EL PAíS
› PANORAMA POLITICO
Ponderaciones
› Por J. M. Pasquini Durán
Son muchos y variados los problemas políticos centrales que debe confrontar el presidente Néstor Kirchner, algunos casi a diario. Tuvo uno de origen que ya lo superó y era la imagen del candidato que había sido elegido por el 16 por ciento del padrón (22 por ciento de los votos) y por lo tanto carecía de la representación indispensable para ser el jefe de Estado en un sistema republicano. Aplicó audacia, energía y algunas iniciativas que hacían turno desde hacía tiempo en el pensamiento o en el sentir de franjas de la sociedad, cuya influencia cultural es mayor que su número porque son las que modelan esa construcción abstracta que se llama opinión pública. No hay tal, por supuesto, debido a que un desocupado piquetero y el presidente de Boca, para dar una referencia, miran la misma realidad pero la ven diferente. Estas diferencias son las que forman bolsones de opinión, pero que nunca terminan por ser una y la misma. Por eso, aun entre los simpatizantes actuales del Presidente, hay diferentes opiniones acerca de las cuestiones prioritarias: para unos es el empleo y el hambre, para otros la seguridad, la educación, la salud, la justicia, la corrupción y la impunidad, la reorganización del Estado, o todas juntas debido a la dificultad de parcelar las obligaciones que emergen del propósito declarado por Kirchner de cambiar la cultura vigente, heredada de un cuarto de siglo de predominio conservador neoliberal, para regresar a la de la producción y el trabajo, quebradas por esa hegemonía anterior.
Es difícil compartir la idea de algunos núcleos del oficialismo que ubican al conflicto con la policía bonaerense en el primer lugar de la preocupación presidencial, por encima de todas las cuestiones citadas más arriba. Hoy en día, después de la brutal represión contra una manifestación de subsidiados por programas asistenciales, los neuquinos deben pensar que su policía provincial es tan maldita como la bonaerense. Aunque se ha repetido hasta el cansancio, hay que volver al concepto básico: sin cobertura de las autoridades políticas, la corrupción de la bonaerense no hubiera empapado a porciones tan significativas como las que aparecen, y las que uno imagina al proyectar las partes del iceberg que aún están sumergidas. Intendentes, legisladores y punteros políticos, en número todavía sin precisar, están implicados en los ilícitos, ya sea porque recibían beneficios directos o porque miraban para otro lado. Esto sí es un dolor de cabeza para quien dirige el Estado, en todos sus niveles, porque es lo mismo que tener una casa con los cimientos de barro.
Es costumbre identificar al ex presidente Eduardo Duhalde como el padrino, jefe o tutor de todo lo que importa en el justicialismo bonaerense, que ha sustituido a los sindicatos como columna vertebral del peronismo nacional. Esa imagen tiene origen real en la historia reciente y el mismo Duhalde, más de una vez, alardeó del aparato que lo secundaba. Sin embargo, nadie podría mantener la plenitud de esa posición si no conserva, al mismo tiempo, la capacidad de influir o decidir sobre los asuntos públicos que interesan a ese mismo aparato. Es obvio que esa capacidad del “jefe” está menguada, dado el exasperado sentido de autoridad de Kirchner y de las necesidades del gobernador Felipe Solá de manejarse sin titiritero. Por otra parte, habría que saber si al propio Duhalde le interesa tanto como antes operar en la política grande como “lobbista” de sus subordinados comprovincianos. No hay duda que, en mayo pasado, cedió la Presidencia de la Nación con méritos que antes no se le reconocían o no los había ganado y que lo espera la posibilidad de ser uno de los arquitectos de un remozado Mercosur, en un momento muy especial en la integración regional, con el proyecto norteamericano de ALCA amenazando a toda la región. Hay un momento en la vida de casi todos los que han acumulado un cierto nivel económico en el que requieren, además, prestigio legítimo, sin tener que comprar diplomas o condecoraciones si no se las merecen. Para decirlo en sencillo: ¿cuántos intendentes entregarían su renuncia si Duhalde se las pidiera? Es probable que ni siquiera intente el test de demostración, pero da la sensación que al menos una porción del viejo aparato, que nadie ha identificado con precisión, está abandonando la obediencia debida, porque nunca compartieron la elección de Kirchner pero sobre todo porque los negocios están en riesgo debido a la obsesión presidencial de adecentar el Estado para consolidar sus apoyos populares. No podrá dar nuevos empleos en cantidad ni aumentar los salarios en montos impactantes, pero al menos impedirá que los saqueos de la corrupción sigan perjudicando a los votantes. Hay demasiados funcionarios, electos o no, que no se resignan a vivir de sueldos oficiales, después de tantos años, décadas inclusive, de riquezas rápidas y fáciles.
Dados los tamaños del territorio y de la población, también de su importancia en la economía y de la flagrante desigualdad social por la distribución inequitativa de los ingresos, casi todo lo que sucede en Buenos Aires repercute en el sistema nervioso central. Allí reside el mayor número de desempleados, muchos de ellos organizados en el movimiento piquetero, un mosaico complejo que se divide por las diferentes percepciones de la realidad y la política de sus núcleos dirigentes. La izquierda radicalizada hizo varios nidos propios, divididos en múltiples grupos según el hábito de esas tendencias a ensimismarse en sus propios pensamientos, pero no son los únicos que operan de un modo u otro en el interior del movimiento, que se ha extendido a varias provincias, en la medida en que la pobreza y el desempleo no es un fenómeno bonaerense o porteño exclusivos.
Para los que tienen que circular por el ámbito metropolitano, la presencia callejera de algún piquete, a veces un puñado de personas, se ha convertido en un fastidio, por más que digan que entienden las causas de esas movilizaciones. Por cierto, la mayoría está justificada en la protesta, pero también hay que reconocer que no faltan las oportunidades en las que la interrupción del tránsito tiene más intención de provocar que de reivindicar, algunos con la pretensión, como dicen, de desnudar la esencia burguesa, capitalista explotadora y represiva del Gobierno. Ninguno de ellos, claro está, renuncia a los subsidios que les proporciona ese mismo gobierno, puesto que consideran que son propinas comparadas con las ganancias multimillonarias de ciertas corporaciones empresarias, también burguesas, capitalistas explotadoras.
El Presidente en persona y sus colaboradores directos han optado por el diálogo cara a cara con los representantes de las mayores fracciones del movimiento, aunque de sus interlocutores sólo una parte está dispuesta a aprovechar la oportunidad para abrir iniciativas que permitan a sus bases nuevas oportunidades de pasar del subsidio al salario ganado con el propio esfuerzo, ya sean en planes de vivienda, cooperativas de trabajo y otras propuestas que tiendan a mejorar la calidad de vida de los que fueron “excluidos” por las políticas conservadoras del neoliberalismo. Para evitar la “molestia” de los piquetes, por supuesto, habría que ofrecerles empleos estables, pero la reactivación económica que pueda contratar mano de obra en números importantes todavía no está al alcance de la economía nacional. De manera que sería bueno, útil y solidario que las clases medias, en particular los fastidiados, comprendan de verdad que esta situación es la consecuencia directa de la llamada “modernización” del país que se realizó durante buena parte de estas dos décadas de democracia. O sea de la misma época en que muchos, incluso algunos que hoy son piqueteros, aplaudían la convertibilidad, la privatización de la economía y la desarticulación del Estado.
De ahí que si bien la seguridad, y en primer lugar la bonaerense, sea una cuestión de Estado, el número de víctimas reales o potenciales que merecen asistencia son millones de personas y sería bueno que el Presidente no caiga en la tentación de convertir ese esfuerzo en un pleito interno de su partido, con amenazas y cruces telefónicos vergonzosos, y se ubique a la altura de su investidura para tener a la vista el paisaje completo. Entre las virtudes de los estadistas, dicen los que saben, debe figurar la comprensión de que algunas victorias rápidas son tentadoras pero absorben todas las energías que necesita emplear en muchos sitios al mismo tiempo. Por otra parte, hasta que la sociedad no esté movilizada en pleno, ya comenzó aunque todavía no en cantidad suficiente, contra los malvivientes, el asunto no lo resuelve ni Elliot Ness con sus “intocables”.