EL PAíS
› PANORAMA POLITICO
PRUDENCIAS
› Por J. M. Pasquini Durán
El gobierno nacional duplicó el subsidio millonario para las líneas de trenes urbanos y de subtes, bajo el supuesto de que esas empresas no pueden absorber los mayores costos laborales sin aumentar el valor de las tarifas. Es una dudosa justificación para aplicar un trato excepcional, ya que para otros servicios concesionados, como el correo argentino y los aeropuertos, la actitud de la autoridad es congruente con la idea de apoyar al capitalismo que cumpla con los compromisos contractuales y tome los riesgos de toda empresa. Por otro lado, ninguno de los transportes subsidiados destacan por la calidad o eficiencia que ofrecen a los usuarios cotidianos, sin contar que fueron privatizados con el pretexto de la pésima administración estatal y del peso muerto que significaban sus costos en el presupuesto nacional. Con idéntico supuesto fueron mutiladas las redes ferroviarias en todo el país –“ramal que pierde, ramal que cierra”, era la consigna– que ahora están siendo restablecidas a un costo final superior al que pagó Perón a los británicos por su propiedad, debido a que no se trata sólo de hacerlas funcionar, en medio de la algarabía de las comunidades involucradas en su trayectoria, sino que deberán repararse todos los caminos de hierro, abandonados a la suerte durante todos los años pasados.
Por este legado envenenado es fácil señalar la culpa, la irresponsabilidad o los trámites corrompidos de los neoliberales conservadores que coparon el gobierno de la década menemista y de casi todos sus sucesores. Hay que decir, además, que en esos años la mayoría de la sociedad aplaudía alborozada esas privatizaciones, en el supuesto que todo lo estatal era repudiable, con el mismo entusiasmo esperanzado con que ahora demandan que el maltrecho Estado reponga todas las pérdidas, si es posible en un plazo más breve que el empleado para perjudicarlos. Esta misma volatilidad impaciente de las opiniones generalizadas determina, en algunas ocasiones, que las políticas públicas queden expuestas a la fuerza de las presiones conservadoras, casi siempre consistentes y sostenidas con sus propios intereses. Sin mantener una relativa ventaja en el equilibrio entre las presiones contrapuestas y sin dejar aislado al Gobierno, en particular cuando éste muestra disposición de futuro más que de continuidad, es en vano esperar resultados satisfactorios, por más fuerte que sea la voluntad del gobernante.
En tanto no se afirmen las bases sociales del progreso y mientras subsistan rescoldos encendidos del pasado en el organigrama políticoinstitucional, el andar deberá ser prudente como si caminara sobre cáscaras de huevo. Un resbalón y el estropicio puede ser irreparable en el corto plazo. En ese contexto, amén de la irritación del sentido de autoridad presidencial cuando sus colaboradores avanzan por territorios no autorizados, las calificaciones del ministro de Justicia, Gustavo Beliz, sobre el período menemista, al que llamó “narcodemocracia”, hicieron tanto ruido como una pedrada en el techo de zinc.
Para medir la repercusión de una frase inoportuna, aún sin debatir su veracidad, ya que Beliz debe saber porque fue un cercano colaborador de Menem además de ocupar el Ministerio del Interior de donde se retiró acusando a ese gobierno de ser “un nido de víboras”, basta con citar una anécdota mediática que registra ciertas sensibilidades en cuadros importantes del aparato peronista. En un programa televisivo de buen rating, un periodista conservador repitió con puntos y comas los argumentos del jefe destituido de la Policía Federal que acusó al Gobierno por las maneras que utilizó para remover al funcionario, ignorando por supuesto las causales de la remoción. La señora de Duhalde, presente en la misma mesa, remató el comentario con un lacónico: “Hay que ser muy prudente en estos tiempos”. La prudencia en política combina dosis de rigor probatorio con una cabal noción de relaciones de poder, que se pueden forzar si el objetivo vale la pena. No supone, claro está, el amparo o la conciliación con el delito ni con sus autores materiales y/o intelectuales, sino tener cuidado en no agitar la cola del tigre, en especial si lo que se busca se reduce a ganar la atención mediática, en la suposición que los medios son una fuente de poder. La experiencia indica que sólo los que ya son poderosos consolidan sus posiciones a través de la difusión mediática. A los demás, por lo general, en lugar de promoverlos los desgasta, porque lo que de verdad importa es la relación con la sociedad. De esto puede dar varias conferencias el ex vicepresidente Chacho Alvarez, que en su momento fue un mimado de la irradiación mediática y hoy puede mantenerse en la pantalla comprando un espacio en un canal de cable.
Un típico ejemplo de imprudencia es el estilo policial para el control de manifestaciones populares, sea en la calle o en un estadio de fútbol. Tanto en los regímenes de facto como en las democracias representativas, las policías conservan la misma metodología represiva, que convierte al civil en blanco móvil o en objeto de castigos indebidos y, en numerosas oportunidades, innecesarios por completo. Las sectas del gatillo fácil y de la picana sólo conciben la presunta calma cuando derraman sangre, como sucedió anteanoche en Jujuy, territorio del gobernador Eduardo Fellner, candidato favorito hoy en día para ocupar la presidencia del peronismo y uno de los amigos del presidente Néstor Kirchner. El Gobierno reaccionó después de los hechos, cuando ya había dos muertos y una pueblada por indignación, en lugar de prevenirlos con órdenes precisas y estrictas. Lamentable es el saldo por sí mismo, pero lo es mucho más en términos políticos, porque se supone que los gobernadores alineados con las políticas por los derechos humanos, contra la impunidad y la corrupción, deberían marcar una neta diferencia con los otros, por ejemplo el de Santiago del Estero, que representan el peor estilo de lo que se llama la vieja política.
Mencionar la corrupción en relación con sucesos como los ocurridos en Jujuy, no es un mero clisé ni un manierismo retórico. Hace varias décadas el escritor Rodolfo Walsh demostró que las sectas del gatillo fácil y la picana son también las sectas de la mano en la lata. No es extraño, en consecuencia, que en la actualidad la defensa de los derechos humanos haga saltar también los latrocinios cometidos por elementos calificados de las fuerzas de seguridad, desde sus cúspides hasta suboficiales y miembros de la tropa involucrados en secuestros extorsivos, la droga y delitos de todo tipo y magnitud.
Con estas evidencias a la vista, hay quienes rechazan que la corrupción sea un problema estructural de la seguridad estatal, porque creen que ese supuesto injuria a los uniformados honestos. No es así, se trata de un problema estructural pero no porque todas las personas que revistan en esas fuerzas sean deshonestas sino porque los criterios predominantes en sus prácticas son, por lo menos, anacrónicos y han sido corrompidas porque fueron usadas como mano de obra mercenaria por dictaduras y gobiernos débiles y/o autoritarios que, por lo habitual, hacían la vista gorda a “los rebusques” por afuera de la institución como una manera de compensar con algún botín los servicios prestados. Por lo mismo, para terminar con la corrupción policial es necesario la persecución de los miembros de la secta de la mano en la lata, necesario pero insuficiente. La política tiene la obligación de pensar de nuevo la relación con las fuerzas de seguridad y la sociedad para abandonar de una buena vez las prácticas y las “doctrinas” que ya tienen casi un siglo de vigencia.
La realidad de estos días es tan variada y compleja que, al repasarla con el análisis, sólo puede atraparse una porción del cuadro completo. Entre supuestos y consejos de prudencia, por momentos el Gobierno parece acosado por una jauría de demandas sociales y de sucesos que estallan en todo el territorio nacional, pero son momentos para conservar la sangre caliente y la cabeza fría, sin perder de vista ni distraerse de los propósitos principales, entre ellos recuperar para la vida digna y para los derechos ciudadanos a los millones de excluidos por la “narcodemocracia” o como quiera llamarse a la década regresiva de los años 90. Para condenar a los demonios sueltos, a lo mejor habrá que descender hasta el infierno, como hicieron los que recopilaron la información de la Conadep para fundar el compromiso de “Nunca Más”, en lugar de mecerse con los bucólicos efluvios de un paraíso que sigue perdido.