EL PAíS › OPINION
› Por Mempo Giardinelli
Los argentinos no somos los mejores del mundo, en nada. Ni tenemos por qué serlo. Esto lo sabemos muchos de nosotros, desde hace ya bastante tiempo. Y no es una mala certeza, sino todo lo contrario.
El martes pasado les tocó a los brasileños enterarse de lo mismo, cuando la selección alemana los goleó 7 a 1. Algunos pueblos que por su potencial y sus riquezas pecan de soberbia reciben, cada tanto, estos baldazos de agua helada. Y está bueno que así sea. Como cuando la selección colombiana nos goleó a nosotros 5 a 0 en la cancha de River.
Claro que ahora la debacle de Brasil fue mayor, porque el desastre fue en un Mundial y en su casa.
Está bueno que pasen esas cosas, como está bien que Argentina este domingo vaya “de punto”, como dicen los timberos, porque favoritos son los alemanes, por lejos.
El miércoles casi todo Brasil hinchó por Holanda contra nosotros, lo que fastidió a mucha gente. La explicación brasileña que más circuló después, sin embargo, fue que ellos querían que perdiésemos para entonces jugar por el tercer puesto contra nosotros y ganarnos 4-0 y así redimirse de la paliza teutona.
Pero nosotros ganamos y vamos a jugar la final en el Maracaná contra los temibles alemanes, que parecen los Panzer de Rommel disfrazados de futbolistas.
Este domingo se verá quién gana la ansiada copa, y ojalá sean los muchachos de Messi y Mascherano, pero cualquiera sea el resultado, ni los alemanes ni los argentinos serán los mejores del mundo. Habrán sido los que ganaron el Mundial de Brasil 2014, que no es poco, y el festejo será grande allá o acá, pero nada más que eso. Desdramaticemos.
Porque no es bueno comprobar que al menos acá se le ha hecho creer al pueblo argentino que nomás por haber llegado a la final somos “uno de los dos mejores del mundo”, lo que no es verdad y no responde a ninguna evaluación seria.
Y ésta es la cuestión que me interesa subrayar: que la pretensión de ser mejores, como toda ínfula de superioridad, es infantil y es arrogante. Y es necia, también, porque delata más complejos que méritos.
Es conocido que en 1978, cuando el Mundial de la dictadura en Buenos Aires terminó con el campeonato a manos del equipo de Menotti venciendo a aquel seleccionado holandés, una joven le dijo a Jorge Luis Borges, de lo más excitada: “¡Hemos ganado a Holanda, Borges! ¡Hemos derrotado a los holandeses!”. A lo que el viejo sabio ciego retrucó: “Yo no, señorita. Yo no he derrotado a Erasmo ni a Spinoza”. Y después circuló esta lúcida descripción lógica: “Once futbolistas argentinos vencieron en un juego a once futbolistas holandeses, pero no por eso Argentina venció a Holanda”.
Ahora va a pasar lo mismo, gane nuestra selección o la alemana.
Lo que quiero decir es que los argentinos no somos los mejores en nada y no tenemos por qué serlo. Y no lo somos, además, porque si bien tenemos un pueblo bueno y trabajador, que tiene nobles sentimientos y mucha fe, también tenemos en el seno de esta sociedad a muchos sujetos horribles, resentidos, corruptos y malvados. Y hay una legión de confusiones sobrevolando la así llamada “opinión pública”, a la que, si existe, aquí le formatean la cabeza todo el día, a toda hora, mediante la mentira y el engaño sistemáticos.
Entonces no somos los mejores, y los brasileños tampoco. Ni los alemanes ni los de cualquier otra nación.
Pienso todo esto mientras mi alma futbolera y más de cuarenta años de tablón y tribuna ruegan a los dioses que la Selección nacional de fútbol derrote a su similar alemana. Estoy convencido de que le hará bien a nuestro pueblo –y digo “pueblo”, no “la gente”–, pero no sólo por la eventual victoria deportiva, sino por lo que hay detrás de ella. Una victoria mejor, que aunque al partido lo ganen los alemanes, es lo que sería bueno enaltecer y subrayar para nosotros. Quiero decir la victoria que prenunció ese tipo discreto y cauto que es Alejandro Sabella. Quien no se cansó de decir, sereno y sin alharacas, que este presente futbolero se debe a tres años de humildad, trabajo y esfuerzo.
Vale la pena repetir esos tres vocablos: humildad, trabajo, esfuerzo. Eso que se vio en la cancha, partido a partido, y que es lo que realmente vale. Hay que agradecerle esa enseñanza a Sabella, el menos hablador de todos los directores técnicos que tuvo la Argentina en cuarenta años, el más reservado y discreto.
Si nuestro pueblo puede verlo así, ganemos o no el domingo, ya ganamos.
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