EL PAíS › LA COMPLICIDAD ECONOMICA CON LA DICTADURA DEBATIDA EN LAS NACIONES UNIDAS
En el Palacio de las Naciones de Ginebra se analizó la complicidad económica con la dictadura, con participación de expertos internacionales. La investigación judicial y legislativa sobre esa complicidad marca un momento de madurez democrática y abre nuevos caminos a la justicia transicional, tal como ocurrió hace tres décadas con la CONADEP, que fue la primera comisión de la verdad en el mundo.
› Por Horacio Verbitsky
Desde Ginebra
La investigación sobre los cómplices económicos de la dictadura que gobernó la Argentina entre 1976 y 1983 marca un momento de madurez de la democracia que la sucedió. Ya en el juicio de 1985 a las Juntas Militares esa complicidad fue analizada con cierto detalle, pero sin que eso tuviera consecuencias penales ni administrativas, porque la democracia argentina era frágil y en el mundo prevalecía el neoliberalismo. Fue recién después de la crisis de fin de siglo y la bancarrota de ese modelo cuando resultó posible incluir en la necesaria rendición de cuentas a los instigadores del golpe militar, a los autores de su programa de reformateo económico de la sociedad, a los partícipes de sus crímenes y a los beneficiarios de las políticas aplicadas. En 2012, el ex dictador Jorge Videla se decidió a hablar sobre aquellos años en términos distintos de los habituales. En reportajes con un periodista español y dos argentinos dijo que con la reelección de la presidente CFK había perdido sus últimas esperanzas, por lo que deseaba dejar sentada su posición sobre el régimen que condujo como jefe del Ejército y de la Junta Militar y presidente de facto. Por primera vez admitió que entre 7 y 8000 personas detenidas-desaparecidas habían sido asesinadas y expuso que los militares contaron para ello con la actitud de importantes sectores de la sociedad. Entre ellos mencionó al sector empresarial, “que nos pedía que matáramos a otros 10.000”. Para llegar a esta lisa y llana confesión fue necesario recorrer un largo camino, que puede dividirse en dos grandes etapas. Los primeros veinte años de la democracia argentina, entre 1983 y 2003, fueron de afirmación de principios y valores, pero de fuerte condicionamiento por parte de los poderes fácticos. Recién a partir de 2003 fue posible sostener la primacía de la voluntad popular soberana por encima de los intereses particulares y los poderes corporativos.
El presidente Raúl Alfonsín tuvo el enorme mérito de crear la primera Comisión de la Verdad, la CONADEP, que investigó el destino de los detenidos desaparecidos, y cuyo informe sirvió de base para el juicio a las Juntas Militares. Consciente de su vulnerabilidad, aquel gobierno concibió el juicio como una forma de mantener a raya a los militares e impedir que volvieran a opinar sobre la política económica, la cultura y las costumbres, un camino que a partir de 1930 produjo no menos de un golpe de Estado por década, cada uno más sangriento que el anterior. El mismo día de otoño de 1985 en que se inició el juicio, Alfonsín recibió en Olivos a una veintena de grandes empresarios, quienes le prometieron que respaldarían la acción de la justicia contra los ex Comandantes pero le exigieron que modificara su política económica, que propiciaba una reparación de los daños causados por la dictadura sobre vastos sectores de la sociedad, cosa que el gobierno jaqueado por la inflación y por un sindicalismo hostil debió aceptar. La fiscalía de Julio César Strassera y Luis Moreno Ocampo contó con el apoyo económico de grandes empresarios que habían sido firmes aliados del poder dictatorial. En esas condiciones era ilusorio cualquier avance sobre los cómplices del poder militar. Alfonsín pretendía que con la condena a Videla, Massera & Cia se cerrara en ese proceso. Pero los jueces que en diciembre de 1985 firmaron la condena también abrieron, en el punto 30 de la sentencia, la posibilidad de proceder con nuevos juicios contra aquellos oficiales que tuvieron capacidad de decisión, en las jefaturas de Zonas y Areas de Seguridad o en algunos cargos de especial relevancia. De ese modo, en 1986 fue juzgado y condenado el ex jefe de policía de la Provincia de Buenos Aires, general Ramón Camps, y en 1987 se abrieron las megacausas de la Escuela de Mecánica de la Armada y del Cuerpo I de Ejército, en las cuales se ordenó la detención de oficiales de distintas jerarquías, algunos de ellos aún en servicio activo. Esto provocó el alzamiento carapintada de la Semana Santa de 1987, origen a su vez de la ley de obediencia debida, que dejó sin efecto el procesamiento de centenares de oficiales.
Electo en medio de la primera hiperinflación y los saqueos en Rosario y el Gran Buenos Aires, el presidente Carlos Menem indultó a todos los militares condenados y bajo proceso y adhirió con entusiasmo a las políticas de desregulación, privatización y apertura irrestricta del Consenso de Washington, que profundizaron la transformación económica y social iniciada durante la dictadura. Tanto las leyes de amnistía de Alfonsín cuanto los decretos de indulto de Menem excluyeron del perdón dos delitos: la apropiación de los hijos de los detenidos desaparecidos y el saqueo de sus bienes. Estas ventanas quedaron abiertas durante años, sin que los jueces se sirvieran de ellas para avanzar, más allá de algunas medidas de instrucción penal. Cuando parecía que la cuestión había desaparecido del interés público, la confesión del marino Adolfo Scilingo, en marzo de 1995, causó una profunda conmoción. Este capitán de fragata de la Armada narró cómo había arrojado al mar desde aviones navales a 30 personas aún con vida, en dos vuelos destinados a eliminar prisioneros de la ESMA. Entre las repercusiones de esta confesión debe contarse la gigantesca movilización popular del 24 de marzo de 1996, al cumplirse veinte años del golpe.
El presidente fundador del CELS, Emilio Mignone, sostuvo que las leyes de impunidad impedían castigar a los responsables, pero no suprimían la obligación del Estado de informar lo sucedido con cada una de las víctimas, cuya posibilidad demostró la confesión de Scilingo. La Cámara Federal de la Capital le dio la razón y así quedaron formulados dos derechos concurrentes: el individual de los familiares a enterarse del destino sufrido por sus seres queridos y el colectivo de la sociedad a conocer lo sucedido durante el terrorismo de Estado y quiénes fueron los responsables. Al mismo tiempo que los juicios por la verdad, en distintos países tuvieron lugar procesos basados en el principio de soberanía, por la desaparición o el asesinato en la Argentina de ciudadanos de Francia, Italia o Alemania. La mayor innovación fue aportada por el fiscal español Carlos Castresana, quien impulsó el juzgamiento en Madrid de militares argentinos por crímenes cometidos contra ciudadanos argentinos en la Argentina. El juez Baltasar Garzón aceptó este principio de justicia o jurisdicción universal, según el cual los crímenes contra la humanidad pueden y deben ser perseguidos allí donde sea posible, con independencia de la nacionalidad de víctimas y verdugos, y abrió un proceso por el cual solicitó la extradición de un centenar de militares argentinos, que fue rechazada por Menem y por su sucesor, el presidente radical Fernando de la Rúa.
En aplicación del mismo principio, Garzón obtuvo en 1998 el arresto en Londres del ex dictador chileno Augusto Pinochet. Tuve el privilegio de asistir a una de las audiencias del juicio de extradición, en Westminster, durante la cual la abogada defensora de Pinochet dijo que se le debía aplicar el principio de la inmunidad soberana, del cual dio el peor ejemplo imaginable, cuando estaban por cumplirse 50 años de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre. Dijo que si Hitler hubiera sobrevivido a la guerra y hubiera querido tomar el té en Harrods, la justicia británica no podría haberlo arrestado. El máximo tribunal de justicia británico concedió la extradición de Pinochet a España, pero los gobiernos de Inglaterra y Chile acordaron enviarlo a Santiago, con el compromiso de que allí sería juzgado, tal como ocurrió, si bien falleció antes de la sentencia. Estos procesos incentivaron a los jueces argentinos, que en pocos meses ordenaron el arresto de los ex dictadores Videla y Massera, en dos causas que luego se unificarían en una única investigación sobre el plan sistemático del robo de bebés. La audiencia nacional de Madrid condenó a Scilingo a 640 años de cárcel. En 1998, a propuesta de la hija del escritor y militante detenido-desaparecido Rodolfo Walsh, el Congreso derogó las leyes de punto final y obediencia debida, pero no le alcanzaron los votos para declarar nula su aplicación previa. En ese contexto, el CELS pidió a la justicia la nulidad de las leyes y decretos de impunidad, considerando que al aproximarse el 25º aniversario del golpe, la creciente movilización social equilibraría las presiones secretas de los poderes fácticos. Así fue, y en marzo de 2001 un juez las declaró nulas e inconstitucionales, por lo que debían reabrirse los procesos cerrados cuando se dictaron. Pocos días después, la Corte Interamericana de Derechos Humanos pronunció un fallo similar en el caso peruano de Barrios Altos, estableciendo que las graves violaciones a los derechos humanos no podían ser amnistiadas ni su persecución prescribir por el paso del tiempo. Esta decisión se repitió en distintos lugares del país y fue apoyada por diversos jueces de primera instancia, cámaras de apelaciones y la Procuración General de la Nación. Tres precedentes importantes eran los fallos de la Corte Suprema que, durante los gobiernos de Alfonsín, Menem y De la Rúa, declararon imprescriptibles los delitos cometidos por los criminales nazis Franz Leo Schwammberger, Erik Priebke y por agentes en Buenos Aires de la dictadura chilena. En 2003, al asumir la presidencia Néstor Kirchner, había cerca de un centenar de jefes de las Fuerzas Armadas y de Seguridad bajo arresto, por el robo de bebés, el saqueo de bienes y la reapertura de las causas. Pero faltaba la confirmación de la Corte Suprema de Justicia, que recién llegó en 2005, para que esos procesos llegaran a la instancia del debate y la sentencia.
Kirchner produjo un corte nítido con la política seguida hasta entonces. En su primera semana de gobierno pasó a retiro a las cúpulas de las tres Fuerzas Armadas, que intentaban reaparecer como Partido Militar y convalidar las leyes de impunidad; pidió al Congreso que las declarara nulas y basó su política en la materia sobre los principios de Memoria, Verdad y Justicia. A propuesta del CELS ordenó al jefe el Ejército bajar los cuadros de los ex dictadores Videla y Benito Bignone de la galería de honor del Colegio Militar, del que habían sido directores, y recuperó el predio de la ESMA para que se erigiera allí el Museo de la Memoria, cuya creación había sido dispuesta por la Legislatura porteña. A partir de 2006, tribunales de todo el país comenzaron a emitir sentencias por los crímenes de la dictadura. Desde entonces y hasta diciembre de 2013, se pronunciaron 494 condenas y 47 absoluciones, es decir, casi el 10 por ciento. Sólo el 41 por ciento de las condenas fueron a prisión perpetua. El 43 por ciento de los procesados aguarda la sentencia en libertad. El 15 por ciento murieron antes de la sentencia, porcentaje no mayor al de víctimas y sus familiares, que fallecieron sin que la justicia se pronunciara. Los 541 procesos concluidos con una sentencia son apenas el 26 por ciento del total de las causas que están en condiciones de ser elevadas a juicio. Todo esto muestra que se trata de juicios en los cuales se respeta el debido proceso y el derecho de defensa de los imputados y que nadie es condenado sin sólidas pruebas en su contra. Pese a todas las demoras y a las dificultades organizativas, debidas en buena medida a la reticencia del Poder Judicial, muchos de cuyos integrantes se resistieron a procesar a quienes gobernaron con su colaboración en aquellos años, estos juicios fueron exitosos en la reformulación del rol castrense en la sociedad. Ni siquiera en los momentos de intensa crisis política, social y económica algún sector de las Fuerzas Armadas contempló la posibilidad de desalojar a las autoridades civiles. Los desafíos a la institucionalidad democrática provinieron, en cambio, de los mismos sectores sociales y económicos que acompañaron a la dictadura, por lo que nadie les pidió cuentas. Esto se hizo evidente en 2008, cuando la Sociedad Rural declaró un extenso lockout en protesta por el incremento de las retenciones a sus ventas al exterior de granos y aceites, organizó piquetes y cortes de rutas en todo el país con el expreso propósito de desabastecer a las grandes ciudades y, como confesó su presidente Hugo Biolcati, forzar la renuncia de la presidente CFK. Los diarios Clarín y La Nación, socios en la feria de negocios agropecuarios Expoagro, que cada año mueve transacciones por 300 millones de dólares, presentaron esa actividad destituyente como una gesta histórica. El año pasado me tocó declarar como testigo en el juicio por los crímenes cometidos en la zona de Rosario. Expuse que los militares y policías que cometieron los crímenes no eran lunáticos ávidos de sangre que actuaron por maldad sino ejecutores de un plan racional que tuvo autores y beneficiarios en el poder económico. Al día siguiente, uno de los militares procesados pidió ampliar su declaración indagatoria y dijo que las visitas al comando de “gente de la sociedad, eclesiásticos, empresarios y de la justicia” eran constantes.
En el nuevo contexto nacional han comenzado a progresar en distintos puntos del país los juicios contra hombres de negocios que colaboraron con la dictadura, ya sea entregando listas de trabajadores y activistas sindicales a ser secuestrados porque sus reclamos mermaban la producción o incrementaban los costos; prestando las instalaciones de sus plantas para el funcionamiento de campos de concentración o vehículos para efectuar secuestros y traslados. Pero falta una lectura sistemática de esos acontecimientos, que además de individualizar a los responsables, detecte pautas de comportamiento y brinde un panorama global de lo sucedido. La semana pasada, el diputado nacional Héctor Pedro Recalde presentó un proyecto de ley de creación de una comisión bicameral investigadora que lleve a cabo esa tarea que propusimos en el libro Cuentas pendientes. Lo acompañó en el acto público de presentación el presidente de la Cámara de Diputados Julián Domínguez, y entre otros firmaron el proyecto los diputados Eduardo De Pedro, Juliana Di Tulio, Adela Segarra, María Teresa García, Andrés Larroque, Carlos Kunkel, Nancy Parrilli, Verónica Magario, Jorge Rivas, Adriana Puiggros, Edgardo De Petris, Juan Cabandié, Horacio Pietragala y Carlos Raimundi. Esta es la hoja de ruta para democratizar la democracia.
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