EL PAíS › OPINION
› Por Edgardo Mocca
El estilo de Elisa Carrió es, a esta altura, muy conocido por todos: consiste en la construcción de una escena política incendiaria en la cual los argentinos nos jugamos nuestro destino, y en la utilización de ese cuadro para darle sostén argumental a alguno de sus pasos tácticos, generalmente de muy modestos y fugaces alcances. En este caso agitó la inminencia de un control absoluto del sistema político argentino por parte del narcotráfico y la vinculó con una serie de acusaciones a un conjunto de líderes políticos –todos ellos pertenecientes al campo de lo que ella considera obstáculos a su propio avance– sobre sospechosas complicidades o directos compromisos con ese narco-asalto al poder. Todo ese ruido ensordecedor, toda esa puesta en escena histriónica y sobreactuada, todo ese clima apocalíptico convergía en un muy módico objetivo circunstancial: el de colocarse a sí misma como promotora principal de una gran alianza política antiperonista, a la que se presenta como único mecanismo posible de salvación de la República de su definitiva captura por el narcotráfico. Es decir, todo para fundar una primaria abierta entre todos los candidatos “no peronistas”, sin ninguna exclusión ideológica que no sea la de aquellos que presenten algún antecedente de pertenencia al diabólico movimiento que promueve la esclavitud de la patria y del Estado a los carteles del comercio ilegal de drogas.
No es el caso detenerse mucho en la coherencia interna de esta retórica. Lo primero que salta a la vista –como en muchos episodios similares protagonizados por la diputada chaqueña– es el súbito descubrimiento del verdadero rostro político de quienes hasta hace pocas horas eran sus aliados; una de dos: o Carrió no es muy cuidadosa en el trazado de sus alianzas o es muy irresponsable en la naturaleza de sus imputaciones. Lo importante no es la evidente impostura de la acción –lo que por otra parte no tiene por qué formar un juicio definitivo y absoluto sobre su valor político—, sino el hecho de que esa acción solamente es posible en una representación de la democracia sin partidos políticos. No hay partido político que soporte el accionar de uno de sus líderes en la sistemática dirección de desprestigiar y, en última instancia, de destruir a cualquier figura de su elenco dirigencial para asegurarse a sí mismo una posición dominante. La vigencia o no de los partidos políticos como centros de la vida democrática es un tema que lleva ya algunas décadas de debate a escala mundial. La cosmovisión neoliberal impuso, como parte de su dogmática, la idea de la caducidad irreversible de los partidos, no como ruta necesaria a formas de representación más amplias y participativas, sino como forma del agotamiento de la propia idea de representación. Como no hay conflictos centrales, dice el dictamen neoliberal, no hay a quién representar; la política queda en manos de tecnocracias ilustradas y al partido político se le reserva –hasta que surjan formas mejores– la propiedad sobre la boleta electoral que estará a disposición en el cuarto oscuro. Claro que el dogma no surgió de la nada; lo hicieron posible las transformaciones culturales de las últimas décadas. Lo hizo posible el debilitamiento de los trabajadores como fuente de identidad política, la erosión de las soberanías nacionales que depreció el valor real de las alternativas políticas, el desarrollo de un ethos ultraindividualista y consumista y el nuevo rol de los medios de comunicación en la conformación de la agenda política.
Lo cierto es que se llegó a definir nuestra época política como la de los “partidos personales”, es decir la reducción del partido a la condición de séquito personal del líder con mejor desempeño mediático y con mayor capacidad para generar expectativas favorables que serán registradas en esa otra marca de la época que son las encuestas de opinión. Así funcionó en la política realmente existente en las últimas décadas y así funciona, en buena medida, actualmente. No es, claramente, un paradigma neutral. La disolución de los partidos, la desaparición de espacios de discusión y resolución colectiva, el deterioro de la figura del militante y la absorción de todo el espacio político-comunicativo por los grandes medios son una trama completamente funcional al debilitamiento de la política frente a los poderes fácticos. Constituyen un estímulo a lo que algunos llaman “flexibilidad táctica”, es decir, a la creación de un bache insalvable entre la palabra política que entusiasma y moviliza y la decisión política que, en nombre del pragmatismo, se somete a la voluntad de los poderosos. El partido personal es el partido de la época del fin de las ideologías, del gran consenso centrista, del elogio del tecnócrata y de la reducción de la política a una cuestión de moral personal. En ese cuadro no hay lugar para la creación de grandes voluntades colectivas capaces de enfrentar a quienes toman de hecho las decisiones, desde sitios no sometidos a la consulta ciudadana.
El road show audiovisual de Carrió se de-sarrolló, sintomáticamente, después de la reunión en la que el radicalismo discutió su táctica política en la actual etapa. La discutió, aunque claramente no la definió. La UCR formuló su voluntad de fortalecer FA-Unen, de redefinir “su conducción, sus reglas y su institucionalidad”. Al mismo tiempo, mantuvo la necesidad de sostener “los acuerdos necesarios” para favorecer las posiciones de los candidatos provinciales y locales del partido, impulsar una fórmula presidencial encabezada por un radical y promover un gran acuerdo programático y de gobernabilidad con otros partidos políticos. Lo que estaba en discusión –la posibilidad de participar en una interna abierta en la que también compita Macri y acaso también Massa– quedó sin definición alguna. Efectivamente, el fortalecimiento de FA-Unen queda condicionado por los cambios en su institucionalidad, lo que significa claramente la diferenciación orgánica entre grandes actores, el radicalismo y el socialismo, y otras fuerzas menores que acompañen. Es decir, el radicalismo quiere aumentar la famosa “flexibilidad táctica” de su dirección, en detrimento de la capacidad de presión de algunos aliados. ¿Para qué harían falta esas nuevas capacidades si no está en discusión un cambio brusco de orientación? Por otra parte, la promoción de acuerdos políticos por parte de las conducciones provinciales abre un profundo interrogante: cómo lograría el radicalismo los apoyos (eso significan en la jerga partidaria los “acuerdos”) para sus candidatos por parte de Macri o de Massa sin ninguna posibilidad de intercambiarlo por un apoyo igual y de dirección inversa a nivel nacional. ¿Se promueve un “acuerdo” en el que solamente una de las partes se beneficie? Puesto así, no parece una formulación que merezca llamarse táctica política.
En la última semana tuvimos una escena protagonizada por la deliberación de un partido clásico y la puesta en escena de un partido personal. A primera vista parece que una mirada democrática debería valorar más el primer gesto que el segundo. El problema es que la Unión Cívica Radical en su realidad actual y Elisa Carrió configuran un sistema de acción casi indivisible, la lógica de ese sistema es casi absolutamente mediática y las visiones políticas que desarrolla cada una de las partes tienen más en común que lo que aparentan. Toda la discusión partidaria radical gira alrededor de un problema, que es la carencia de un candidato presidencial propio cuyas expectativas de triunfo fortalezcan la posición del partido a nivel nacional, la conquista de nuevas gobernaciones provinciales y el fortalecimiento de sus bancadas parlamentarias. La falta de ese motor que impulse hacia delante a todos los segmentos y niveles partidarios, registrada por todas las encuestas, produce una fuerte división de las aguas. Básicamente afloran las tensiones entre quienes cuidan la unidad y hasta la propia supervivencia del partido en el plano nacional y quienes consideran que el partido real es el que tiene votos y disputa gobiernos. Es una tensión perfectamente comprensible en cualquier organización política. El problema que afronta el radicalismo es una pérdida de identidad en el interior de los conflictos políticos actuales. El sólo hecho de que se esté discutiendo la posibilidad de constituir la estructura territorial de un triunfo electoral y un posterior gobierno de fuerzas claramente integradas en el universo político neoconservador, revela la naturaleza de la crisis de un partido cuya acta de nacimiento es la lucha contra el “régimen” conservador. Cuando se carece de una brújula estratégica no hay fórmula orgánica que resuelva la crisis. Es ahí donde aparece la contrafigura radical de Carrió. De modo muy curioso, la diputada arranca de la tradición moralista política del radicalismo y concluye con la misma propuesta “pragmática” que sostiene Sanz. Consiste en renunciar a cualquier seña de identidad política en aras de “ganarle al peronismo”. El narco Estado, la República, la libertad son decorados exteriores de una propuesta que acude a la otra tradición radical. A la tradición unionista que en la década del cuarenta colocó al partido como cabeza de una gran coalición conservadora y la introdujo en el universo del antiperonismo. Después del frustrado intento de recuperación popular realizado por Alfonsín y tras el derrumbe de la Alianza que terminó por ser una versión maquillada y no mejorada del menemismo, la UCR ha profundizado en los últimos años su rumbo conservador. La única diferencia con el viejo unionismo es que ahora ni siquiera aspira a liderar ese bloque político. Carrió es la representación escénica de la plena restauración conservadora de la UCR, capaz de decir las “verdades” que la conducción partidaria no está en condiciones de asumir.
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