EL PAíS › OPINION
› Por Horacio González *
El pensamiento nacional sólo puede ser una reinterpretación, una creación nueva y una renovada oportunidad crítica. Lejos de ser una herencia acabada y designada con nombres fijos, es una remodelación permanente, una revisita. Tiene en primer lugar la obligación de “desfazer un entuerto”, desligarse de un canon fijo que lo limita exclusivamente a lo que se ha conocido como revisionismo histórico. ¿Para despreciarlo, para arrojarlo al rincón de los trastos viejos? De ninguna manera, sino para hacer su necesario, su imprescindible balance. Indagándolo en un nuevo acto de exploración. Es hora de un arqueo de ideas en la Nación, o dicho de otra manera, de reexaminar con más agudeza el parpadeo incesante de las ideas en la República. La historia de Juan Manuel de Rosas escrita a principios de los años ’20 por Carlos Ibarguren es precaria, pero trae la memoria de Saldías en relación con el interés que habían despertado en Renán los papeles escritos por el desterrado de Southampton, al punto que este decisivo escritor de la “reforma moral e intelectual” en Francia (influyente sobre Sarmiento y años después sobre Gramsci) se propone publicarlos con un prólogo suyo. Este es un episodio pleno del pensamiento nacional, el interés que despierta en un estudioso de la Nación (el famoso escrito de Renán aún es útil y provocante), demuestra que no hay pensamiento nacional si no provoca la interrogación entusiasmada de las tribunas donde sienta su atributo la filosofía universal.
La memoria de Jauretche no puede servir de pretexto para encajonar su pensamiento en unos pocos moldes, confinados en previsibles consignas. Basta recordar su carta a Ernesto Sabato en 1956; es una crítica al libro El otro rostro del peronismo, pero escrita con sutileza y respeto, intentado un diálogo con el pensamiento “dialéctico” (que le atribuye a Sabato). En el mismo año, Martínez Estrada, el abominado, el vilipendiado, escribe el ¿Qué es esto?, que podemos considerar el máximo libro antiperonista y asimismo la máxima comprensión de los mecanismos profundos del peronismo. Jauretche lo critica con su estilo: la distancia irónica, el sabor payadoresco y una teoría empirista del sentido común en la lengua patrimonial de un edén criollo. No podemos considerar hoy ni que Jauretche poseía el talismán de la refutación eternizada ni Martínez Estrada el caudal de todos los errores. Eran escritores de muy diferente estilo, y esa diferencia es hora de verificarla con instrumentos efectivos del conocimiento, de carácter conceptual y retórico. Es esa misma diferencia, desentrañada y constituida, la prometida utopía de lo nacional. Sin volver los pasos sobre el acervo de los textos argentinos con novedosa intención hermenéutica, deshaciendo la capa sedimentada que los recubre de exégesis y disquisiciones ociosas, que si no nacían equivocadas eran recibidas por públicos ansiosos de estereotipos, es muy difícil repensar ningún problema sustantivo del país.
Borges es tema siempre caliente. Luego de Sarmiento, es nuestro máximo escritor nacional. Pero ésta no puede ser una afirmación intrascendente ni caprichosa. Es necesario internarse en las estructuras de un pensamiento geométrico, casi estructuralista, que esconde mal un existencialismo trágico que formalmente repudiaba. Todo lo que Borges afirma contiene su contrario sin ser dialéctico; todo lo que Borges niega puede ser puesto de cabeza como efecto de su propio juego ficcional, haciéndose necesaria la lectura a contrapelo, la interpretación por la inversa. El afán meramente literal es adversario notable del pensamiento nacional y de todo pensamiento. Lo literal, meramente, cree ver en los escritos y los pensamientos tan sólo lo que ellos dicen que son. Ni siquiera las grandes consignas políticas, destinadas a llevar a la acción a los hombres, deben interpretarse literalmente. No hay pensamiento, nacional y ni ningún otro, si el intérprete no pone la literalidad de lado y no es capaz de imaginarse frente a cualquier texto como Hamlet y Laertes frente a la tumba de Ofelia. Revolcándose en el suelo entre los linajes ya fenecidos, para intentar revivirlos o, por lo menos, entrar en cauta desesperación frente a ellos. ¿Qué nos quieren decir? No se puede pensar, o sentirse en pensamiento, si no consideramos que nuestras preguntas son siempre incautas, o bien no alcanzan, o bien son demasiadas, o bien son excedentes de pensamientos cancelados que anuncian el pensamiento que adviene. Scalabrini pensó Gran Bretaña en forma crítica para pensar la Argentina. Eran sabidurías cercanas a la alegoría, tal como Marechal puso a Antígona en la pampa, Borges puso Triste-le-Roy en Adrogué, y viceversa, y Cortázar puso París en Buenos Aires, y viceversa.
Pensar es sustraer la trivialidad que hay en todo pensamiento. Lo contrario es acatar dogmas que ya nacen escritos como tales. El pensamiento nacional que estamos imaginando tiene raíces en el polemismo que fundó la Nación. Digamos algunos de sus capítulos más conocidos: Pedro de Angelis versus Echeverría; Sarmiento versus Alberdi; Alberdi versus Mitre; Mitre versus Vicente Fidel López; Ingenieros versus Groussac; Lugones versus Deodoro Roca; Borges versus Américo Castro; Jauretche versus Martínez Estrada; Martínez Estrada versus Borges; Lisandro de la Torre versus monseñor Franceschi; Milcíades Peña versus Ramos; Cooke versus Jauretche; Scalabrini versus Pinedo; Roberto Arlt versus Rodolfo Ghioldi; Viñas versus Sabato; Borges versus Murena; Viñas versus Borges; León Rozitchner versus Murena; Jauretche versus Luis Franco; Oscar Masotta versus Victoria Ocampo; Julio Irazusta versus Perón; Perón versus Montoneros. Toda polémica debe desentrañarse en su presente, pero también en sus modos cambiantes, en el entrecruce extrapolado de los polemistas. No raramente, muchos de ellos intercambiaron luego su lugar con el contrincante, en perfectas oposiciones simétricas, como en el cuento “Los teólogos” de Borges o en la polémica de Sócrates con Protágoras.
¿Qué pensamiento nacional puede haber sin esta poética de intersecciones que lo recorre en paralelo, antes, durante y después de constituirse en los vocablos “pensamiento nacional”? El pensamiento nacional es una coalición heterogénea de estilos que se arman y desarman de tan diversas maneras que esa misma movilización de ataduras y desanudamientos es precisamente una nación, que existe gracias a sus formas abiertas, a su secreto cosmopolitismo, a su sospechada universalidad condensada en un territorio y en un memoria que, antes que ser común, se genera en la lucha siempre inconclusa por considerarse común. Toda identidad se compone de una o varias polémicas en su interior, latentes y no resueltas.
La expresión revisionismo histórico cuenta con nuestra simpatía, siempre que sea tomada en sus múltiples significaciones. Dijimos que el pensar nacional no debe modelarse en el alma literal de las definiciones, sino en sus diversos planos contrapuestos entre sí. Ernesto Quesada fue un memorable antecedente del revisionismo, a partir de una sociología historicista del orden. Ricardo Rojas escribió La restauración nacionalista cuando joven, y ante las críticas recibidas debió mostrar que Jean Jaurès y Enrico Ferri, socialistas europeos, sostenían sus posiciones. Lugones pensó una restauración nacionalista con base helénica. El peronismo de los orígenes se basó en el pensamiento de Clausewitz y en frases de Spengler y Jenofonte. Yrigoyen era fiel lector del remoto filósofo de la “oración laica”, Karl Krause, contemporáneo de Hegel. Esta influencia en el radicalismo duró hasta el mismo Alfonsín.
La paradoja que debe evitar cualquier pensamiento, cuanto más uno que se diga nacional, es hacer del legítimo anhelo revisionista un número calcificado de verdades inmutables. En Gramsci lo nacional es una voluntad colectiva que se basa en metáforas y en las formas activistas de las leyendas heredadas, a ser buscadas a modo de un revisionismo histórico en Dante y Maquiavelo. Consideraba a Trotsky cosmopolita y a Lenin un “tipo humano nacional”. Ninguno de los dos términos para Gramsci eran peyorativos, sino elementos de una reflexión sobre la formación de las clases sociales en tanto representaciones culturales, y también sobre la traducción entre ámbitos heterogéneos de la acción. Pensar era crear signos de pasaje y de transición de lo económico a lo político. El tránsito de lo uno a lo otro lo llamó catarsis. Así, Aristóteles era el lejano antecedente de Gramsci.
Aprendamos de estos movimientos del pensar. La historia argentina creó un gran sintagma, enteramente suyo: “la izquierda nacional”. Hernández Arregui, a su manera continuador de Rojas, fue su gran exponente. Era discípulo de Rodolfo Mondolfo, el gran pensador judeo italiano especialista en el mundo antiguo, y que en Italia había discutido con Gramsci antes de exiliarse en la Argentina. Arregui lo respetaba, pero lo llamó “sabio extranjero”. Lo decimos con la memoria altruistamente dirigida hacia el trágico autor de La formación de la conciencia nacional. No sería admisible hoy pronunciar ese mismo juicio. No sería plausible hoy pensar sobre otra premisa que no sea la de revisar todo anterior revisionismo.
* Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.
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