EL PAíS
› EL ESCRITOR GUILLERMO SACCOMANNO HABLA DE SU NOVELA “LA LENGUA DEL MALON”
“La cultura es para mí un campo de combate”
El autor de “Bajo bandera” reflexiona sobre su último libro, que transcurre en los años ‘50, con el bombardeo a la Plaza de Mayo y la simpatía de Victoria Ocampo por la Revolución Libertadora como escenarios de fondo.
Por Angel Berlanga
Corren días algo adversos, cargados de malas noticias, para la figura de la pobre Victoria Ocampo, afamada y adinerada diva de las letras argentinas, porque a las denuncias cruzadas de afanes y/o desidias entre las fundaciones que se abocan a cuidar su valiosa biblioteca y etcétera, y al “foco ígneo” que “devastó los techos y la mansarda de la casona de la fundadora del Grupo Sur” y “abrió una profunda herida en los espíritus sensibles” (el encomillado es gratitud al editorial conmovedor de La Nación), se agrega lo que sobre ella dice Gómez, el narrador protagónico de La lengua del malón, la última novela de Guillermo Saccomanno. “Así como Flaubert dice ‘madame Bovary soy yo’, digo ‘Gómez soy yo’”, asume el autor de Bajo bandera y El buen dolor, Premio Nacional de Literatura, hombre radicado en Villa Gesell que vuelve regularmente a Buenos Aires para dar un taller literario. Aquí, en su departamento del Bajo, a un rato de bajarse del micro que lo trajo desde la costa, dice: “No me importan tanto los comentarios sobre cómo fue tratado o enfocado tal o cual personaje, o lo ideológico; lo mejor que pueden decirme es ‘la leí de un saque, no la pude largar’. ‘Quedate quieto, te voy a contar un cuento y no te vas a olvidar’: yo creo que a eso apuesta un narrador”.
Gómez cuenta en la novela acerca de lo que vivió durante 1954 y 1955, los años finales del segundo peronismo, y esto implica la superposición de varias historias anónimas, privadas, sobre sucesos históricos como la quema del Jockey Club (otro “foco ígneo”) y el bombardeo de Plaza de Mayo, en el que fueron asesinadas entre trescientas y cuatrocientas personas. Así, este profesor de literatura, traductor, un peronista que no mete debajo de la alfombra las contradicciones del régimen, narra una historia de amor entre su amiga, periodista de izquierda, y la esposa pituca de un capitán de marina que, en secreto, escribió un libro llamado, al igual que la novela de Saccomanno, La lengua del malón: el periplo de una mujer, esposa de un capitán de fortín, que prefiere el cautiverio de un capitanejo indio al de su marido y que, mejor, prefiere cautivar a este representante de la barbarie. Además de contar cómo y qué escribió un personaje del autor, Gómez también relata sus vivencias en esos días, su contradictorio deseo inicial de acercarse al grupo literario Sur y la posterior defenestración de “Esa mujer”, Victoria, una “brutita” de “insolencia pituca”, “consentida y maleducada”, que “compiló la historia según su conveniencia y antojo” y le da “vergüenza ajena”.
Saccomanno explica que en este libro, más allá de la elección de la sexualidad del personaje (Gómez es homosexual y se calienta bastante con peronistas que dale que dale al bombo), también asoma el carácter confesional que nutre a su obra de ficción, y que si por momentos le parece “escrita por otro” es porque leyó muchísima teoría literaria y se propuso contar parte de la historia desde allí, y porque en ella, dice, “confluyen géneros como el melodrama, el folletín, el cine negro, el western”. Saccomanno aclara que no se trata de una novela histórica, porque los personajes históricos no son los protagonistas y “entran de sesgo en el relato”. Saccomanno dice que “todo escritor sueña siempre con configurar un personaje femenino central, y para esta novela, más allá de que varios de mis personajes son mujeres, se me ocurrió trabajar con un narrador que fuera homosexual, una figura de extrema fragilidad y clandestinidad en la época en la que transcurre la historia, en una sociedad que no sólo es homofóbica sino que además cuestiona el placer”.
–Al evocar el relato clandestino escrito en el ‘55 sobre la cautiva, el narrador cuestiona los cimientos preestablecidos de la literatura argentina.
—Es que los cimientos se cuestionan solos: ahí están los textos, los papelones escritos no se pueden ocultar. Obviamente, hay intereses para hacer recortes en la historia y en la literatura. A mí me interesaba trabajar no sólo con lo que podría ser la obra de Borges, sino también con textos que hay a los costados, como un discurso suyo del ‘55 o ‘56, donde celebra a la Libertadora como “revolución amiga”. O con el entusiasmo del Grupo Sur. Están en la vereda de enfrente de lo popular, y no sólo en lo ideológico: hay una práctica que así lo determina. Uno no le puede quitar a Victoria Ocampo los méritos que tuvo en la difusión de la mejor literatura extranjera de ese momento. Pero tampoco se puede ocultar el grado de tilinguería y banalidad que tiene su escritura cuando se la revisa.
–Si la “historia” de la literatura argentina se fue construyendo sobre determinados libros y autores significativos, ¿la existencia de este libro secreto pretende socavar la validez de esos presupuestos?
–Patear reglas de juego. Para escribir esta novela hice un recorrido sobre momentos clave de la literatura argentina. Desde el Facundo y textos fundantes, pasando por Arlt y obviamente Oesterheld, hasta dos novelas fundamentales: La revolución es un sueño eterno, de Andrés Rivera, y Una sombra donde yace Camila O’Gorman, de Enrique Molina. Si el Facundo es un ensayo pero se puede leer de modo narrativo, ¿por qué no leer otros textos que parecen ensayos, como los de Radiografía de la pampa, como novelas? ¿Por qué no leer crónicas como novelas? En un recorrido por el imaginario patagónico queda a la vista que el género que impera es la crónica. Quería operar con el cruce de géneros, y siempre me interesaron esos textos no canónicos que están al borde: creo que en nuestra historia hay narración en todas partes. Y también me interesó trabajar con materiales espurios, como la autobiografía del almirante Rojas, para leerlos en clave con los testimonios de Victoria Ocampo y ver cómo se complementan. En las memorias de Rojas hay una foto con Borges: eso dice algo, y más allá de su discurso, Borges está reivindicando algo. Esa foto indica una coherencia entre práctica y escritura. Por otro lado también hay una tradición de textos, como la historia de la marina y muchas crónicas de la conquista del desierto, que cuentan como una épica lo que fueron genocidios. Estoy hablando de literatura; en la novela reproduzco casi textualmente la crónica de Rojas del bombardeo: él data 156 muertos, y se dice que fueron como 400. Para ese día se había anunciado un desfile aéreo. La ficción da cuenta de nuestra historia y sus contradicciones, a veces, mucho mejor que los textos políticos o los ensayos.
–Más allá de las confrontaciones histórico-literarias, usted enfatiza, desde ese comienzo que alude al Martín Fierro, sobre “contar”, atrapar al lector.
–Al incorporar eso digo: “quiero que esta novela se lea desde acá”. Había pensado en empezar con epígrafes, que te hacen quedar fino, y en un momento dije: “Al carajo; esto empieza cuando el profesor Gómez dice ‘aquí me pongo a contar’”. Funciona como una declaración de principios: me paro en la narración. Lo que más me importaba era contar una buena historia. El período que tomo está lleno de relatos, acontecimientos, sucesos; hay épica, derrota, coraje, humillación, componentes muy ricos para ser aprovechados desde la literatura. Por otro lado, y cito una idea de Edward Said, la cultura es un campo de combate. No es un parnaso idílico con angelitos que tocan el arpa. Los libros se combaten con otros libros. Muchos discursos son ninguneados y tapados por otros, muchas veces académicos, o cipayos, dependientes de discursos que provienen de países centrales, que se instrumentan para hacer rescates parciales de determinados géneros: cuando veo, ahora, cómo se analiza la gauchesca desde algunos estudios académicos, noto cierta liviandad ideológica. En la universidad del ‘73 nosotros pretendíamos estudiar el folletín, la novela popular, el tango: mi generación intentaba hacer una operación política con el rescate de esos géneros. Bastante distinto a los ‘80 y los ‘90, donde predominaron los discursos mantenidos por la cosa fashion, los lenguajes de vanguardia: fueron años de vaciamiento ideológico y político.
–¿Es real la reunión conspirativa previa al bombardeo en la casa de Victoria Ocampo?
–No importa si ocurrió en realidad; si uno busca testimonios es posible que ese encuentro se pueda probar. O una simpatía tan o más ferviente que la de esa reunión. Se me puede criticar la invención en la novela de situaciones, o el empleo de la intertextualidad, o determinado enfoque, pero hay algo que no se puede ocultar: la simpatía del Grupo Sur por la Revolución fusiladora, y la cantidad de muertos. El pensamiento liberal recuerda la quema del Jockey Club y la pérdida de dos cuadros de Goya, pero nadie se acuerda de que eso tiene un episodio anterior inmediato: una bomba durante un acto-manifestación de la CGT, en el que hubo cientos de heridos y murieron siete u ocho obreros. Y en el ‘55 ocurre exactamente lo mismo: se recuerda la quema de las iglesias, y no el bombardeo. Félix Luna, al respecto, dice algo muy agudo: “Las iglesias quemadas permanecen más tiempo a la vista”. Es cierto: a los muertos se los esconde rápido.