Vie 24.10.2003

EL PAíS  › OPINION

Una Corte pensada para el descontrol

› Por Martín Granovsky

Justo ayer, en un seminario organizado por la Auditoría General de la Nación, el jurista Daniel Sabsay dijo que la esencia de la democracia moderna es el control. Fue curioso: entre los paneles convocados por Leandro Despouy, los argentinos del público tuvieron algo de tiempo para cuchichear la gran novedad del día. Después, en el almuerzo, un británico del organismo equivalente a la AGN, Iain Johnston, escuchó detalles de la renuncia de Guillermo López a la Corte Suprema. No quiso meterse. Solo siguió el relato con atención, buscando esa diversión que es típica de los visitantes fugaces cuando vienen para otra cosa pero, como se apasionan por la política, no quieren perder ni un detalle de la película.
Ni el británico ni otros europeos presentes se asombraron por la renuncia en la Corte. Tampoco pusieron el grito en el cielo ante la narración de los últimos procesos de juicio político. En cambio abrieron los ojos bien grandes cuando escucharon cómo Carlos Menem había ampliado el número de miembros de la Corte: de cinco a nueve, en solo unas horas y para producir una mayoría automática que acompañara o encubriera la desregulación salvaje de la economía. Exactamente lo contrario de un proceso de control.
Mientras apuraba una mollejita, Johnston contó cómo hace el organismo inglés para seleccionar a su personal, unas 700 personas encargadas de controlar las cuentas del Estado central y los entes descentralizados.
–No los rechazamos, pero no buscamos especialmente contadores –dijo–. Queremos gente con una excelente formación académica, y sobre todo tipos inteligentes.
–¿Inteligentes?
–Pueden ser matemáticos, musicólogos e historiadores. La clave es que sean capaces de pensar. Y que tengan la voluntad de defender al Estado. Quizás ganen mucho menos que en la actividad privada, pero se ven animados por ese objetivo de servir a los ciudadanos y, además, sienten que su trabajo es más interesante que el de un burócrata de una consultora privada.
La función de un auditor no es la misma que la de un miembro de la Corte Suprema. Las calificaciones que se requieren tampoco son iguales. Aquí un ministro del tribunal supremo debe ser, obviamente, abogado. Pero hay dos puntos en común. El primero es la vocación de control, o de contrapeso y balance en el caso de la Corte. Y el segundo puede definirse por la negativa: si las calificaciones son distintas, las descalificaciones son iguales. O debieron serlo. Debió ser claro que para integrar la Corte se requería inteligencia, idoneidad profesional, capacidad de razonamiento, espíritu crítico y, sobre todo, la voluntad de servir al conjunto de los ciudadanos por encima de los intereses de un sector concentrado de la economía y la política.
Pensado así, Julio Nazareno no calificaba. Eduardo Moliné O’Connor, ahora suspendido por el Congreso en medio del juicio político, tampoco. Y Guillermo López estaba, en ese sentido, al nivel de los otros dos. Queda Adolfo Vázquez, otro integrante de la mayoría automática de Menem. Antonio Boggiano parece dispuesto a dar un giro, y Carlos Fayt anunció ayer a sus colegas que en los primeros meses del año que viene dejará la Corte.
No hay dudas, en cambio, de que Raúl Zaffaroni califica, incluso a pesar de una morosidad previsional que la AFIP tildó de “desprolijidad impositiva” pero no de “evasión”. El valor del proceso de selección pública implementado por el Gobierno no es que producirá jueces “puros” (cruz diablo: alguien podría pensar que un puro es un asceta como Jorge Videla, o como Mohamed Alí Seineldín) sino ministros cada vez mejor calificados para que la única sorpresa sea el contenido exacto de los fallos.
Más que una apuesta a la transparencia sin contenido republicano, la selección abierta es una reivindicación de la política. Reivindica la dosis necesaria de nitidez pero también el componente de voluntad. Es obvio que la Corte se está limpiando por una tremenda presión política.Pero la presión, en este caso, es social. Justo lo contrario de aquella necesidad de descontrol que remató en la Corte adicta de nueve miembros.

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