EL PAíS
› OPINION
“¿Cuál fue mi inconducta?”
Por Alicia Pierini
Página/12 publicó la semana pasada la información de que había un pacto secreto de la Legislatura porteña para garantizar la designación de la actual diputada local y ex subsecretaria de Derechos Humanos de Carlos Menem como futura ombudsman. Luego de la publicación el parlamento porteño debió suspender la sesión para tratar el tema y la postergó para el próximo jueves. Alicia Pierini envió a este diario su opinión sobre el tema, que se transcribe textualmente a continuación.
En marzo de 1997 la Comisión Interamericana de Derechos Humanos advirtió a nuestro país sobre los límites a la privación de libertad durante el proceso penal, consignando que la presunción de inocencia es pilar fundamental del sistema de garantías.
Su recomendación señalaba que sólo debiera aplicarse la prisión preventiva cuando hay peligro de fuga, riesgo de reincidencia o de amenaza a testigos, en concurrencia con la presunta comisión de ilícitos, no bastando sólo esta última, debiendo analizarse cada caso en particular. Es decir que el automático encarcelamiento según el monto de la pena eventual, tal como reiteradamente hacen nuestros jueces, no responde a los estándares internacionales garantistas, a los que adhiero cualquiera sea el imputado, sin discriminar.
Como subsecretaria de Derechos Humanos produje un dictamen ampliatorio, fechado el 8 de octubre de 1997, y lo giré a todos los jueces del sistema penal junto con la recomendación antedicha, agregando nuestra opinión favorable acerca de los criterios restrictivos a la privación de la libertad y afirmando la prevalencia de la garantía de presunción de inocencia durante el proceso penal. Ello me valió críticas del sector antigarantista que anhela cárceles repletas. Pero desde la Subsecretaría que yo conducía debía fijar línea al respecto y así lo hice.
Cuando en junio de 2001 el juez Urso privó de su libertad a Menem y a Balza, en forma ilegítima, puesto que violaba esos estándares internacionales de derechos humanos, fui consultada por la familia Menem, con independencia del proceso penal en el que nunca intervine, ya que fueron –como todos saben– otros profesionales los abogados de confianza del ex presidente.
Partiendo de aquella recomendación, me expedí respaldada por abundante bibliografía de derechos humanos, así como por la prestigiosa opinión de dos ex miembros de la CIDH (Pedro Nikken y Carlos Ayala), que viajaron especialmente para interesarse por el encarcelamiento de un ex presidente y un ex jefe de ejército ambos muy conocidos continentalmente. “Si así se actúa con personalidades públicas, qué cabe esperar para los delincuentes comunes”, fue el comentario.
El mismo criterio inspiró al maestro Zaffaroni a escribir un artículo (que publicó Ambito Financiero) ese invierno, partiendo del supuesto de que ante una injusticia tan reiterada como la arbitraria privación de libertad, si se logran consolidar garantías en una causa resonante ese avance se aprovecha en las demás comunes.
Entonces, ¿cuál fue mi inconducta? ¿La seriedad profesional? ¿La coherencia entre práctica y teoría del derecho? ¿El respeto por los derechos de un ex presidente constitucional? Es mi ética, no la del otro, la que rige mi conducta. La misma ética por la que fui una funcionaria austera e incorruptible.
Quienes afirman que defendí los indultos a los genocidas se equivocan. Quizás olvidaron el contexto de cárcel a compañeros y enfrentamientos con militares, hiperinflación y caos, que fue la herencia que dejó el padre de los dos demonios, contexto en el que se dieron los indultos, que seguramente podrían explicar mejor que yo algunos hipermenemistas de entonces, hoy desmemoriados hiperkirchneristas.
Quizás olvidaron cómo –desde el llano– recorrimos juzgados y expedientes junto al inolvidable Negro Giudice Bravo y otros colegas para indultar a los peronistas perseguidos. Quizás olvidaron los cuatro años de cárcel de Ricardo Obregón Cano, los tres de Raúl Magario y no recuerdo cuántos de Quique Lovey, entre otros.
Yo militaba en el MEDH y ahí los indultos fueron mal recibidos: eran un remedio para los compañeros perseguidos, pero un trago amargo –para la mayoría, indigerible– por la parte que benefició a los criminales. En mi opinión, el último eslabón de una cadena perversa de impunidad diseñada desde las instrucciones a los fiscales, hasta las leyes de Punto Final y Obediencia Debida.
Ingresé al gobierno meses después, a propuesta de un sector católico laico. Mi misión era empezar de nuevo y así lo hice. Por eso trabajé por la verdad y por la identidad, por la reparación y la memoria contra el olvido y la persistencia de la impunidad. Los resultados están a la vista: Comisión Nacional por el Derecho a la Identidad, 25 mil beneficiarios de una reparación histórica que sorprendió al mundo, cuadruplicación de datos en los archivos Conadep, pruebas llevadas a la Justicia, capacitación de excelencia en derechos humanos a todo nivel. Y mucho más aún. No hubo ni hay puntos oscuros en ningún paso de mi gestión pública, continuada luego legislativamente en la Ciudad siempre en el mismo camino de los derechos humanos.
Escribí hace más de diez años que “recién una vez que la correlación de fuerzas se consolidara favorablemente para la democracia, sería posible retomar el camino de la justicia”. Creo no haberme equivocado tanto y haber aportado a esa consolidación imprescindible.
No comparto con los comandantes de la lucha hablada –o publicada– la creencia de que cambiar la historia consiste en escribirla cambiada. Sí en cambio comparto otras hermandades más profundas y alejadas de mezquindades de coyuntura, y por ello desearía que volviera el juego limpio.
Página/12 es un medio comprometido con los derechos humanos, con el que habitualmente dialogo, y siempre que puedo colaboro con sus redactores. Ni sumando los últimos diez años me dedicaron tantas páginas como en esta operación en serie que constituye un hecho absolutamente inhabitual. Es por ello que no puedo negar que como militante del campo de los derechos humanos me dolió mucho recibir sorpresivamente este cruel ataque de alguien que, lamentablemente, equivocó el enemigo. Como no podía ser de otro modo, el efecto del “fuego amigo” arroja siempre un resultado opuesto al pretendido. Así como esta vez.