EL PAíS › OPINIóN
› Por Horacio González *
Acudo al título de un gran libro de Daniel James (cuyo tema es una cuestión específica de los años sesenta en nuestro país) para tratar el magnífico dilema que nos ocupa, que tiene varios planos. Es obvio que si hoy decimos “resistencia” ante el nuevo gobierno, lo que parece una afirmación altiva, en vez de reafirmarnos, puede debilitar. Sin duda que entre las tantas de las características que habrá que seguir analizando de estos nuevos gobernantes encontramos un rostro poco más que ligeramente agresivo y de restitución cínica de jerarquías, con actos de despotismo encubiertos de majaderías jurídicas irreales, a fin de producir, como decía Maquiavelo en su “Discurso sobre la década de Tito Livio”, el olvido sistemático de los hechos del dignatario anterior.
El sentido de la resistencia frente a esos actos es necesario, pues el ideal resistente es el sello último de la vida política de todos los tiempos. No hay política sin resistencia, y no como mero efecto de la implantación de un poder, sino como parte sustancial del propio poder. Nada ejerce una fuerza decisional si no genera al mismo tiempo, lo sepa o no, su rastro adversativo. “Donde hay poder hay resistencia”, es una frase sustancial pero que no deja distinguir uno y otra como mutuamente exteriores. Esta frase, tan interesante como se quiera, elimina la exterioridad necesaria bajo la cual se realiza toda acción; ella siempre se dirige hacia lo que no le es propio, pues para ejercerse debe dejar de lado lo otro del otro, al que no obstante comprende en su diferencia.
A pesar de su notoria dificultad actual, la resistencia es un calificativo que tuvo una objetividad histórica realizadora en todos los tiempos. Sólo en el siglo XX, los maquis franceses, las huestes del recordado Cooke en la Argentina o la no violencia como gran fórmula gandhiana frente al gran Imperio. Pero la resistencia a la que nos referimos no es ésa. Que de apropiárnosla literalmente pecaría de ser víctima de un tiempo circular, en tanto mala repetición del pasado, incapaz de distinguir singularidades históricas tan obvias como diferenciadoras. El nuevo gobierno ganó una elección, por lo tanto, lo que corresponde es mantener la lógica ineludible de la oposición. Ni siquiera obstruccionismo: oposición, propia de quienes no concordamos con esta mezcla en curso de amabilidades, condescendencias y amenazas, so capa constitucional. Constitución interpretada por sus “técnicos” a la manera de someros peritajes cómplices ante un derrumbe o un incendio intencional. Oposición, de parte nuestra, ni siquiera obligatoria. Pues el a-priori opositor debe ser confirmado caso por caso. Con ello ponemos a prueba el constitucionalismo con el que se llenaron la boca, pues los nuevos gobernantes no son ahora –como se aprecia ya muy claramente– siquiera mínimamente consecuentes con ese republicanismo de codiciosos, infieles con su propia glotonería.
¿Pero eso solo somos? Es evidente que ese concepto opositor tiene un sesgo sistémico afable pero un tanto anacrónico. Principalmente, porque hay que examinar las continuidades e invariantes que hay en la sociedad argentina desde hace por lo menos cuarenta años, o aún más. Pero, pongamos, desde la época del llamado “menemismo”. Las tecnologías de gobierno de carácter neoliberal (esto es, liberalismo clásico teórica y prácticamente disminuido, la acentuación neurótica de la lógica reproductiva del capitalismo, y distintas adaptaciones oportunistas del sintagma republicano destinado a vergonzantes recauchutajes) más el pobre institucionalismo que surge de la república sojera, atraviesa todos los gobiernos, con la particularidad diferencial del conflicto del 2008, pleno de enseñanzas hasta hoy. El ideal de “gobierno de técnicos” por vez primera sale a luz como utopía regresiva, con todas sus luces, pero se hallaba embutido de múltiples maneras en los gobiernos anteriores (es evidente el “factor Barañao”).
Con esto queremos decir que las bondades o los signos atractivos de una gobernabilidad se obtienen no cuando miramos las inevitables continuidades, sino por lo que podríamos denominar la capacidad política de cese de algunas de esas continuidades, el amortiguamiento de otras y el surgimiento de algunas templanzas novedosas. El kirchnerismo tuvo algo y mucho de todo eso, su balance (y autocrítica) debe tener entonces varias facetas: la crítica a las continuidades inadvertidas y el elogio, no nostálgico sino también surgido de la razón dialéctica, de sus decisiones novedosas, sobre todo sobre la cuestión de los poderes comunicacionales concentrados, el otro nombre que tiene el uso de la palabra pública dirigida a un colectivo social y que a la vez lo constituye. Aquí tenemos otro dilema de vastos alcances. Si lo dijéramos con un emblema filosófico oportuno, es el que afirma que donde hay exceso hay donación. Pues bien, el kirchnerismo entró a la historia con su nombre rápido (esos nombres son los más interesantes) a veces con más exceso que donación, y a veces a la inversa, modulando de muchas maneras las simbologías que creaba y aquellas sobre la que se instalaba o sobreactuaba, comprendiendo o intuyendo que gobernar es un acto de donación sobre lo que nos determina, y viceversa. ¿Se pulsaron con más delicadeza estas instancias de conciencia y organización que son la donación y la demasía? El donante puede ser llamado conductor, pero en su rol más profundo comprende que es el producto simbólicamente muy delicado de una invención colectiva que lo precede. Este debate tiene nombres: si no ocurrió antes ocurrirá ahora. Tanto como se escucha esta disyunción: peronismo o kirchnerismo. ¿Pero no sería bueno producir un símbolo nuevo, salir por “arriba del laberinto” interpretando toda la experiencia ocurrida a la luz de un frente opositor de características renovadas? Esto es, obligado a ensayar nombres aún desconocidos sin ignorar el vasto legado. Como decía un viejo general: ¿quién no conoce de qué se trata?
Esta pregunta se basaba en una confianza historicista. Tomémosla con cautela, sin duda, pero no debemos abandonarla. Mucho sabemos y otro tanto debemos reaprender de lo que somos, porque si no el próximo paso no podremos darlo. El grito que ya está en las canchas, en los parques, en los conciertos de rock, en las ferias ambulantes, sobre los puentes, en los canales, en los pajonales –como el “O que será” de Chico Buarque, hoy víctima en Brasil del mismo odio de las patotas de las esquinas que, como sabemos, las hay en todo el mundo “civilizado”– es este grito: vamos a volver. No es consigna inadecuada en la medida en que no apela a un ritornello axiomático ni traza obligatoriedades ni repeticiones. Tampoco indica que somos insurreccionales. Y tampoco dice que abandonamos nuestro respeto indeclinable a la Constitución y a la democracia, precisamente porque si sabemos reconocer las virtudes de éstas, no menos reconocemos el modo en que el actual gobierno deforma a ambas, actuando sobre la base de lo más parecido a las dictaduras que tienen las democracias: los decretos de necesidad y urgencia, o medidas infundamentadas o “ligeras de papeles” como la descerrajada contra la Afsca, mucho más cuestionables que varias horas de cadena nacional o tan graves como cinco minutos televisivos degradantes de quien ha llamado al Presidente, en su populoso programa televisivo, con el nombre de “Mau”. Esto nos lleva a una corrupción del supuesto saber republicano, con el que tanto cacarearon. Estos léxicos gallináceos no nos sugieren una improbable etnia africana alguna, sino un procedimiento para vulnerar la intimidad considerándola una pieza intercambiable de un pseudo mercado de iguales, que se realiza confirmando la servidumbre colectiva en el acto de decir el apócope familiar, mejor dicho, revistiendo el anonimato técnico con los nuevos protocolos de represión y envolviéndolo con cariños teledirigidos. ¿No hay ninguna relación entre estas liviandades y el modo en que entran a las oficinas públicas, con ansiedad ordenancista en lo visible, pero con vocación de sabuesos en su reborde sigiloso?
Por eso, políticamente somos opositores responsables, tanto mejor argumentados en cuanto seamos más sutiles críticos de nuestra propia experiencia. No hay que temer de esa crítica “pro domo sua”, porque confirma una superioridad moral si se admite en qué momento en muchos ámbitos se nos presentó, por mano propia, un actuar deficiente, descuidado o árido. Pero éticamente somos resistentes, no por facciosos o turbulentos o en ejercicio de la caprichosa virulencia, sino porque conocemos lo que pasa, sabemos lo que hay que saber y un hilo de comprensión profunda nos lleva a concluir que la forma política gubernamental que tenemos ante nosotros tiene un grado de pobreza constitucional muy grande y habiendo ganado unas legítimas elecciones (por poco, lo que tienden a olvidar), muestran demasiadas veces su apresurado foquismo, un ramillete de ilegalidades frágilmente revestidas de ley, manejadas por personas que provienen del trasfondo último de la historia argentina contemporánea: liberalismo mecanicista, derechas áulicas, constitucionalismo determinista carente de universalidad, y conversiones biográficas que también revelan las zonas oscuras donde todos se entrelazaban con todos.
En cuanto al problema ético: frente a la estructura de integración ficticia que tiene la operación política en curso, sí es necesario el ungüento ético de la resistencia. La construcción de una “asociación de iguales” que “conocemos lo que pasa” debe estar en todos lados, en la porosidad de las fábricas, los medios de comunicación y las universidades, cualquiera sea quien las administre. Y frente a cada caso en que avancen sobre los intereses sociales irreductibles, la oposición debe ser política. Dejémosle el lenguaje de la guerra a Aguad, personaje soturno. Resistencia y oposición, cada una en su plano; sin infantilismo sedicioso la primera, sin complacencia integracionista la segunda. Todas, en la intimidad de los parques y en la profesionalidad parlamentaria. Ambas, entre lo que alguna vez será necesario, un nuevo partido de masas que recoja millones de voluntades democráticas, y los tejidos lábiles que deben producir el entendimiento mutuo entre quienes tenemos que seguir explicando aquellas porciones de lo popular, tan importantes como lo fueron en la pasada elección, que apoyaron lo que no consideramos proveniente de la inherencia de una historia popular. Como diría Daniel James, citando a Raymond Williams, esta formidable paradoja que define esta época solo la comprenderemos con análisis políticos más profundos de las nuevas “estructuras de sentimiento” que por obra de antiguos legados deshilvanados y de artificios pulsionales de las maquinarias comunicacionales –ambos sujetos a virulentas manipulaciones– se han emplazado ante nosotros.
* Sociólogo, ensayista.
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