EL PAíS › OPINIóN
› Por Washington Uranga
La democracia adquiere su verdadero sentido cuando está orientada a la ampliación de las condiciones de igualdad entre los ciudadanos. Esto supone también que es imposible no atender a la conflictividad social como parte esencial de la misma democracia y como un componente primordial para la mejora de la calidad democrática. En este marco, la política, como el arte de gestionar intereses y necesidades de las mayorías, es una acción transformadora en contra de la opresión y la desigualdad. En consecuencia, la democracia no puede reducirse apenas a un conjunto de procedimientos para la administración de los conflictos en favor de uno y otro grupo o sector. Sería un error pensar que una elección en democracia consiste meramente en elegir al sector o el grupo que va administrar el Estado y a establecer reglas que favorezcan los intereses personales del votante o del conglomerado al que dice pertenecer. De la misma manera es irreal sostener que existe en la ciudadanía tal grado de educación democrática como para afirmar que quienes emiten el voto lo hacen pensando más allá de los intereses personales, de su clase o de su grupo de pertenencia.
Vale la pena también decir que, siendo imperfecta, la democracia es el mejor sistema que hasta el momento conocemos para administrar nuestra convivencia en sociedad. Siempre y cuando no se pierda de vista que lo que da sentido al sistema es el cuidado de las personas, de su calidad de vida y la igualdad –en todos los niveles, comenzando por las oportunidades– entre los ciudadanos.
No menos importante es que las decisiones adoptadas libremente por los ciudadanos son incuestionables y respetables en todos sus alcances y con todas las consecuencias que las mismas tienen.
¿A qué vienen todas estas consideraciones a propósito de la segunda vuelta en la elección porteña?
El resultado de ayer no arrojó grandes novedades respecto de lo ya conocido. Por la consagración del ganador –así sea por escaso margen– pero también porque la orientación política de los porteños quedó definida en la primera vuelta al seleccionar a dos fuerzas políticas y dos candidatos que entre sí no tienen mayores diferencias.
Sí se puede decir que los porteños no sólo eligieron una fuerza política, sino que optaron por una forma de concebir la democracia, acaso la más restrictiva: aquella que entiende que para gobernar se debe elegir a quienes mejor preservan los intereses (¿los privilegios?) de una clase o sector de clase. Es la mirada opuesta a una perspectiva emancipatoria de la democracia que apunta a generar condiciones para la mayor igualdad entre los ciudadanos.
En contra de este argumento puede decirse que nadie elige y vota en contra de sus intereses. Es cierto. Pero también es verdad que los intereses no están únicamente ligados a los beneficios personales, porque mayor igualdad es también mejores condiciones de convivencia, posibilidades de mejoras colectivas, crecimiento para todos y no solo para algunos. No es la única manera de entenderlo, pero sí la que han elegido mayoritariamente los argentinos y parte de los latinoamericanos en los últimos tiempos. Porque la democracia, vista de una lógica igualitaria, está en las antípodas de las razones del mercado y la competencia, principales argumentos (explícitos o no) de la agrupación triunfante en la capital.
Lo dicho vale también para otras partes del país y para la elección nacional que se avecina. Y pone sobre la mesa, por una parte, la necesidad de que los debates electorales incluyan también (¿prioritariamente?) la cuestión misma de la democracia y su sentido. Y por otro el desafío político inevitable de procesos de educación ciudadana, en todos los niveles y en todos los circuitos, donde aquello se discuta y se construya colectivamente.
De lo que se trata es de poner la discusión política y el sentido de la política, siempre con el hombre en el centro, en las prioridades de la acción de los dirigentes.
Por supuesto que lo anterior supone también ensanchar los espacios de participación y de toma de decisiones. La política no puede quedar reducida a los procedimientos y controlada por los políticos profesionales. El avance de la democracia hacia la ampliación de derechos tiene que estar claramente vinculado con la ampliación de los espacios de participación para la toma de decisiones.
Seguramente el hecho de que por tercera vez consecutiva el PRO haya logrado imponerse en Buenos Aires y que ECO sea casi un espejo de aquel, tiene que abrir una etapa de reflexión y autocrítica en el resto de las fuerzas políticas, se autodenominen de izquierda o progresistas. Sobre todo cuando los que ganan lo hacen también con los votos de los sectores más desfavorecidos y pobres de la población.
Algo está fallando en la metodología política (no es este periodista quien está en condiciones de hacer un diagnóstico), pero sobre todos en las tareas de educación ciudadana (que también les competen) de los partidos y agrupaciones que no logran convocar el apoyo ciudadano mayoritario en las urnas. Sólo a modo de hipótesis: ¿será que las fuerzas políticas hoy de oposición en la capital están poniendo demasiados esfuerzos en atender a los procedimientos de la democracia mientras desestiman otros frentes tan importantes como pueden ser la construcción de sentido político en el territorio y la educación ciudadana en la participación? Porque si bien es cierto que la votación porteña es también la manifestación mayoritaria de los capitalinos en favor de un modelo de país y una forma de democracia, se debe considerar igualmente que hay un sector importante de la población de Buenos Aires que seguramente no verá representados sus intereses y necesidades con la continuidad del macrismo. Para generar más adhesión en estos sectores desde la oposición habrá que tomar en cuenta que una democracia emancipatoria se construye sobre la base de la conciencia de la dignidad y de los derechos que le asisten a las personas y que a este resultado se arriba con educación política y participación en la vida cotidiana de la comunidad.
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