EL PAíS • SUBNOTA
› Por Mario Wainfeld
Como amante del fútbol, no como hincha, miré el partido entre Real Madrid y Juventus, por las semifinales de la Champions League. A poco de empezar el referí le regaló un penal al local. Discutible por la parte baja. Para el espectador televisivo, “no fue”. Penal y gol, que le daba la clasificación a un equipo de altísimo nivel, en su cancha. Parecía equivaler a la clasificación, prematura, injusta y garantizada.
Los jugadores de la Juventus, de eso quiero hablar, protestaron un ratito, rodearon al árbitro. Duró poco, se amoldaron y siguieron jugando. No se “sacaron”, no se victimizaron, tomaron la pócima con profesionalidad.
El partido fue difícil, lo empataron y llegaron a la final.
La moraleja deportiva no corresponde y sería falsa, en algún sentido. No “merecieron” el empate, quién sabe en nueve de diez partidos hubieran perdido. Pero se la bancaron y siguieron participando.
Entre los jugadores están Carlos Tevez, crack argentino, y el chileno Antonio Vidal. Imposible privarse de suponer qué hubiera pasado con ellos o con sus equipos en las ligas de sus países.
Lo sabemos los habitués del fútbol argentino. Cunden las protestas, los arrebatos de furia, los reclamos enardecidos contra el árbitro así sea por un tiro libre en mitad de cancha. Los directores técnicos se suman a la sobreactuación, fungen de ombudsman del árbitro o los linesmen.
La crispación es la regla: sube y baja entre la tribuna (o los palcos VIP, ojo al piojo) y el verde césped. Jugadores que fingen golpes, que caen levantando la mano en ademán de tarjeta amarilla. Berretadas que son la sal del espectáculo y que unos cuantos relatores deportivos (no todos, claro) multiplican y avalan. Comparan la mirada humana con cuatro cámaras y escenas repetidas “n” veces. Crucifican jueces y reiteran sus sentencias manoduristas. No es serio, ni justo, ni contribuye a la “fiesta del fútbol” que se pregona.
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Hay una escena cotidiana que me exaspera: la del jugador propio que se hace echar por prepotente o por discutir de más. Gabriel Mercado, un querible jugador de River, se hizo echar en la Copa por pedir con desenfreno un par de minutos de descuento. El partido había terminado, una especie de record. Si eso pasa de local, muchos hinchas alientan u ovacionan al profesional que metió la pata y perjudicó a su club.
Esa mentalidad se inculca. No es genética o, por lo menos, no es incorregible. Los ejemplos de Tevez o Vidal se replican en tantos jugadores argentinos que se adecuan a los marcos del fútbol europeo y por eso triunfan.
Cuando Javier Castrilli era ya un juez conocido, se observaba un acomodamiento similar. Los jugadores controlaban su lengua y sus piernas, sabían que el árbitro era implacable. No es un elogio a Castrilli sino una observación sobre las conductas.
El sistema que se menciona en la nota principal existe, entre un cúmulo de factores, porque los jugadores que cobran fortunas hacen de hinchas y los plateístas insultan y arrojan proyectiles como barrabravas. Eso pensé el martes y corroboré el jueves.
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Una última mención subjetiva, en aras de ser franco y mirarse uno, que de eso se trata. Al terminar el partido pensé que Real Madrid no le puso garra o güevo.
Jugó pasablemente, generó una cantidad generosa de posibilidades de gol, hizo su juego habitual, estuvo a una uña de llegar a los penales. Perdió sin ostentación de guapeza, sin teatralizar. Los traduje como pechos fríos. En el mismo living en que padecí Boca-River.
No hay por qué renegar de la garra o la pasión, supongo. No me sale, por lo pronto. Pero imagino que hay una realimentación perversa entre los protagonistas y el público. La consumimos o generamos todos los domingos.
Da para pensar, creo, si todo tiene que ver con todo y lo de la Boca es un síntoma y no una excepción asombrosa.
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