EL PAíS › OPINIóN
› Por Eduardo Aliverti
El hecho político más difundido de la semana coincide con el creciente reconocimiento opositor de que el Frente para la Victoria podría ganar las elecciones del año próximo, incluso en primera vuelta. ¿Es casualidad?
Esa pregunta, que se formula con voz más alta o más baja en todo ámbito político y politizado, sintetiza el espíritu alerta, intranquilo, hasta derrotista, de quienes enfrentan al kirchnerismo. Pero es necesario angostar el concepto. Hay una frontera bastante clara entre la dirigencia opositora propiamente dicha y el aparato enérgico que conforman medios de comunicación, establishment financiero y grandes compañías agroexportadoras. Lo segundo empuja a través de operaciones de prensa descaradas; presiones sobre el tipo de cambio, que en enero ya supieron torcerle el brazo al Gobierno; retenciones de cosechas. Pero lo primero, ese rejuntado de presuntas voluntades electorales, sigue sin dar pie con bola y afronta serios problemas para expresar alguna idea no ya de unidad, sino de mera pegatina de consignas. El escenario general remite otra vez a la reunión cumbre que Héctor Magnetto convocó, en su casa, a principios de agosto de 2010. El CEO de Clarín citó a Mauricio Macri, Eduardo Duhalde, Felipe Solá, Francisco de Narváez y Carlos Reutemann, para exigirles abiertamente que encontrasen una vía de consenso candidateable, capaz de enfrentar a los K con chances de éxito. Las crónicas de aquellos días dan cuenta de que los asistentes salieron del cónclave con la orden de no hablar y desde ya que cumplieron, hasta la actualidad, pero les fue imposible evitar la filtración de que brindaron ante el jefe una imagen terrorífica, o deprimente, de batalla de egos. Cristina los arrasó en las urnas de muy poco después y el ejército periodístico antikirchnerista, con el diario del lunes, sentenció que la culpa debía recaer en el horrible fracaso opositor a la hora de mostrar alguna estampa de unidad. Hoy, como entonces, el tema no (les) consiste en qué proyecto podrían ofertarle a la sociedad –que no fuere la repetición de sus recetas de ajuste tradicionales– sino en que están discapacitados para articular marketing, disimulo, capacidad de hacer la plancha in eternum como si no se tratara de que en algún momento deben producir definiciones. Sería eso, nada más: ausencia de cinismo conducente. Apenas habría la diferencia de que ahora quieren prevenirse y los medios opositores hablan antes, para curarse en salud, de que la oposición es un balde de bosta a la que volvería a cargársele toda la responsabilidad en caso de nuevos éxitos oficialistas.
El incontable portazo de Elisa Carrió, ya algo cansador y humorístico, fue presentado bajo esa lógica. De todas las capas de la cebolla que tiene el asunto, sólo interesó la superficial de que la diputada –en el mejor de los casos– se especializa en destruir todo lo que construye. En la peor de las conjeturas, algunos medios de la propia oposición han sugerido que Carrió, simplemente, ya no está en su sano juicio. El firmante vuelve a admitir que es muy grande la tentación de simplificar las cosas de esa manera. Uno mismo supo rotularla como paciente psiquiátrica ambulatoria, seguramente en un exceso de meras atribuciones periodísticas. No es dispensa que Carrió haga todos los esfuerzos para mostrarse, dicho en entonación popular, con la falta de varios jugadores. Sostener que no tiene la culpa de que la gente la ame; que esa misma gente jamás termina de confiar en ella como única salvadora de su República Disney, y que se siente mucho más cómoda como “atracción turística” que como dirigente política, es una invitación inevitable a pensar que sufre severos trastornos psicológicos. Pero es, también, caer en la misma frivolización analítica que debe evitarse porque, loca o cuerda, y aunque parezca mentira, Carrió es el referente a cuyo compás baila tanto el gorilismo salvaje como el modosito del espacio antiperonista. Y no desubica solamente a radicales conservadores, socialistas (?), patéticos nacandpoperos del tipo Fernando Solanas Pacheco, sino que además desacomoda a algunas franjas del populismo liberal (Ma-ssa, Macri, Scioli mismo) que sacan la cuenta de cuánto les restan o suman los desplantes o disparates de Carrió. Son números relativamente sencillos, que admiten las encuestólogos del ¿frente? anti K. Se gana con el 45 por ciento en primera ronda, derecho viejo, o con un 40 que le saque más de 10 puntos al segundo. Con el kirchnerismo asentado en un núcleo duro en derredor del 30 por ciento y la oposición partida en dos, tres o más archipiélagos, ¿es absurdo pensar que el oficialismo pueda imponerse con comodidad cuando, además, Cristina todavía no marcó a su candidato? Como si fuera poco, ¿acaso esos cálculos no se basan en el grado de confianza que trasladan las opciones en danza? ¿Cristina tiene alrededor de un 45 a 50 por ciento de valoración social positiva, según lo que también reconocen las encuestas opositoras, sólo por obra de una inexplicable descerebración colectiva?
En medio de todas las barrabasadas que Carrió disparó en estos días, con sus periodistas amigotes rendidos ante lo bien que siempre pagan los escandaletes, con sus acusaciones de que todos son narcotraficantes, con parecer a esta altura la jefa de campaña del kirchnerismo, con que volvió a arrojarse casi desnuda a los brazos de Macri tras haber jurado que nunca lo haría porque el alcalde porteño es el símbolo de la corrupción, la diputada ausente dijo algo que, de piso, es verosímil, atendible, provocativo pero difícil de eludir: ninguno quiere gobernar. Ella es la primera que no tiene previsto hacerlo, según confesó, siendo que el pueblo que la ama prefiere verla haciendo denuncismo en TN y nunca en un puesto ejecutivo. Pero parecería estar claro que la chaqueña pegó donde más les duele. En su fantasía, la única alternativa es ella contra todos los demás. Pero hay la parte sensata de que todos esos demás no se animan a romper nada porque lo que en verdad quieren romper es aquello que una amplia franja de la población, mayoritaria, desea conservar: los logros indesmentibles alcanzados desde 2003. Carrió no tiene el inconveniente de confesar lo inconfesable, porque ella no hace política: juega a que la hace. Nadie le exige programa de gobierno alguno, nadie le pide una idea concreta respecto de nada. En otras palabras, nadie la toma demasiado en serio como no sea para conseguir altisonancias. El resto, en cambio, sabe que tarde o temprano deberá generar enunciaciones y tampoco las tiene; o sí, pero so pena de espantar electorado. De allí que la UCR termina en una federación –con suerte– de caudillos o punteros provincianos sin fórmula nacional confiable o, más aún, sin apenas un precandidato que al menos entusiasmara desde alguna épica narrativa; Massa no trascienda los límites bonaerenses –donde tampoco dispone de figura atractiva– y Macri dependa de personajes mediáticos focalizados, como Del Sel en Santa Fe, todos al arbitrio de alianzas con unos y otros para que en un sentido todo esté muy claro y, en otro, no se entienda o no se verbalice qué son ideológicamente.
No se vota por ideología, es cierto, sino por la coyuntura económica. Ese aspecto es el que casi siempre termina definiendo los números electorales y habrá de verse con cuál paisaje calmo o tormentoso enfrenta el kirchnerismo los desafíos de 2015, sin perder de vista que el FpV siempre ha sabido desempeñarse con mayor eficacia en la adversidad. Pero tampoco es costumbre inevitable que los pueblos se suicidan en manos de sospechosos que podrían empeorar las cosas. A valores de hoy, bien que con varias prevenciones, podría hablarse de una situación relativamente análoga a la del clima electoral de las presidenciales de 1995. La fórmula Bordón-Alvarez sucumbió por obra del voto-licuadora, cuando ya se sabía que el menemato era lo que era. Luego, sin que hubiera de esperarse mucho, el oficialismo comenzó a desbarrancar y ganó una Alianza que, bajo el imaginario de que bastaba con liquidar la corrupción oficial, se acabarían las contrariedades mayores. Acabóse en el helicóptero de De la Rúa. La diferencia con la actualidad es que Cristina, y su espacio consolidado, mal o bien significan contundencia, afirmación, se va para allá y se demostró que se puede habiendo partido del infierno, se pelea contra tal y cual factor de poder y, al cabo, lo que hay puede juzgarse tras nada menos que década y pico de gestión. Gestión: no comentarios. Orientación progre siempre dentro del mar de contradicciones de un gobierno capitalista: no proclamas consignistas de izquierdismo fácil, ni mucho menos las declaraciones escolares de que es posible un mundo sin conflictos donde sólo cabe la unidad nacional.
Así, lo loco no es que Carrió marque la agenda. Es lo que hay detrás de que la marque.
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