EL PAíS › OPINIóN
› Por Washington Uranga
En los últimos días se han escuchado, en diferentes frentes, diversas afirmaciones, argumentando acerca de la presunta locura de la diputada Elisa Carrió. Lo cierto es que acerca de la salud mental de la diputada debería dictaminar un especialista. Todas las demás opiniones son temerarias e inconsistentes. Sin embargo, la mayoría de los señalamientos apunta sobre todo a la “locura política” de Carrió. En ese sentido es importante dejar en claro que Carrió no está loca y que endilgarle esa “enfermedad” es desconocer el carácter de su maniobra e impide develar sus verdaderas intenciones. Todo lo que hace, lo que dice y lo que omite Carrió es parte de una estrategia política bien pensada, que incluye también la construcción de un personaje denominado, no al azar, “Lilita”, y que busca en el escenario de los medios su lugar para generar impacto.
La diputada Carrió no es una improvisada. Una rápida revisión a su historia política lo pone rápidamente de manifiesto.
Ha sostenido en más de una oportunidad: “Yo no tengo ideología”. Si bien esto es difícil de aceptar en alguien que ejerce la política de manera profesional, lo que sí puede asegurarse es que Carrió carece de ética y de moral. Su única obsesión es la del poder –así sea una cuota limitada de poder– y para ello es capaz de hacer y deshacer, de contradecirse, de afirmar y luego desmentir. No hay límites en esa búsqueda desenfrenada, aunque hasta el momento le haya traído réditos efímeros. La diputada no tiene entonces limitaciones para abrazarse una vez a la izquierda y otra a la derecha, a socialistas, a actuales o antiguos peronistas, aunque diga combatir a todos los seguidores de Perón. Tampoco tiene escrúpulos en presentarse como progresista y postular a Mauricio Macri como el único presunto “salvador” de la República.
No hay límites para su verborragia denuncista, así sea que en la mayoría de los casos sus imputaciones potenciadas interesadamente por ciertos medios y periodistas terminan naufragando en la Justicia por inconsistentes. Es parte de su estrategia de destrucción, basada en el argumento de que ésta es su manera de construir. ¡Vaya estilo! Sus ráfagas de verborragia denuncista tampoco libran del mote de corruptos, seniles o incapaces para la política a quienes hasta ayer nomás fueron sus aliados. Que lo digan Cobos, Solanas y Binner, entre otros.
Carrió no es ni está loca. Sabe lo que hace. El sentido único de sus acciones es derrotar, de la manera que sea, al Frente para la Victoria. Lo presenta como una tarea épica y patriótica de la cual ella es la máxima –si no la única– abanderada. La diputada sabe –también a la luz de encuestas recientes realizadas hasta por opositores– que para derrotar al FpV es necesario unificar a todas las fuerzas de la oposición detrás de un solo candidato. Ella entiende que el único que puede reunir esa posibilidad es Macri. Por eso no duda en pelearse con sus antiguos aliados, en quebrar Unen y en proponerle a Macri una interna en la que sabe de antemano que ella saldrá perdedora.
Es verdad que la conducta de Carrió desconcierta hasta quienes han sido sus patrocinantes y promotores. Los inventores de “Lilita” hoy se sienten desbordados por “Lilita” y no saben cómo ponerle freno. Lo que hoy ayuda, mañana puede volverse en contra. Nadie lo sabe. El personaje cobró vida propia. Para muestra basta ver la actitud vacilante que hoy exhiben para con ella los grupos mediáticos que la han tenido hasta ahora como invitada permanente y que ayudaron a construir su imagen subiéndola al pedestal de líder política mediática y estratega de la salvación de la República.
No es lógico ni acertado políticamente acusar a Carrió de demencia, ni en lo físico-clínico, ni en lo político. La diputada es la articuladora de una estrategia claramente trazada para aglutinar a todas las fuerzas políticas opositoras en torno a un candidato de derecha que tenga –por lo menos algunas– posibilidades de derrotar al kirchnerismo en las elecciones del año próximo. Decir que está “loca”, además de menospreciar su estrategia y desestimar las acciones políticas para contrarrestarla, sería quitarle responsabilidad por sus actos, algo de lo que en algún momento deberá dar cuenta ante la sociedad y, si cabe, ante la Justicia.
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