EL PAíS
› PANORAMA POLITICO
Cirugías
› Por J. M. Pasquini Durán
Aunque parezcan repetitivas y, encima, deprimentes, conviene reiterar algunos datos del cuadro social general para no perder el norte en la agenda nacional, sobre todo cuando las historias del delito, en primer lugar los secuestros extorsivos, han cubierto casi toda la atención pública, antes que nada en los sumarios cotidianos de los medios de difusión masiva. Hace un par de meses, la imagen de los niños desnutridos de Tucumán encogía el corazón de las audiencias, hasta que de pronto desaparecieron de las pantallas, ocupadas ahora por las experiencias del delito y de la ineficacia, cuando no complicidad, de las fuerzas de seguridad que tienen el encargo de proteger a los ciudadanos. Es natural que la preocupación atraviese a la sociedad desde arriba hasta abajo, dados el aumento de la criminalidad y la escasa confianza en los responsables de la seguridad. Sin embargo, en este rubro, como en casi todos los que hacen al desarrollo social, las respuestas parciales, aisladas del contexto económico, político y cultural, tendrán efectos limitados y temporales.
Ya se sabe: “mal de muchos, consuelo de tontos”, de manera que poco vale traer a cuento las estadísticas de secuestros en otras naciones de América latina, salvo para ubicar la cuestión en sus verdaderas dimensiones. Por ahora, exageran los que comparan la situación nacional con la de Colombia, donde se registraron el año pasado 2896 secuestros (contra 165 en Argentina) y allí las mutilaciones llegan al asesinato por sustracción de órganos, algunos por encargo previo, que son vendidos en el mercado negro internacional. Es decir, Argentina no es Colombia, pero si no hay reacciones adecuadas en los poderes de decisión podría llegar hasta las profundidades de esos horrores. Bien hecho por los ciudadanos que volvieron a sacar las cacerolas para hacer oír las demandas de seguridad y de justicia, o por la adecuada comunicación del padre de Pablo Belluscio que, en carta abierta, exhortó a las autoridades y a la ciudadanía a no resignarse, ni siquiera si el secuestrado aparece con vida a cambio de un rescate: “[...] no es verdad que debemos los padres y madres de esta Nación remunerar a los mutiladores de nuestros hijos”, afirmó, haciendo de su dolor familiar una lección válida para el conjunto social.
Mientras tanto, otros dramas que tampoco tienen soluciones fáciles ni rápidas socavan las chances de mejorar con urgencia la vida de las mayorías. El número de indigentes, según estimaciones extraoficiales, aumentó en 200 mil personas, superando el total de dos millones. Los pobres son casi el 60 por ciento de la población y sólo un tercio de ellos recibe subsidios mensuales, aparte de la solidaridad pública y privada a través de comedores populares y otras formas de asistencia. En los últimos días se supo que productos de la canasta básica han alzado sus precios, durante el último año, hasta poco más del 80 por ciento en algunos casos, lo que afecta también a los trabajadores con empleo debido a que sus salarios están congelados en niveles insuficientes. En el coloquio anual de IDEA (Instituto para el Desarrollo Empresarial Argentino), la encuesta de expectativas de corto plazo entre 210 asistentes tuvo respuestas positivas sobre la evolución de los negocios pero, como lo informó ayer este diario, “el 72 por ciento de los encuestados respondió que no está previendo incorporar personal en los próximos seis meses”. Las previsiones oficiales no son tan generosas como para compensar esta restricción privada y las dimensiones de las empresas autogestionadas, de las cooperativas establecidas o por formarse y la capacidad de reactivación de las pymes, tampoco alcanzan a ofrecer nuevos empleos en cantidad suficiente para modificar de modo categórico los actuales valores de la desocupación. Es la suma de los problemas citados, que ni siquiera agotan el catálogo de las urgencias nacionales, la que revuelve y tensiona las relaciones políticas en el oficialismo peronista, con epicentro en la provincia de Buenos Aires porque allí se manifiestan con más crudeza los espasmos de la delincuencia, el hambre, la marginación y el desempleo. La demanda se hace ahí más imperativa y las exigencias a los funcionarios de su gobierno son de alto estándar, por lo que se pone en evidencia con rapidez la ineptitud, la desidia o la apatía para hacerse cargo de la situación. Ha llegado la hora de cirugía mayor y los enfermeros o curanderos deberían hacerse a un lado. Cirugía mayor quiere decir respuestas drásticas a las cuestiones que perturban a la sociedad.
Si una manzana podrida es detectada en un cajón institucional, por ejemplo en la policía, deberían separar al cajón entero, aun a riesgo de castigar a los menos culpables. Inocentes no hay, sea por comisión o por omisión, puesto que ningún comisario se enriquece sin que los subalternos lo noten. Eso es complicidad por omisión y la sanción debe alcanzar a todos, aunque sea para alentar a los que tienen vocación de servicio verdadera o necesidad del trabajo, a denunciar el latrocinio, la corrupción o la impunidad, en contra de las falsas lealtades corporativas. En el caso bonaerense, la descentralización del control de gestión de las fuerzas de seguridad también es un requisito que parece ineludible.
Que sean las autoridades comunales y una comisión de vecinos con facultades auditoras, las que deberían controlar y juzgar la obra de las comisarías, además de planificar en conjunto los mapas de la seguridad. Mientras más centralizada y vertical sea la conducción, mayores serán las probabilidades de perder el riguroso control que hace falta en estos tiempos. Esas medidas, y otras que sean pertinentes, permitirían avanzar con paso rápido hacia la renovación del cuadro policial. Cazar comisarios de a uno por vez a la corta o a larga resulta poco efectivo porque los que lo sucedan ya fueron cómplices de alguna manera y lo probable es que aprovechen la oportunidad para hacerse de los beneficios que recibía el antecesor. Que la honestidad tenga recompensa material, aparte de la satisfacción moral, es legítimo desde el momento que lo que está en juego es el patrimonio colectivo, saqueado por la avaricia de los corruptos.
En el campo económico-social ocurre otro tanto. El castigo de los sinvergüenzas en la administración pública debería alcanzar a los que cometieron el delito y a los que en su entorno callaron ante el despojo. El presidente Kirchner aseguró hace dos días que el cuerpo del Estado está tan enfermo que allí donde aprieta salta pus. Parece obvio que ninguna medicación gradual puede recuperar la salud perdida y más bien reclama la aplicación de quimioterapia severa, que aniquile las células enfermas aun a riesgo de que la necrosis afecte células sanas. Las aplicaciones drásticas son válidas incluso para invertir la distribución de los ingresos nacionales a fin de darle un contenido coherente con la equidad y la justicia que haga real la igualdad de oportunidades para todos. El instrumento apto es el sistema tributario, que tendría que ser ordenado para que paguen más los que más tienen. De verdad, sin la hipocresía del gobierno de la Alianza que incluyó en esa categoría a los sueldos de mil pesos mensuales, mientras las transacciones financieras millonarias suceden sin pagar los impuestos que les aplicarían en cualquier país civilizado de Occidente.
La cultura de la producción y la del trabajo están quebradas y, para recomponerlas, el Gobierno debería modificar el sistema de premios y castigos para que la recuperación de esos valores tenga algún sentido práctico, aparte de las incitaciones discursivas. El Presidente tiene los medios y, según dice, la convicción para dar vuelta la tortilla. Puede apelar al referendo, el plebiscito o cualquier otra forma de consulta popular para crear la ocasión que permita a los ciudadanos darle la ayuda que reclama y para que la democracia adquiera nuevos contenidos de participación. Salvo los que se calzan la visera de sus dogmas cerrados para mirar la realidad, nadie ignora que la democracia tiene una metodología gradualista, pero eso no quiere decir que para pasar de un grado al siguiente haya que esperar una o más generaciones.