EL PAíS › OPINION
› Por Horacio Verbitsky
Muchos militantes políticos se sorprendieron al conocer en esta página las duras reflexiones autocríticas de Juan Gelman. Esto indica que su libro de 1987 Contraderrota. Montoneros y la Revolución Perdida no tuvo la difusión que merecía. Pero entre los sorprendidos al enterarse de la existencia de ese texto figura también el periodista Ceferino Reato, quien se había apresurado a zapatear su ignorancia sobre el féretro de Gelman, al reprocharle que nunca hubiera hecho una autocrítica, pecado en el que sin ingenuidad involucró al kirchnerismo y a la mayoría de los organismos de derechos humanos. En una respuesta a mi artículo sobre la posición política de Gelman, Reato sentenció esta semana que después de leer con atención esos fragmentos piensa lo mismo que antes de conocerlos. A juicio del ex funcionario del ex embajador menemista en el Vaticano Esteban Caselli no constituyen una autocrítica, porque Gelman no confesó crímenes, no se arrepintió ni pidió perdón.
Así confunde la autocrítica (que diversos movimientos políticos y escuelas psicológicas utilizan como herramienta para descubrir y superar errores e insuficiencias en la propia actividad) con el sacramento católico de la reconciliación o la penitencia, que abre la puerta a la salvación individual. La reconciliación se consuma al confesar los pecados ante el sacerdote, cuya absolución confiere al penitente el perdón de Dios.
La autocrítica de Gelman (como la de Walsh o la mía, aunque a Reato le moleste su mención) fueron contemporáneas a los hechos y prosiguieron después. La continuidad en la organización (Walsh y yo hasta 1977, Gelman dos años más) no implicó convalidar las políticas que objetamos y se explica por la pertenencia a un proyecto colectivo, la lealtad a quienes murieron defendiéndolo y el intento de modificar las cosas mientras fuera posible. Las definiciones de Gelman contra el militarismo, el elitismo, la soberbia, el foquismo (y su resultado: una política antipopular, opuesta a Perón, a la clase trabajadora y a la clase media) son de una contundencia que pone en ridículo cualquier intento de negarlas.
Ya entonces Gelman advirtió a los previsibles reatos del futuro que su autocrítica no era la de “los cuervos políticos”, para “regodearse con la derrota y decretar el fin de las utopías” ni “para salvar el honor personal”, sino “con la voluntad de revertir esta situación y no incurrir en la autoflagelación pública”. La compunción póstuma exigida a Gelman equivale a que en nombre de los errores y del dolor, padecido e infligido, se abomine de toda lucha, pasada o futura, por el mejoramiento de las condiciones políticas y sociales. Eso es desconocer la historia de los pueblos, que en vez de resignarse al statu quo debido a los errores de los militantes o los dirigentes se las ingenian para corregirlos y avanzar, como se ha comprobado en estos años.
Reato niega adherir a la doctrina de los dos demonios y para probarlo alega que le parecen “mucho peores los delitos realizados desde el aparato del Estado”. Se le olvidó que ya en la primera página del informe Nunca Más, de 1983, Sabato enunció esa doctrina en sus mismos términos: “A los delitos de los terroristas, las Fuerzas Armadas respondieron con un terrorismo infinitamente peor”. ¿O tampoco lo habrá leído?
Por último, también exhuma una pieza arqueológica del terrorismo de Estado, cuando afirma que a Walsh lo mataron, Gelman vivió en el exilio y a mí no me pasó nada: por algo será. Esto expone tanto su calaña cuanto la inconsistencia de sus argumentos.
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