EL PAíS
› PANORAMA POLITICO
Oposiciones
› Por J. M. Pasquini Durán
El problema de las tarifas de los servicios públicos privatizados colocó a las empresas concesionarias, en primera fila las proveedoras de electricidad y agua, en el rol de opositoras, aunque en evidente soledad, sin respaldos sociales ni políticos. Casi nadie quiere mostrarse en público al lado de la antipática demanda de los aumentos, mientras contrastan con las urgencias insatisfechas de 20 millones de personas en situación de pobreza y centenares de niños condenados por la desnutrición. Sobre todo porque el negocio de las concesionarias sigue siendo rentable, a pesar de la devaluación, y lo será mientras disfruten de mercados cautivos, sin más competencia que sus propias ineficiencias y mezquindades. En caso de ceder a la presión empresaria sin dar pelea, el Gobierno provocaría un fuerte bajón de las expectativas populares que ganó en unos pocos meses de gestión.
Tampoco la Corte Suprema pudo sostenerse como polo opositor a causa del justificado menosprecio de buena parte de la sociedad. Dos miembros del quinteto llamado mayoría automática, Nazareno y López, renunciaron antes de perder la pensión vitalicia por destitución; un tercero, Moliné, arriesgó esa pérdida pero los indicios hacen presumir que fue en vano, y un cuarto, Vázquez, está en las gateras de un juicio político en el Congreso. La aprobación por el Congreso de la nominación del penalista Eugenio Zaffaroni tuvo en contra votos de la minoría residual del Pacto de Olivos, menemistas y radicales, y algunas opiniones mediáticas. Entre éstas, algunas voces de personas con pensamiento habitual volcado al progresismo, que le reprocharon la morosidad en el pago de impuestos y aportes previsionales.
Curiosa crítica que eludió una pregunta anterior y obvia: ¿Por qué una persona de las cualidades de Zaffaroni, igual que muchísimos ciudadanos, cumple a desgano con esas obligaciones? La respuesta también es obvia: porque eran una estafa, ya que el Estado declinó sus obligaciones y se dejó saquear por la corrupción, los ñoquis, la deuda externa y los favoritismos de asociaciones ilícitas. Lo son todavía hoy porque el Estado recién está intentando recuperar la integridad ética y el cumplimiento de las responsabilidades básicas en beneficio de la población, pero los jubilados que no son VIP cobran misérrimas mensualidades que no aumentaron en los últimos quince años y el desempleo sigue esperando la efectiva recuperación del trabajo privado y las obras públicas en el volumen prometido por el actual gobierno.
Existen muchas más evidencias que las citadas para explicar el previsible fracaso de esos dos poderes, el económico de las privatizadas y el institucional de los supremos, en el intento de establecerse como polos de oposición. No lo merecían, pero eso no quiere decir que la oposición honesta y responsable no sea posible, necesaria incluso, en las presentes circunstancias. Sin embargo, en las corrientes políticas que podrían ocupar ese espacio hay más preocupación por las supuestas intenciones hegemónicas del peronismo liderado por Kirchner que por ofrecer una alternativa programática, política, sistémica, creíble, convincente y practicable. Tampoco el oficialismo luce como una referencia evidente en la percepción popular, a tal punto que las víctimas de cualquier tipo de injusticia o de calamidad lo único que piden es que el Presidente se haga presente en el lugar o les conceda una audiencia personal, como si todas las demás instancias del Gobierno y del Estado no existieran.
Los que se preocupan porque hay demasiada poca oposición, quizá deberían considerar que no se nota porque está demasiado fragmentada. El teórico italiano Gianfranco Pasquino destacó que a menudo “la oposición estaría tentada de brindar representación parcelada a todo grupo social que proteste, que esté insatisfecho de la acción del gobierno, o bien se sienta olvidado o abandonado, prescindiendo de la calidad de los interesesa representar [...] Naturalmente, ningún programa coherente podría ser desarrollado por la oposición sobre tales bases” (La oposición en las democracias contemporáneas, ed. Eudeba). La impresionante variedad de candidaturas que aparecieron en el cuarto oscuro de las últimas elecciones es otra muestra de la fragmentación política, tanto de los que apoyan como de los que disienten con el gobierno de Kirchner. La transversalidad que auspicia el Presidente, entre otros propósitos, intenta compactar la dispersión y guiarla en un mismo sentido.
Cuando se habla de oposición, claro está, hay una primera distinción indispensable, entre los que aceptan las reglas de juego de la democracia capitalista y los que las rechazan. A veces, esa diferencia aparece en una misma franja social, tal cual sucede, por ejemplo, en el movimiento obrero. El Movimiento de Trabajadores Desocupados Aníbal Verón, por ejemplo, recordó en estos días en un boletín informativo que su antagonista es “el sistema capitalista [...] Por eso creemos que sólo la lucha nos permite gestar la libertad, romper la opresión y desarrollar o profundizar una conciencia crítica, una conciencia popular de transformación”. No hace falta aclarar que un compromiso semejante excluye cualquier transversalidad que no esté dispuesta a perforar los límites de las democracias occidentales. En estos casos, reconoce Pasquino, el ocaso de la oposición democrática es consecuencia de que “ya no se la distingue más sobre grandes principios, sobre y por las ideologías, no se confronta más sobre las reglas fundantes, el tipo de régimen político, la relación entre Estado y mercado o el alineamiento internacional. Las verdaderas cuestiones divisorias han pasado a ser las que conciernen a la distribución de los recursos económicos”.
Esas coincidencias básicas, que no existieron o duraron muy poco con los gobiernos anteriores de estos veinte años de democracia tal vez sean los motivos para que corrientes progresistas y aun algunas franjas de la izquierda sin partido no alcancen a calmar la preocupación de los que piensan que hay demasiada poca oposición. Aunque si la preocupación central fuera la distribución con justicia social de los recursos económicos, el espacio para la diferencia es más ancho de lo que suponen aquellos que se sienten casi abrumados por los aciertos políticamente correctos en la gestión y en el discurso presidenciales. Sin embargo, esa misma corrección de la propuesta debería obligar a los que se consideran oposición o alternativa a ensanchar el debate con propuestas propias en cada una de las áreas, en lugar de trotar detrás de las decisiones o gestos oficiales con discursos moralizadores o generalidades críticas. Corresponde a la oposición asegurar, de nuevo en cada oportunidad, que las fuerzas de la transformación, incluso las antisistémicas, puedan encontrar una adecuada expresión institucional, utilizando todos los recursos que ofrece la democracia, desde el plebiscito hasta la formación de los llamados “gobierno sombra” que, sin necesidad de integrarse al gabinete oficial pueden acicatearlo desde afuera y desde adentro del Congreso y de los demás niveles del Estado. Como pueden contribuir a las reformas indispensables, del Estado, del sistema político, de la acción social y las políticas culturales. Si la oposición resulta escasa no es por falta de espacio, sino porque todavía no define su propia identidad o porque a veces se conforma con montarse en la grupa de las protestas sociales. Al buen gobierno, una oposición responsable lo puede mejorar y entre ambas partes podrían hacer que valga la pena para todos vivir en democracia.