Sáb 09.08.2003

EL PAíS  › PANORAMA POLITICO

Oposiciones

› Por J. M. Pasquini Durán

La extrema derecha está alzada contra el Gobierno. Ha elegido la vereda del conflicto, de la lucha corporativa, de las tensiones entre las diversas partes de la sociedad, en nombre de una tesis simple y brutal: que cada persona se las arregle por su cuenta para afrontar las dificultades y los obstáculos que cierran el acceso al bienestar. Rechaza, en definitiva, la posibilidad de la cooperación solidaria que permita a esa misma persona que obtenga, junto a los demás, más de lo que puede conseguir en soledad. A su favor invoca la naturaleza actual de la globalización, que es sobre todo financiera. “El mundo de las finanzas se ajusta como un guante a las condiciones de la revolución tecnológica: es inmaterial, inmediato, permanente y planetario” (J. Estefanía, HijARROBA, ¿Qué es el globalización?, 2003).
El mismo autor cita las estimaciones sobre las transacciones financieras diarias que le adjudican un valor promedio de dos billones (millones de millones) de dólares, una suma que representa alrededor de cincuenta veces el valor de los intercambios comerciales internacionales. A esa masa financiera, por supuesto, le importan nada los costos sociales y los sacrificios de las naciones que deben proveer las rentas del capitalismo internacional. Un buen ejemplo de esa indiferencia es el comportamiento del Fondo Monetario Internacional (FMI) que exige hoy como ayer al gobierno nacional un programa de ajustes, semejante al de sus antecesores, que descarte la deuda social interna para privilegiar las obligaciones con los ávidos prestamistas de la inmensa deuda acumulada.
En esa lógica, Argentina debería pagar este año seis mil millones de dólares y otros catorce mil millones el próximo año. Significaría aumentar el superávit fiscal, subir las tarifas de los servicios públicos, “compensar” a los bancos por la pesificación de las deudas y la devaluación de la moneda, un riesgo empresario que los financistas repudian, altas tasas de interés y otra serie de medidas concurrentes al mismo fin. El cumplimiento de semejantes requisitos liquidaría la posibilidad de una inversión pública significativa para promover la producción y el trabajo, ya que en primer lugar haría inviable la obra pública en cantidad y número suficientes para absorber mano de obra en escala masiva y reactivar el mercado interno. Los autores académicos del Plan Fénix acaban de advertirle al Poder Ejecutivo que ésas son condiciones inaceptables para la relativa planificación autónoma del desarrollo sostenible.
Debido al poder de la globalización financiera y a la capacidad de presión de sus personeros locales, no son pocos los que desconfían de la capacidad gubernamental para sostener sus compromisos discursivos con la producción y el trabajo. Para no quebrarse, la administración nacional necesitaría compensar las presiones de un lado con presiones equivalentes del otro. O sea, una movilización nacional de opinión, incluso con pacíficas marchas callejeras, que manifieste la opinión mayoritaria contra la pobreza y por el derecho al bienestar. Aquí es donde se presenta el resbaladizo límite entre oficialismo y oposición. Es la oportunidad de recuperar la primacía para la política en lugar de mirar la realidad por la estrecha mirilla del privilegio económico, como hace la derecha.
La derecha, desde ya, que respalda las mal llamadas “reformas estructurales” que pide el FMI, tal como lo hizo en el último cuarto de siglo. Las tendencias residuales de los gobiernos anteriores, que transaron con las demandas del FMI, lo más probable es que escabullan el bulto, como están tratando de hacer los legisladores con la anulación de las leyes de punto final y obediencia debida. Los que desde la extrema izquierda reclaman el inmediato y absoluto rompimiento con el Fondo, sin la menor consideración por la realidad de las relaciones internacionalesde poder, también serán remisos a moverse por una negociación digna en la que se preserven las urgencias populares y nacionales. A los que pueden marcar la dirección y el sentido de la marcha, desde afuera del gobierno, se les presenta el dilema: ¿serán diluidos como oposición?
En rigor, la oposición es una categoría que suele presentar contornos difusos. Los politólogos que estudian esas materias sostienen que, en general, cuando la bipolaridad partidaria se fragmenta en múltiples organizaciones –en las próximas elecciones porteñas, por caso, se presentan veinticinco candidatos– se vuelve más difícil para el ciudadano, también para la mayoría de esos representantes, distinguir los límites de unos y otros. Además, durante la vigencia del “pensamiento único”, con sus ideas sobre el final de la historia y de las ideologías, aún en los casos de bipolaridad el vaciamiento de sentido de la política preservó como única diferencia la cualidad mediática de los candidatos y, en el mejor de los casos, sus promesas de eficientismo administrativo. Argentina vivió la tragedia de reemplazar al menemismo en el gobierno por una coalición que se suponía opuesta, pero que terminó produciendo resultados semejantes si no peores.
En la actualidad, la oposición de centro-izquierda se ha visto desbordada por la densidad de las expectativas populares en el gobierno, que buscó con rápida intensidad legitimar su gestión para dejar atrás los escasos resultados de la primera (y única por deserción del oponente) ronda electoral. El Poder Ejecutivo arremetió contra bolsones de corrupción y de impunidad que se habían formado como trama espesa al amparo de las complicidades o incapacidades de las administraciones precedentes. El presidente Néstor Kirchner llevó adelante esas iniciativas, según aclaró en público cada vez que pudo, por razones de convicción propia, pero también hay que reconocer que necesitaba realizarlas si quería marcar la diferencia con los anteriores y construir un liderazgo renovado.
Esta conveniencia no le resta méritos a la obra cumplida, sobre todo en materia de seguridad y derechos humanos, y ha sido bien ganada la adhesión que registran las encuestas de opinión pública. La derecha trata de desprestigiarlas acusando a los apoyos de crudo oportunismo o de identificación ideológica, del mismo modo que Carlos Menem acusaba sus críticos de haberse quedado en el ‘45. Puede ser que el sayo le quede bien a unos cuantos, pero suena ridículo presentar a Kirchner como un tardío gestor de los ideales insurgentes de los ‘70 o como una suerte de iluso de izquierda.
Algunos opositores que no quieren ser alineados con las críticas de la derecha, suelen exagerar para el otro lado, presentándose poco menos como incondicionales si el Presidente cumple el programa que anunció en el mensaje de asunción. Olvidan que eso será posible si en vez de otorgar cheques en blanco hay capacidad y voluntad para poner de pie a las fuerzas populares en apoyo del programa, sin delegar toda la responsabilidad en la administración de turno. Otros, para diferenciarse, critican el futuro, apoyándose en las sospechas de una defección que ellos se encargan de anunciar, aunque todavía no tenga evidencias ni pruebas de lo que sucederá. Las variaciones sólo alcanzan a mostrar las dificultades para ejercer una oposición responsable.
Es más fácil, sin duda, el oficialismo procaz. En estos días, hubo un caso arquetípico, a propósito de la gira turística de Adolfo Rodríguez Saá, en compañía de una joven mujer, por los principales y envidiables balnearios y paseos de Europa. Después de que se difundieron fotografías del viajero puntano, el diario de la familia en San Luis replicó con denuncias sobre una presunta campaña urdida en la SIDE y publicó comentarios como el siguiente, titulado “Yo tengo la posta”: “Un ex presidente decidió tomar unas merecidísimas vacaciones junto a su pareja, consideró que Europa era un territorio apetecible y recorrió sin demasiadas dificultades distintas ciudades. A efectos de economizar, se alojó en una cadena de albergues estudiantiles, comió panchos con gaseosa y las comidas más opulentas las disfrutó en comedores estudiantiles que le ofrecieron menús sumamente frugales y económicos. Como no todo puede ser ahorro, comieron sabrosísimas hamburguesas en una famosísima cadena internacional, y antes de regresar, compraron una serie de souvenirs en El Rastro de Madrid. Como la austeridad tiene un límite, ella le compró un velador con la figura de una bailarina gallega a una de sus nietas que seguramente habría extrañado a sus abuelos durante tan largo periplo”.
Si este tipo de oficialismo resulta grotesco, también puede serlo la oposición que pierde el rumbo. En un ensayo titulado Un paese normale, Massimo D’Alema, principal responsable de la conversión de los comunistas italianos en socialdemócratas, describía así el estado de ánimo de los ciudadanos, de notable semejanza con el de los argentinos: “Crece en el país una demanda de equilibrio y moderación, de estabilidad y capacidad de gobierno. Italia tiene necesidad de seguridad: seguridad psicológica, que produce la confianza en los mercados, pero también la autoestima de una comunidad; seguridad política, como búsqueda de estabilidad; seguridad social, esto es la garantía del respeto de los derechos individuales; seguridad y confianza en la justicia, para cada ciudadano y para el conjunto de la sociedad [...] En el país debería ser normal que un poderoso pueda ser juzgado por la misma vara que un débil”. La tenía clara, pero fracasó en el ejercicio del gobierno, corroído entre otras razones por las disputas internas en la coalición que lo sustentaba. Al parecer, tampoco es fácil ser oficialista.

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