EL PAíS › OPINION
Justo antes de un fin de semana sin fútbol por luto, se produjo el escándalo en la Bombonera. Un síntoma de un sistema perverso. Violencia por doquier. Desmadre en la cancha, ausencia de autoridad. La creciente violencia en el fútbol, responsables, la falta de respuestas. Una sensibilidad distinta en los hinchas puede habilitar una efímera oportunidad.
› Por Mario Wainfeld
La temática de esta nota impone un par de salvedades previas. La primera, que su autor no es un periodista deportivo ni un investigador: no dispone de información propia sobre muchos aspectos que aborda. Escribe como observador, como analista político y también como espectador apasionado de fútbol. La segunda es que hoy cambiará en parte sus reglas de estilo, usando con más frecuencia que la habitual la primera persona del singular y la del plural. Por ejemplo: soy hincha de River. El “lugar” del emisor siempre debe sincerarse, el periodismo actual sería más serio si se hiciera con asiduidad.
Esto dicho, uno no cree que la agresión a los jugadores de River haya sido un hecho descolgado de un contexto. Puesto en slogan: el ataque no fue obra de un comando de ISIS ni de Al Qaida en la Bombonera poblada por neoyorquinos. Ni siquiera es sincero hablar de un mínimo grupo de inadaptados, recurso al que acuden dirigentes deportivos, políticos, responsables de todo tipo y periodistas para sacarse sayos que le calzan a medida.
Desde ya, la Bombonera fue la sede, pudo serlo cualquier otro estadio.
La violencia brutal es un síntoma congruente con un sistema putrefacto y con una cultura compartida, incluso por muchos hinchas “presentables”. La agresión a los jugadores, lanzada desde la platea un buen rato después, es pariente de la anterior, acaso profesional y sin duda premeditada. No es idéntica, pero sí cómplice en sentido amplio: convalida el ataque, lo celebra, busca añadirle una cuota de sangre.
Aludimos a un sistema, entonces hay que subrayar que las condiciones de víctima y victimario son intercambiables. No son situaciones, si se tolera la comparación, como la violencia institucional o el femicidio. Los jugadores millonarios fueron agredidos el jueves, podrían haberlo sido sus rivales.
Permítase una pequeña profecía: la semejanza se palpará en el repertorio de cánticos de nuestra hinchada en los próximos partidos en el Monumental. La exaltación de la barbarie, las menciones a golpes y muertes probarán que es mucho más lo que se comparte que lo que se difiere. Las gentes de River, todo lo indica aunque sería formidable que no pasara, gritarán lo peor que gritaron los de Boca, lo mismo.
Cada hinchada se declara única, los otros “no existen”. La mirada panorámica corrobora lo opuesto a la letra. Las similitudes priman, la violencia simbólica campea por doquier y su tránsito a la física es un recorrido, ay, no tan ilógico ni largo.
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Compartir no es igualar: La decadencia moral y el crecimiento del riesgo social en el fútbol tiñen al conjunto. La responsabilidad compartida reconoce amplia gradación. Hay muchos implicados, pero no en igual magnitud o proporción.
La fundamental es la de los dirigentes deportivos, los políticos, las fuerzas de seguridad. Una cantidad importante de formadores de opinión que comparten todo con los dueños del juego. En un nivel menor, estima uno, los jugadores.
Los barrabravas son delincuentes, pesados: hacen negocios laterales, prepotean a personas del común. Son profesionales y, por ende, peores.
El hincha raso, cuando está en la cancha, queda más abajo pero en promedio no hace excepción.
La violencia se expande. El clásico del otro día fue precedido de una venta de entradas capciosa, que todos los especialistas denuncian mediada por negocios turbios. El expendio mismo fue turbulento, furioso, despreciativo. Es lo habitual, que pasa a sobrellevarse como sinónimo de normalidad.
Se aceptan desde hace años los partidos sin hinchada visitante. El detrimento a la lógica del espectáculo no redundó en protección contra la criminalidad. Se siguen produciendo choreos, aprietes, ataques patoteros, homicidios.
Los espantosos sucesos de la Bombonera, por ahí queda feo decirlo, no son lo peor que pasó en las últimas décadas. Es único en su especificidad, magnificada por la importancia de la competencia. Tiene un impacto simbólico gigantesco, que habría que transformar en oportunidad, como se dirá más abajo. Pero hagamos una dura contabilidad social o hablemos con los códigos penales en la mano: los asesinatos cotidianos con motivo u ocasión del fútbol son más graves para la sociedad que las lesiones de cuatro o cinco jugadores. El cimbronazo podría ser funcional a los cambios, piensa este escéptico.
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La política en cuestión: El Fútbol para Todos (FPT) palia la privación de la cancha al hincha visitante: es todo un valor, para nada el único. FPT es antes que nada un aporte al patrimonio del ciudadano-consumidor, relevante porque integra un combo de ampliaciones de derechos.
Pero como el oro y el barro saben venir juntos, el FPT construyó una cohabitación entre el gobierno, la AFA y los clubes. O sea, una trama de pactos entre el gobierno que más combatió contra (y más se diferenció de) los poderes fácticos y un sector de éstos, poderoso por donde se lo mire, rapaz e insolidario.
Esa es una clave del problema, no tan diferente en esencia a la que se presentó con(tra) los servicios de inteligencia o los jueces de Comodoro Py. Los lazos con aliados circunstanciales peligrosos no pueden ser eternos. En un punto colisionan con el interés común.
Dicho de otro modo, y creyéndolo: el fútbol no es un cuerpo extraño en la cultura nacional pero es, aquí y ahora, una de sus peores manifestaciones. Cambiarlo conservando sus actuales partes y herramientas pinta imposible y poco serio.
La política democrática es superior al sistema futbolero, en potencial y en valores. En este momento son demasiado tangentes, lo peor contamina.
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El rectángulo de juego: Volvamos al rectángulo de juego. Aconteció un delito, trastrocó toda la organización y previsiones. Son pruebas de fuego para los decisores. La responsabilidad crece de sopetón y se debe decidir en contados minutos. Las reglas de la Conmebol admiten un plazo de espera de alrededor de 45 minutos. Se superó y nadie se atrevía a resolver. El joven árbitro Darío Herrera se escondía a la vista de todos. Los presidentes de los dos clubes, Daniel Angelici y Rodolfo D’Onofrio, que hicieron alarde de convivencia un tiempo atrás en un partido amistoso, fueron incapaces de ponerse de acuerdo en lo básico: suspender el partido imposibilitado por lesiones y quemaduras de varios jugadores y organizar la salida.
El cómico veedor de la Conmebol, Roger Herrera, trazaba pasos de comedia en el césped.
Todos miraban a la espera de algo exterior. Pablo Touzon trata bien ese ángulo en Panamarevista.com. Escribió “El árbitro esperaba la decisión del médico o de la Conmebol, la Conmebol la del árbitro o del médico, los técnicos la de todos ellos antes y los jugadores la de sus técnicos o de sus mismos pares (...) Y todos ayer en la Bombonera fueron peores de lo que podrían haber sido (...) Nadie obliga a nadie a postularse para conducir a otros. Conlleva beneficios, claro está, y una larga cadena de renunciamientos y sacrificios. Hay pocas escenas más tristes de ver que el default personal de aquellos que buscaron de su gente el óleo sagrado”.
Se comparte y se encuadra: es didáctico el desmadre de esas casi tres horas, miradas con estupor por millones de argentinos. Induce a leer que la solución, si todavía la hubiera, está en la política. Debe procurársela y creer que es posible, por difícil o alejada del contexto que parezca. El optimismo de la voluntad es un imperativo en la vida social y ha sido bandera en la Argentina en este siglo... y muchas veces antes.
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Lo nunca visto y los hábitos: Nunca se vieron jugadores con la cara quemada por un atentado en la cancha. En ese trance, uno ratifica que son tipos muy jóvenes. Leo Ponzio o el Cata Díaz, dos veteranos en el juego, serían considerados muy menores para integrar la Corte Suprema o ser ministros. Matías Kranevitter, cuyo pase valdrá una fortuna en un suspiro, es un pibe que estaba dolido y aterrado.
El sentido común expandido critica al equipo de Boca por no haber sido corporalmente solidario con sus colegas gayinas. Se acuerda, claro, pero resaltando que eso les exigiría un cambio cualitativo de actitud. Su praxis es golpearse sin piedad, simular lesiones o infracciones que no padecieron. Los “códigos”, tan celebrados, no siempre rigieron, rememora el hincha ya mayorcito. Antaño, para tipos como Rattin o Artime, el orgullo fincaba en levantarse como si nada, mostrarse indemnes ante las patadas o la fatiga.
Leonel Vangioni, damnificado el jueves, golpeó a mansalva a los bosteros días atrás, en grado de reincidencia. Agustín Orion, a quien se reclama en saco roto un liderazgo positivo, fracturó a un jugador de su edad y le truncó la carrera. El reflejo de la dirigencia fue buscar una sanción menor, que lo dejara en condiciones de llegar al Superclásico en el torneo local. Así fue y no hubo quejas masivas en una sociedad que pide condenas desmedidas o perpetuas para cualquier pibe chorro.
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La inflexión o el clic: De cualquier manera, la Argentina es un país con reacciones formidables. Las víctimas del terrorismo de Estado, cientos de miles, no levantaron la mano contra los represores, cuya identidad fueron conociendo. Demandaron en la calle y en los tribunales, con templanza insigne.
Hay en nuestra saga reciente aconteceres que motivan cambios drásticos, inesperados, superadores. Durante el gobierno de Carlos Menem (que no por aciago deja de ser democrático) el asesinato del conscripto Omar Carrasco motivó la abolición del servicio militar obligatorio.
La tragedia de Cromañón derivó en consecuencias menos tajantes porque el fenómeno es más polifacético. Pero cambiaron las percepciones colectivas, las reglas sobre el espectáculo, la fruición por las bengalas en los show rockeros. Se operó un desenlace institucional sin precedentes conocidos en el mundo: la destitución del jefe de Gobierno de un distrito importantísimo, aliado de un oficialismo nacional fuerte. Una reactividad política inmensa, medida en términos comparativos. Esa es (pongamos “también es”) la cultura política argentina
Ningún ejemplo es idéntico a otro ni al que nos preocupa hoy. Todos describen a una sociedad vivaz y reactiva, sensible a lo que se suele denominar “punto de inflexión” o en jerga coloquial “un clic”.
Tal vez (sólo y nada menos que tal vez) sea éste el caso. Una encuesta de TEA difundida ayer por Página/12 revela que una mayoría aplastante de hinchas de Boca critica a sus jugadores, se avergüenza y admite sanciones muy dolorosas en lo deportivo.
Algo similar registra la mirada costumbrista personal. Un compañero de trabajo, hincha de Independiente él, se quedó pegado a la tele hasta que el plantel de River pudo entrar al vestuario. Debía levantarse temprano, minga de fútbol esa noche, como tantos se identificó con el peligro que vivieron muchachos que portan otros colores en la camiseta.
El sentimiento expandido entre los hinchas, una percepción de hacer tocado un límite extremo, puede tener el rango de una oportunidad.
Aun computando la defección de los boquenses, la conducta de todos los jugadores fue menos sobreactuada y gritona que en cualquier partido, ante un corner mal cobrado o “polémico”. Todos o casi todos percibieron que se había colmado la medida y fueron prudentes. Menos mal, un escándalo en la cancha podría haber contagiado el final que todos temían: la locura desatada en las tribunas o en la salida.
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Hojas de ruta: Se han estudiado y propuestos medidas y mecanismos de acción. De nuevo, quien esto firma se abstiene de opinar porque es muy profano. Pero lo que más falta no son hojas de ruta sino decisión de conducir y hacerse cargo de los costos, que siempre hay. Una hendija de oportunidad, tal vez. Si existiera, será efímera su duración: el circo se comerá todo si se deja pasar.
Las declaraciones de quienes tuvieron niveles de responsabilidad no alientan el optimismo. Cada cual buscó proteger su campito o su pertenencia política.
Como hincha y periodista ya lo dije: Boca no es una excepción en el mundo del fútbol.
Lo mismo ocurre en la más espinosa arena de la política y la seguridad. Aunque el secretario de Seguridad, Sergio Berni, diga lo contrario, no está probada la eficiencia de la Federal. Mayormente es brutal y no cumple su misión, debe estar bajo la lupa tanto como la “vigilancia privada”. Absolverla de antemano es un abuso.
El jefe de Gobierno Mauricio Macri alega demencia y esquiva que Boca es, también, su territorio. Angelici comete la tropelía de poner bajo sospecha a los jugadores de River, que siguen con secuelas preocupantes. Y habla de un complot, que no es imposible, pero que jamás probará.
Sería mejor o imprescindible que todos se miraran (nos miráramos) en el espejo y se preguntaran qué hago yo en esa guerra, así sea en un lugar subalterno. Las responsabilidades son bien diferentes, se repite.
El fracaso, por darle un mote casi eufemístico, amerita ser leído como el de un sistema que está putrefacto. Si el Estado no se hace cargo, si se delega la competencia a la Conmebol (al fin y al cabo, un organismo foráneo) el fondo de la cuestión persistirá y sólo cabrá esperar otras variantes, sorpresivas en el momento pero previsibles en el marco general.
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