Lun 10.08.2015

EL PAíS  › OPINIóN

La memoria

› Por Sandra Russo

En las elecciones legislativas de hace dos años, a Mauricio Macri le salió un grano llamado Sergio Massa. Hasta entonces, con el radicalismo todavía desarmado tras la debacle de la Alianza, Macri parecía el destinatario exclusivo de los votos opositores de cara a la presidencial. Pero la irrupción de Massa, una figura combinada entre el peronismo residual y la antipolítica que en los últimos afiches lo mostró muy parecido al mexicano Enrique Peña Nieto, fue una amenaza al “cambio” propuesto por el PRO. Y así llegaron hasta ayer. Uno proponiendo “cambio” a secas, y el otro proponiendo “el cambio justo” en el último tramo.

Este año, en las PASO de la ciudad de Buenos Aires, a Macri le salió un herpes llamado Martín Lousteau. Tanto en un caso como en el otro, Massa y Lousteau dejaron en evidencia que la oposición al kirchnerismo no ha encontrado una síntesis, probablemente porque su propia dinámica antipolítica le impide discutir precisamente las cuestiones de fondo que, de haberse consensuado en una sola opción, hubiesen podido darle chance. Y también, que lo que el PRO consideró ya patentado, el surgimiento de un partido “moderno”, es una carta que pueden jugar otros, y con éxito.

Sin embargo, desde las últimas elecciones legislativas a estas PASO nacionales, algo cambió entre los proponedores del “cambio” o del “cambio justo”. En eso, hay que admitir que Massa primereó a Macri en entender que había cuestiones en las que el electorado no querría saber nada con “cambiar”. Para esos sectores a los que rápidamente Massa dejó de entusiasmar, y que quizá en este último mes se hayan reentusiasmado, “cambiar” podía significar simplemente “perder” algunos derechos que no son accesorios: definen a esta sociedad. Y del PRO, qué decir incluso ante el giro de discurso que Macri se obstina en negar, como si se dirigiera a estúpidos. Hace poco se vio un video en el que el asesor económico de Macri, Carlos Melconian, hablaba de los dos millones y medio de jubilaciones destinadas actualmente “a gente que nunca pagó”: lo usó como un ejemplo de gasto público innecesario.

A juzgar no por las encuestas sino por los giros de los discursos y propuestas tanto de Massa como de Macri, reconocedores súbitos de “las cosas que andan bien”, la oposición debía hacer germinar su semilla en una tierra que ya no era caldo de cultivo de pura irritación, como en las legislativas, sino en un complejo tejido de satisfacciones e insatisfacciones que había que equilibrar. Lo problemático eran las satisfacciones, lo logrado y lo obtenido, la pasada en limpio de todo lo que mucha gente que no es ni militante ni partidaria del Frente para la Victoria no se resigna a perder. En ese sentido, una elección legislativa es una posibilidad de expresión de descontento, pero una elección nacional obliga a evaluar ese descontento por tantas cosas que todavía no se han hecho, con la posibilidad de perder en el camino los derechos adquiridos, que aunque se denuncien como “clientelares” no lo son, y la prueba son los millones de beneficiarios de cualquier signo político que temen ser desempoderados de esos derechos.

En ese sentido, los ’90 y la crisis de 2001 emergieron de la memoria histórica, y hubiese sido extraño que eso no sucediera, aun en la neblina intelectual que brota de los medios de comunicación, aun en medio de operaciones de alto voltaje, aun entre árboles que no dejan ver el bosque. Mucha gente vio el bosque. El bosque es su propia vida, sus fotos, sus biografías, sus quiebres, sus dolores. El bosque es el recuerdo de aquel tramo de esas vidas, propias o familiares: esa crisis que decapitó millones de puestos de trabajo y culminó confiscando los ahorros de la clase media no fue una anécdota. Su fiereza terminó con muchas vidas, malogró otras, torció destinos, expulsó a dos generaciones al exilio económico, hizo desaparecer la industria nacional, borró oportunidades a granel. Incluso en cuestiones que se deberán resolver, como la inflación, esa memoria histórica refleja también el hecho de que la total eliminación de la inflación acá se llamó convertibilidad, y fue la causa madre del estallido de 2001.

Los giros de discurso de Macri y Massa en relación al rol del Estado dejaron entrever lo difícil y lo sobreactuado del reacomodamiento programático de última hora. Y para dar un ejemplo, ése es el que sintetiza a todos: los dos modelos en pugna tienen perspectivas opuestas sobre el rol del Estado, sobre cuyo poder de regulación se pueden tener distintas perspectivas. Pero en este país no hace falta saber ciencia política para entender que hay un modelo que pivotea centralmente sobre eso, y hay otro que lo quiere volver a achicar, aunque no lo diga o diga lo contrario o esquive el bulto con anécdotas familiares o frases memorizadas.

Los consultores extranjeros opinan que a la gente se le puede decir cualquier cosa, total es tonta. Esos consultores creen que la memoria histórica es un invento de las izquierdas, un “relato”, algo complicado, muy aburrido para las mayorías. El pulso con el que se llegó a las PASO indica que no, que esa memoria existe, y que es en función de esa memoria todavía dolorida por las mismas políticas que tienen ellos entre manos, que deben ofrecer opciones un poco más elaboradas y creíbles que las que han sido capaces de generar hasta ahora.

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