EL PAíS › OPINIóN
› Por Emir Sader
Lo que más asustó en la primera aparición pública internacional formal de Mauricio Macri como nuevo presidente de Argentina fue su insistencia en plantear el tema de Venezuela, exactamente en la forma que lo hace Estados Unidos. Fue una novedad. Nunca ningún país lo había hecho. La evaluación que hizo sobre Venezuela podría haber encontrado coincidencias con las de algunos de los otros gobiernos, pero la decisión de hacer de ese tema, en esos términos, la primera propuesta del nuevo gobierno argentino, a sabiendas de que no tendría posibilidad de aprobación, ni siquiera apoyos, representa la postura de introducir y destacar los elementos de diferencia y de conflicto en el seno del Mercosur.
La pregunta que pasaron a plantearse otros gobiernos es si el nuevo gobierno argentino se propone representar los intereses –hoy aislados y debilitados– de Estados Unidos en los procesos de integración regional y presentarse como alternativa a Brasil para Estados Unidos en la región.
La consolidación y extensión de los procesos de integración regional han tenido su eje solido en las excelentes relaciones de amistad, coincidencias y hermandad entre los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner con los de Lula y Dilma. No habría mejor manera de debilitar esos procesos que afectar la alianza estratégica entre los gobiernos de la región. El desempeño de la nueva ministra de Relaciones Exteriores no le ayudó para nada a Macri en su aparición pública, indigna de la importancia que la política exterior argentina había adquirido, levantando dudas sobre cómo ese gobierno se comportaría frente a temas tan trascendentales como los fondos buitre y las Islas Malvinas.
Muy lejos habían quedado los tiempos en que los países del continente –en especial las tres economías más grandes, Argentina, Brasil, México– tenían que renegociar sus deudas externas con los acreedores y no contaban con solidaridad de los otros gobiernos. Así, los acreedores ponían a unos gobiernos en contra de los otros, haciendo concesiones a unos, cuando alguno de los gobiernos se encontraba con más dificultades, para aislarlo todavía más.
Nos hemos acostumbrado, desde la elección de Néstor y de Lula, al período de mejores relaciones entre los dos países, puestos en disputas desde finales del siglo XIX, como potencias adversarias y concurrentes. En el período inaugurado por Néstor y por Lula las buenas relaciones políticas entre los gobernantes permitieron resolver las divergencias existentes, dejando a un lado las disputas entre empresarios privados de los dos países, para promover, por encima de todo, la identidad y la confianza entre los dos gobiernos.
El factor externo que puede cambiar ese clima es el de las nuevas relaciones de Argentina con los Estados Unidos. Macri debe viajar a Estados Unidos y ser recibido por Obama, a quien no será difícil alimentar la vanidad del nuevo presidente argentino, encontrando formas de sugerir que tenga relaciones privilegiadas con Washington, empezando por acercamientos económicos. No serán “relaciones carnales” como las de Menem, pero algo similar, correspondiente a la situación de aislamiento de Estados Unidos respecto de América del Sur. Tentaciones de acuerdos económicos bilaterales, condenas sistemáticas a Venezuela, marcarían esas nuevas relaciones.
La situación no es tan simple para el nuevo gobierno argentino, porque no es posible compatibilizar tratados de libre comercio con Estados Unidos y el Mercosur, con el que la economía argentina tiene estrechos lazos, así como con la economía brasileña, para que permita algún tipo de ruptura radical por parte del gobierno de Macri.
Pero es posible imaginar que en Estados Unidos –con Obama o con algún gobierno todavía más conservador, demócrata o republicano– puedan empezar a soñar con tener a uno de los principales países de la región, inserto en los procesos de integración de América del Sur, un gobierno que defienda sus posiciones, como ocurrió en Asunción. Se produciría seguramente una polarización entre Argentina y Brasil –como ya se ha dado en esa reunión– y los dos países ejes de la integración regional dejarían de ser aliados para volverse rivales. Una posibilidad que no es simple de visualizar hoy día, pero que puede, en el futuro, conforme la situación política evolucionar en la región, volverse una realidad.
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