EL PAíS › OPINIóN
› Por Eduardo Aliverti
Con una simplicidad maravillosa, algún comunicador se preguntaba en estos días para qué sirve que el Gobierno siga persiguiendo a grandes grupos empresarios. No importa la veracidad de las maniobras reveladas en torno de exportaciones, importaciones, fuga de divisas, falseamiento de costos, evasión impositiva. Decía el colega que el Gobierno puede hostigar a cuantas corporaciones desee pero que, al cabo de eso y cuando ya no quede nadie a quien perseguir, habrá que dedicarse a gobernar. Es necesario agradecer los sinceramientos de este tipo. Gobernar no es hacer cumplir las leyes, sino evitarles perjuicios a quienes las violan en nombre de su esfuerzo productivo. Y de su inversión publicitaria.
General Electric es acusada de aplicar sobrefacturación de importaciones y aumento artificial de precios, para justificar mayor egreso de dólares. Maltería Pampa, que distribuye las cervezas Quilmes y Brahma, habría falseado sus exportaciones mediante un fraude estimado en 234 millones de dólares, triangulando a empresas vinculadas. Procter & Gamble habría manipulado precios de transferencia, como suelen hacer las compañías cerealeras cuando sus filiales locales subfacturan exportaciones para no pagar aranceles. El laboratorio Raffo, que controla a Monte Verde S. A., habría transado operaciones ilícitas por alrededor de 16 millones de dólares. En el caso de Procter & Gamble, que aquí comercializa, entre otras, marcas como Pamper, Pringles, Ariel, Bold, Cierto, Magistral, Head & Shoulders, Pantene, Gillette y Duracell, la Aduana argentina comparó sus requerimientos de dólares con lo que efectivamente importa. Lo detectado es que, en varias ocasiones, las declaraciones juradas de la empresa son de montos muy superiores a sus importaciones efectivas. La denuncia de la AFIP estima 138 millones de dólares de fraude al fisco y fuga de divisas por parte de esa multinacional, a la que se le suspendió el CUIT y su inscripción en el registro para importar y exportar.
De estas andanzas de grandes corporaciones privadas hablan bien poco sus socios periodísticos, para quienes sólo existe la corrupción del Estado. Denuncian a ésta con una virulencia que jamás descargan sobre las corruptelas de los grandes empresas, locales o transnacionales, salvo por los contadísimos casos en que hacerlo resulta necesario para operar algún negocio. Respecto de Procter & Gamble, la sacudida noticiosa inicial fue fuerte debido al tamaño de semejante emporio. Una primera reacción, que en verdad se dio antes en las cloacas de los foros que en los comentarios periodísticos, fue el pobre expediente de comparar estos apremios que sufre el libre mercado y la impunidad de funcionarios y empresarios amigos del Gobierno, como si un aspecto delincuencial justificara a otro de igual tipo. Pero hubo sorpresa y no había forma de ocultar el hecho, como no sea mediante el ardid de hablar de persecución, chavismo, acoso, urgencia de conseguir divisas, rascar de donde fuese y otras caracterizaciones del mismo estilo. Además, tuvieron que trasladarse hasta Buenos Aires dos de los principales directivos de P&G y, al cabo de su encuentro con el titular de la AFIP, el comunicado de la firma fue un dechado de prudencia en el que resulta muy fácil advertir la cola entre las patas. Está claro que arreglaremos las cosas, dijo el metamensaje corporativo tras esa reunión con Ricardo Echegaray. De todos modos, seguramente no habrá sido por eso que la consideración informativa del tema se redujo hasta desaparecer. Quedó algún otro columnista que se preguntó si nadie de la oposición piensa alzar la voz en defensa de las multinacionales, pero no mucho más. Basta la rápida recorrida por los productos que comercializa P&G para entender que el periodismo independiente no tiene particular interés en dispararse a los pies a través de incomodar a sus anunciantes.
Y hablando de nuestra profesión, a los lectores de esta columna –y de este diario, por cierto– les consta que no es nuestra costumbre hacer periodismo de periodistas. Uno cree en eso de que los prejuicios que acompañan a los nombres propios van en detrimento de concentrarse mejor en las ideas. Las segundas suelen achicarse cuando son los primeros quienes protagonizan. Sí solemos desplegar observaciones fuertemente críticas sobre el papel de los medios en general, y mucho más desde que esta etapa política abrió, como nunca, el debate acerca de los intereses mediáticos. Tanto como nos parece irresponsable, o estéril, entrometernos con la vida y posicionamientos de los periodistas, individualmente considerados, también sería una insensatez ignorar que los medios son desde hace tiempo actores políticos de primerísima magnitud: aquello de que producen la realidad mucho antes que reflejarla. Es excepcionalmente que hemos personalizado críticas a colegas, fuere por algún momento de hervor anímico o por estimarlo en verdad imprescindible o procedente. Por lo segundo, ésta será una de esas excepciones. Se trata del sinceramiento brutal de otro colega. El miércoles pasado, Joaquín Morales Solá escribió en La Nación una columna que lo dice todo desde su título: “Un estilo que causa estragos en el país y en su cuerpo”. La nota tiene en la cabeza la fotografía de Cristina, con la cara magullada, del momento en que se la atendió de su hematoma craneal, hace más de un año. El subtexto de la foto acompaña lo que el retrato escrito alude como una decadencia física irreversible. Un deterioro que, según Morales Solá, se surte de variadas afecciones como producto de un estrés permanente, en el que pesa mucho la decisión de Cristina de “no querer a nadie”. Continúa Morales Solá: “Nadie creyó nunca que los Kirchner harían de la Argentina una Santa Cruz feudal, pero ése fue siempre el propósito del matrimonio presidencial. Sin embargo, debe reconocerse que, en muchos aspectos de la vida pública argentina, el país se parece mucho más a Santa Cruz que a la nación prekirchnerista. La división de poderes es un principio olvidado. El Congreso funciona como un anexo del Poder Ejecutivo. Los empresarios han sido domesticados por las buenas o por las malas. Gran parte del sindicalismo avala decisiones que son intolerables para sus propios afiliados. Los únicos sectores institucionales o sectoriales que no le responden son una parte de los sindicatos (...) y un sector de la Justicia (...). El esfuerzo político y personal para alcanzar esas metas fue sobrehumano”. El editorialista de La Nación señala que el resultado de ese autoritarismo aplastante consiste en que él se murió y ella cae presa de recurrentes enfermedades. Y añade, como destacado de la columna publicada en el portal del mismo diario, que, “si bien es cierto que otros presidentes del mundo ven acelerar el tiempo biológico con la carga de estrés (...), muy pocos se enferman por eso o ven reducido el tiempo de sus vidas”. Las canas que le salieron a Obama son el ejemplo que se le ocurrió a Morales Solá para diferenciar entre matarse por la política o dejar que la política apenas produzca en el cuerpo trastornos menores, gracias a que la democracia enferma mucho menos que el despotismo.
Sobre el ejercicio de la democracia en el Imperio, justamente, Atilio Boron (en Página/12, el martes pasado) escribió el artículo más sustancialmente directo que se haya leído sobre las recientes elecciones de medio término. O bien, sobre cualquiera de los actos comiciales de allí. “Pocas cosas pueden ser más insignificantes que una elección en Estados Unidos, dado que su gobierno real y permanente –formado por el complejo militar-industrial-financiero– es un poder de facto que no elige nadie, no rinde cuentas ante nadie y hace lo que conviene a sus intereses sin importarle en lo más mínimo la reacción de –o las consecuencias sobre– la ciudadanía. El presidente es un simple mascarón de proa para mostrar (en el caso de Obama) las bondades de una democracia que hizo posible que un afroamericano llegue a la Casa Blanca, no en calidad de jardinero sino de presidente. Por eso, las elecciones son apenas un simulacro para distraer a una parte de la opinión pública (recordar que la mitad o más de quienes podrían votar ni se molestan en registrarse para hacerlo), que se realizan en un día laborable (para desalentar la participación de los trabajadores) y en donde todos saben que ninguna decisión importante brotará de los resultados que arrojen las urnas, sino que la tomarán los grandes conglomerados corporativos que financian la carrera de los políticos, convertidos de este modo en sus sirvientes”.
En ese universo de camareros, con el sirviente que de modo invariable es presentado como el hombre más poderoso del mundo, nadie tiene sigmoiditis, ni traumatismos subdurales, ni divertículos intestinales. Solamente les salen canas, como dice Morales Solá, porque nunca molestan al verdadero poder. Quienes hagan lo contrario quedan sometidos a morirse antes de tiempo, o enfermarse por autoritarismo incansable. Los mata la grieta que provocan por agredir.
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