EL PAíS › OPINIóN
› Por Eduardo Aliverti
Qué tiempos aquéllos, cuando los veranos eran tranquilos. A éste todavía le falta un buen trecho para terminar, pero ya puede ubicárselo en el top ten de los más... ¿qué? ¿De los más qué?
La invitación a identificar el término justo –o algo aproximado– debería extenderse al estado de ánimo presuntamente general. Es decir, como si la sensación de ese no sé qué fuese en todo el país, no sólo en Buenos Aires, porque uno recorre las ciudades y los pueblos del interior, lee las portadas de los diarios de cada lugar y se mete en los sitios y en los foros, y conoce a mucha gente de ahí, y la verdad es que no se refleja este clima del no sé qué que inunda a nosotros, los porteños. Y/o a los medios de comunicación que están y salen de acá. La verdad es que no, pero vamos a hacer que sí. ¿Qué es el no sé qué? ¿Incertidumbre? ¿Inquietud? ¿Preocupación? ¿Alarma? ¿Miedo? ¿Olor a caos? ¿A caos inminente? Aun cuando no se cuente con la información puntual necesaria, nadie está exento de la responsabilidad de preguntarse cuánto hay de lo que pasa y cuánto de lo que algunos nos dicen que pasa. Perdón, si cabe, por esta dialéctica perogrullesca, pero es que a veces resulta importante caer en lugares que no por comunes dejan de ser necesarios. ¿Alguien puede creer o sentir, seriamente, que este no sé qué se parece o es igual a 2001, o al final del gobierno de Alfonsín, o a la etapa inmediatamente previa a que el tándem de Menem y Cavallo personificara la fantasía del uno a uno con el dólar? ¿Alguien puede creer o sentir eso, con honestidad intelectual o, sencillamente, desde la percepción de la propia calle? ¿Desde lo que se ve y no desde lo que se oye, que sigue estando lejísimos de lo que se escucha o de lo que se quiere escuchar?
De un tiempo a esta parte, el oficialismo comete errores que muchos de quienes defendemos a grandes rasgos este modelo relativizamos, en mayor o menor medida; no por haber dejado de citarlos, a los errores, a los temores, a los peligros, sino porque se interpretó e interpreta que esas macanas, y esos riesgos, quedan en un puesto (muy) secundario cuando se los compara con lo que podría ocurrir si esta experiencia concluye mal. En 2003, Argentina produjo, quizás, algo más que lo que Ricardo Forster denomina “anomalía”. Tal vez se suscitó derecho viejo una extravagancia latinoamericana, o bien –o mucho mejor– argentina. Un hombre, un matrimonio, que rompieron con los esquemas predecibles. Desde el peronismo, por supuesto, que es por donde pasa todo lo que pasa políticamente en este país. Por lo que resume ese movimiento o esa intuición social, para bien y para mal. El resto, ya se sabe y dijo tantas veces que hasta causa pudor repetirlo, acompaña. Comenta. Nada más que eso. Comenta. Por los motivos que fueren, el hombre o el matrimonio ese, como decíamos, rompieron los esquemas. Ya sabemos cuáles, también. La cuestión es que el hombre se muere antes de lo que debía y la mujer, que demostró ser la firme conductora de un espíritu rebelde claro que dentro de –a ver si nos entendemos– los marcos de un sistema capitalista, se queda sola al frente de una gestión que fue y es más una energía progresista, a edificar día a día, que un modelo sofisticado de izquierda o centroizquierda. Alcanzó y alcanza, siendo nuevamente redundantes, para que las mayorías vivan mejor o menos peor que lo acostumbrado. Apartando los efluvios de que siempre se debe estar más a la izquierda, así sea a costa de quedar a la derecha, de un lado estaban él, o él y ella, o viceversa, y ahora ella sola, mientras estemos de acuerdo en que hablamos de condiciones de liderazgo, y enfrente “el campo”, y sus agroexportadores, y sus rentistas, y algunos sectores de la industria y de los bancos extranjeros, y sus periodistas-publicistas de los medios independientes, y una corporación mediática en particular, y quienes reproducen como verdades de puño esa argamasa que bombardea más por donde puede y sabe que por donde completamente quisiera. ¿Por qué esto último? Porque, aun con todos sus yerros e improvisaciones, el Gobierno les plantó disputa y con grados de éxito apreciables. El partido militar ya no existía, pero se agregó la maciza inexistencia de opciones opositoras a presente y futuro, lo cual, a su vez, deviene de haber construido un piso de conquistas y reivindicaciones populares inéditos desde hace más de medio siglo. Eso lleva, en forma inevitable, a considerar que estamos hablando mucho más de política que de economía porque, si es por el macro de ésta, no hay ningún dato escalofriante que corrobore el horizonte dramático, y hasta terminal, expuesto por los operadores periodísticos. Y por los conocidos especialistas económicos que son consultados y propagandizados por aquéllos.
La cantidad de reservas monetarias es suficiente para aguantar corridas y ataques especulativos: de hecho, es lo que sucedió. La proporción de deuda en moneda extranjera sobre el total del PBI es bajísima. Otro tanto la dimensión del mercado ilegal de divisas, por fuera de la neurastenia que se rinde ante lo que cotiza el dólar “blue”. La inflación, ni qué hablar, podrá ser el doble de lo que reconoce el Gobierno, pero la vigencia de las paritarias surte a los trabajadores con empleo estable de una herramienta que les permite empatar, o perder por poco, en relación con su capacidad de consumo. Los verdaderamente jodidos son los laburantes informales, pero en torno de eso hay una malla de asistencialismo que viene arreglándoselas para evitar explosiones sociales. Y los jubilados de la mínima, que no nadan precisamente en la abundancia si es por la ecuación ingreso-costo de vida, son usufructuarios de la colaboración familiar gracias a una economía que se basa en la actividad del mercado interno. Sin contar, ya que estamos, a los dos millones y pico que pudieron jubilarse gracias a que el Gobierno habilitó poder hacerlo sin los años de aportes que sus empleadores les ningunearon, y hoy incorporados al consumo. Quitado o agregado lo que a cada quien se le antoje, ¿dónde está el dramatismo estructural que señalan y pronostican los gurúes de la city? En otros aspectos, en todo caso. En el déficit de distribución energética; en que falta sustituir importaciones, y más aún tras la devaluación; en que la estructura productiva, justamente, tiene serios problemas para resistir lo que el propio Gobierno naturalizó como necesidad o intereses de consumos. En que se debería avanzar, y no se avanza, con una mayor participación del Estado en el control del comercio exterior. De vuelta: hay que tener con qué en lo político; en la capacidad de convencer en torno de los riesgos y sacrificios que eso supone. Difícil desmentir que esto significa un nuevo paradigma convocatorio, una nueva utopía movilizadora en lugar –o muy por encima– de pirotecnias de alcance corto o un tanto berretas, como las de confiar en los vecinos para controlar los precios y las de “lanatear” por izquierda con afiches escracheadores de quienes los aumentan porque sí. Está bien, se entiende, son tácticas “energizantes”, es parte de la batalla cultural, de la construcción de sentido simbólico. Pero es chasquiboom. Puesto uno en roles ejecutivos, de todos modos, te quiero ver. Lo seguro es que no por eso debe dejar de señalárselo. Para eso estamos los comentaristas, los analistas, los intelectuales, y la llamada “gente común”, desde ya, mientras opine con algún fundamento que no sea la desorganización caótica de su pensar, el brulote fácil, el exabrupto histérico. O el facilismo anarco.
Lo cierto es que no hay un bloque hegemónico que sea destituyentemente orgánico. Esto es unas facciones del gran capital queriendo ganar más plata a costa de ajustar por abajo. Es angurria, no un proyecto de poder consolidado ni con expectativas sólidas de encarnarse en alguna figura indiscutible. Sí tienen una artillería potente para corroer y ganar pulseadas, como ocurrió con la devaluación. Le torcieron el brazo al Gobierno, símil 2008, pero eso no es ganar la contienda. Es toma y daca entre una administración populista no conservadora, para empezar a hablar, y unas tropas de la economía con fortaleza para desgastar sin construir. Más el dato nada menor –al contrario: diríase clave– de que las segundas no cuentan con sindicatos en condiciones de incendiar. Más otro: el kirchnerismo mantiene una base electoral muy alta para una gestión que lleva diez años, y el resto es una murga de competencia de egos, incapaz de asentar alguna zanahoria que no signifique volver a escenarios desastrosos. El oficialismo tiene el complicadísimo desafío de la sucesión de Cristina, pero la oposición lo emparda con sus tremendas carencias. En otras palabras, no hay nada que no esté en disputa. Nada. La noticia sigue siendo ésa. Expresa que las fuerzas enfrentadas conservan volumen de pelea, y no que hay una capaz de voltear a la otra así nomás. Es de un analfabetismo político asombroso sostener que algo puede de-salojarse sin que el vacío sea llenado por alguna variante. Quienes hablan de que se vive una etapa de transición poskirchnerista, ¿de qué demonios hablan si no pueden explicar ni ofertar de transición hacia qué? Desde la ingenuidad impotente del blanqueo de capitales y sus Cedin hasta el mamarracho que acaban de producir con el Fútbol para Todos, con ese disparate de querer separarse de la mujer para casarse con la suegra, la lista de errores gubernamentales es amplia. Pero estamos fritos si el centro del universo será pasado por esos pifies procedimentales, en vez de indagar si se mantiene o no la decisión de que el modelo continúe por carriles inclusivos, de mejor distribución de la riqueza, de resarcimientos sociales elementales. Hasta ahora, errores aparte, nada indica un giro a la derecha. Sí algún inquietante desgaste, sí falta de coordinación en las altas esferas, sí internas embrolladas, sí medidas que suenan improvisadas, pero no eso. Y eso es lo que distingue entre lo importante y las coyunturas.
El momento para preocuparse gravemente será aquel en que el kirchnerismo pudiera dejar de parecerse a sí mismo. No antes.
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