámaras, celulares y tabletas sólo dejan de tomar imágenes cuando llega la orden de sentarse y ajustar los cinturones de seguridad para el aterrizaje.

La Base Marambio, erigida por la Fuerza Aérea hace 44 años, es la puerta de entrada a la Antártida para la Argentina. No solamente por su ubicación, en una isla homónima situada cerca del extremo de la península antártica, uno de los puntos más cercanos al continente americano, a unos 1500 kilómetros del aeropuerto de Río Gallegos, sino porque cuenta con una pista de aterrizaje que permite la llegada de aviones con tren de aterrizaje convencional: pieza clave para la comunicación entre tierra firme y todas las bases nacionales. La pista de aterrizaje de Marambio fue la primera en toda la Antártida, construida en 1969 a pico, pala y dinamita sobre el permafrost, la tierra helada típica de esa zona, que cuando está congelada es más dura que el cemento.

Marambio demostró su importancia durante la última campaña antártica, cuando ante la imposibilidad de acceder a las bases por vía marítima se realizó un puente aéreo entre esa base y Río Gallegos para transportar la comida, el combustible y los pertrechos necesarios por los habitantes de todos los establecimientos militares y científicos en el continente blanco: fueron necesarios unos ochenta viajes para completar el aprovisionamiento, salvando la misión argentina en la Antártida. Mientras se espera que el reconstruido rompehielos científico Almirante Irízar haga el año próximo su prueba de agua, hay una fuerte apuesta a abrir nuevas vías aéreas para satisfacer las demandas crecientes de la población y sus labores.

En ese sentido, los pobladores de Marambio esperan con entusiasmo la llegada de los dos helicópteros rusos MI-17 adquiridos recientemente, que cuentan con autonomía suficiente como para cruzar desde y hacia el continente americano, además de comunicarlos con otros asentamientos. La Argentina cuenta con media docena de establecimientos permanentes, militares y científicos, y otras siete bases de verano, que funcionan solamente entre diciembre y marzo. Una de ellas, Petrel, cuenta con dos pistas de aterrizaje y un sistema de hangares que la vuelven una pieza valorable para la comunicación con el continente: desde el año 2015 va a comenzar a funcionar durante todo el año, anunció Rossi durante su visita, la semana pasada.

Según el último censo, 230 personas habitan la Antártida Argentina durante el invierno, número que se quintuplica en temporada estival. La base más poblada durante el invierno es Esperanza, donde residen 66 habitantes, incluyendo a dieciséis niños. En verano, cuando llegan las expediciones científicas, Marambio llega a alojar hasta a 250 personas. A los que permanecen todo el año (en Marambio casi todos son científicos), en la jerga los llaman “los polares”. Ser un polar es una marca prestigiosa para el legajo; la promesa de una carrera próspera al regresar ayuda a soportar las difíciles condiciones de trabajo, el dejar atrás a una familia, las inclemencias del tiempo y las privaciones.

Pero también hay otras motivaciones. “Es un lugar soñado”, explica Francisco Carpitella, un científico de la Dirección Nacional Antártica que está comenzando su segundo año en el continente dedicado a mantener y supervisar uno de los tantos laboratorios, ocupado del estudio de la alta atmósfera. “Solamente acá uno puede pasar meses sin tocar dinero”, pone como ejemplo. Por reglamento, y cuidando la salud de los polares, solamente se pueden pasar tres años allí, y siempre dejando una temporada o dos de por medio (mientras que los que solamente viajan en verano a veces cuentan con 25 o más campañas en su currícula). Sobre una mesita, en el laboratorio, Carpitella tiene un tablero de ajedrez: desde que su compañero tuvo que viajar a hacer una suplencia en la Base Orcadas, las piezas permanecen en sus posiciones esperando que empiece una partida.

El verano es también aquí el momento para hacer todo el mantenimiento necesario en el exterior y las estructuras: desde pintar hasta controlar las instalaciones; nadie quiere tener que salir a reparar un caño o una antena en junio, cuando la temperatura llega a treinta bajo cero, los vientos soplan a ochenta kilómetros por hora y todo el tiempo es de noche. En invierno, las salidas se reducen al mínimo, pero siempre hay tareas para realizar, puertas adentro. Además de sus roles específicos, todos colaboran para mantener la base en óptimas condiciones. Entre los polares se dice que en la Antártida hay que tener siempre la mente y el cuerpo ocupados, porque si no se la pasa mal.

Pero no todo es trabajo en Marambio. Junto al salón comedor hay un espacio de juegos, con ping pong, pool, metegol, cartas, dados, un televisor y un equipo de música: aunque suenan todos los géneros, los favoritos son la cumbia y el cuarteto, promovido por la nutrida colectividad cordobesa, que también se encarga de conseguir que en cada avión que llega vaya alguna botella de fernet. Los sábados a la noche hay cerveza y se amasan pizzas. Algunos entusiastas compiten por ver quién hace la más rica; el resto, agradecido. Entre los militares tienen algunos pasatiempos curiosos: varios disfrutan pasar el rato reproduciendo en la tele los aterrizajes del Hércules sobre la pista corta y helada de la isla. A pocos metros del salón de juegos está el gimnasio, donde varios pasan su tiempo libre corriendo en una cinta ante un ventanal con vista al mar y los témpanos.

Hay componentes del avión que llevó a la delegación de Defensa que no resisten las bajas temperaturas durante demasiado tiempo, por lo que –aunque es un día de sol con apenas dos grados bajo cero– la nave no puede permanecer mucho tiempo en territorio antártico antes de volver a despegar. Después de recorrer la isla y hablar con sus habitantes durante varias horas, es el momento de regresar al continente. Las camperas naranja se agolpan contra el verde del Hércules y se acomodan para despegar, otra vez, rumbo al Norte.

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