EL PAíS › OPINIóN
› Por Horacio González *
A propósito de la arbitraria e inusitada prisión de Milagro Sala, se podría hacer una historia del conjunto de justificaciones y argumentos que se pusieron en práctica a lo largo de la historia nacional para producir un tipo de situación usualmente llamada, bien o mal, de “vencedores y vencidos”. El primer desequilibrio de carácter absoluto que se produce sobre la superficie histórica nacional es la batalla de Caseros (1852). Esa gran confrontación replanteó todo el mapa geohistórico de lo que después se llamaría cono sur, originado en primer lugar en una alianza con Urquiza (gobernador federal), los exilados antirrosistas (de Montevideo, Chile y Bolivia) y el Emperador de Brasil. Era Pedro II, una figura de lo que mucho después se llamaría, con cuño actual, “modernización sin desarrollo de la sociedad civil”, con su banquero, el Barón de Mauá. Este financista brasileño estaba vinculado a Urquiza, otro “modernizador” sin modernidad, iniciador de la inmigración de comunidades laborales transatlánticas en Entre Ríos. La caída de Rosas aparecía como un gran espectáculo que “abría a la Argentina al mundo”, concepto que usamos antedatado, porque aparecería bastante después, cercano a nuestra época. En Facundo (1845), entendido como una gran catilinaria ciceroniana, se esbozaba el plan de ese derrocamiento como la victoria de un progreso civilizador, en páginas asombrosas y vibrantes. De ahí que Caseros permite el triunfo de un aspecto evidente del “libre comercio” que Rosas impedía al punto de combatir la flota inglesa en 1845, a pesar de que Inglaterra le parecía la sede conceptual una cultura política conservadora con la que personalmente no discordaba (y será allí, con la complacencia de Lord Palmerston, que se exilaría). Pero también es el triunfo de una intención, un tono y sin duda, un proyecto literario perdurable, al que se le debe la fundación de la literatura argentina, resumida –como toda gran literatura– en la forja lírica del ataque a la “barbarie” y la inevitable tentación ante su romanticismo seductor. Este hecho perdurable destruye desde su inicio la oposición entre “ilustrados” y “plebeyos” que artificiosamente, sediciosamente, en cualquiera de las facciones argentinas, cíclicamente se quiere reproducir.
La gran legitimación de Caseros tuvo dos grandes justificaciones publicísticas político-literarias que de inmediato disputarían entre sí: la de Sarmiento, que deseaba romper con el propio vencedor de Rosas (Urquiza) alegando que finalmente éste era una “hipóstasis” del mismo Rosas, de Facundo y del paraguayo Carlos Antonio López (padre de Francisco Solano López), y la del tucumano Alberdi, que siempre fue el representante político, diplomático, económico y literario de Paraná, la capital de la Confederación Argentina que poco después Mitre desharía con confusas batallas y maniobras. Sarmiento, se puede decir, sale triunfador de la polémica con Alberdi –que lo acusaba de ser la réplica o el símil del Facundo al que decía combatir–, en la medida en que pasa con desprecio por sobre las acciones del “Ejército Grande” urquicista (que seguía usando cintillo federal) a fin de postular una modernidad regida por una coalición eminentemente intelectual, deseosa de un militarismo efectivo. Sarmiento goza con la fundación del Colegio Militar en el caserón de Palermo que había servido de residencia a Rosas, pero siempre está atento a explicar los virajes de la historia menos por la voluntad militar que por la voluntad de las “armas de la crítica”, no necesariamente por la “crítica de las armas”.
Alberdi es un temperamento práctico, pero muy complejo. Pacifista en relación a la guerra contra Paraguay, pero justificador del “ejército de gauchos” de Urquiza en contra de la idea sarmientina de que Caseros fue una victoria “de las letras” (escritas por el propio Sarmiento), cuestionador de la campaña de San Martín (por su elección de la ruta cordillerana, que posibilitó “la pérdida del Alto Perú”) y que, salvo su lealtad al general Urquiza, despreció toda “matriz militarista” para explicar un obligado desarrollo nacional que abriera el país a la economía mundial, lo que consideraba a la luz de la acción de hombres virtuoso, vinculados a empresas ferroviarios o marítimas. El ingeniero Wheelright era su héroe, y el hecho de que estemos en el siglo XIX, le evitó el bochornoso apelativo de “CEO”. Había en Alberdi un resabio saintsimoniano, ya lejos del romanticismo jurídico-filosófico que lo ligaba a Echeverría, que una década y media antes se había propuesto superar la “falsa antinomia unitarios y federales” con ideas tomadas del primer socialismo comunitarista francés, lo que había motivado las burlas de Pedro de Angelis, escritor de la ilustración conservadora al servicio de Rosas. Alberdi también mantuvo cierta tentación respecto a esa “superación de la dicotomía”, y sin dejar de criticar siempre a Rosas, nunca cesó de reconocerle que era el factor de estabilización social que podría “iniciar el progreso argentino”, y escribe un gran texto conciliatorio –cinco años antes de Caseros– donde se diría que todavía piensa que el racimo de “modernidades” que se desencadenó luego de esa batalla, hubiera podido darse igual sin ella y con Rosas en el gobierno. Muchos años después, una parte importante de la ilustración argentina, postulaba que era con Perón, y no sin él, que se lograba una vía “nacional popular” para un desarrollo del universalismo progresista argentino. Consultar con la familia Pinedo.
Si percibimos el juego y los caprichos de la historia desde el punto de vista del Alberdi de 1847, Caseros ejerció un efecto desequilibrador absoluto en la masa de hechos de la historia nacional. La hipótesis alberdiana de una “modernización nacional-popular” (siempre que hablemos con una lengua del presente) quedó totalmente descartada. Mitre se hace cargo de reorganizar ese exceso desequilibrante, de aprovechar enérgicamente esa hybris social, cumpliendo al pie de la letra el programa de la división internacional del trabajo y anulando en su propio nombre a los derrotados. Mitre encarnaba a un personaje entre patricio y advenedizo, mixto de historiador militar y militar que oscila entre grandes batallas perdidas (Curupaytí) y golpes de estado (1874), alianzas atípicas de su partido “nacional porteño” con las lanzas de Catriel en algún caso, con López Jordán en otro, con los votantes socialistas de Palacios en 1903. Lo que irónicamente Halperín calificó como extraños anticipos de los movimientos fluctuantes, heterogéneos y asociativos del peronismo. En medio de eso, la traducción del Dante, heroica desde el punto de vista literario, pero notablemente fracasada por el forzamiento de la rima. Como Sarmiento, funda varias academias, entre otras la de Historia, donde hace entrar a De Angelis, única continuidad explícita, permitida y perdonada respecto al período de Rosas. Ciertamente, en décadas anteriores, De Angelis (modelo de intelectual asalariado de alto rango y alcurnia de conocimientos) había estado al lado de Rivadavia, al que Mitre le guardó mayor respeto que el que le tuvieron San Martín, Sarmiento y Alberdi, que lo criticaron por parecidas razones.
Inmerso en su “lado mitrista”, Sarmiento lleva la guerra contra el Chacho Peñaloza, al que conoce bien, y que era un raro caudillo que había frecuentado tanto uno como el otro partido de las guerras civiles argentinas, y en su persecución al riojano, apela Sarmiento a lo que sería uno de los drásticos antecedentes de lo que después se convertiría en la odiosa “doctrina de la seguridad nacional”. Requiriendo a su mejor prosa, en su Vida del General Angel Vicente Peñaloza, Sarmiento trata de justificar una muerte trazando un cuadro ambiental y social de la vida en los llanos, que tiene una inigualable fuerza literaria. Pero el núcleo sigiloso de su trabajo es el de justificar el asesinato de un hombre, basado en una imaginaria la lucha contra una “barbarie étnica”, que en su posterior escrito Conflicto y armonía de razas en América, llevará al extremo de interpretarla como culpable del “desmembramiento del Virreinato del Río de la Plata” (como Alsacia y Lorena en Francia, dice). Se partía el país por causa de las “insurrecciones indígenas”, entre las que incluye a Artigas. Por los sucesos que llevan al crimen de Olta, José Hernández volverá a llamar –una década y media luego de Caseros– “bárbaros y salvajes unitarios” a los generales de Sarmiento y Mitre, diciéndole “asesino” al primero de ellos, dictamen cuya tenacidad irá aflojando, sometido, el autor del Martín Fierro, al embrujo posterior de su carrera como Senador Fierro, en tanto hombre del lado más disconforme del mismo orden conservador.
La crítica al trágico desbalance que había producido Caseros, sería de ahí en más, titubeante, y de carácter intelectual moderado, comenzando por la historia de Saldías (al que Mitre le reprocha que “no se puede rehacer la batalla de Caseros como una partida de ajedrez mal jugada”) y de Ernesto Quesada, quien había sido joven secretario de Alberdi en París, que con una visión “bismarckiana” escribirá un condescendiente Rosas muy en la línea de los trabajos alberdianos de mediados de la década de 1840. Un “rosismo” subcutáneo y de “baja intensidad”, como diríamos hoy, rodea como una suave aureola al partido de Adolfo Alsina (hijo de Valentín, un jefe intelectual unitario) y allí se destacan las figuras de Bernardo de Irigoyen (poseedor de una elegante nostalgia rosista, con el cual colabora el sólido y ácido polemista Paul Groussac) y Leandro Alem, hijo de un rosista. Así, siempre fueron cabalmente sospechosos de “rosismo”, a pesar de que en diferentes momentos de su carrera, los dos convivieron, ora con Sarmiento, ora con Mitre. Más sospechosos que el propio Mansilla, sobrino de Rosas, que con su magnífica literatura, una manual de estilo para el duelista, su aristocratismo proustiano y un libro ácido sobre su tío, se autonomiza cuanto puede de los fantasmas familiares. Eran los primeros chispazos de lo que comenzaba a ser el suavizamiento del grandioso desequilibrio cultural y político producido, en la nación, por la modalidad de triunfo faccioso que cultivó el partido porteño, y que el posterior alsinismo contribuyó a matizar. En medio de estos aplastantes estilos de facción (por mayoritaria que fuere en muy específicos momentos de la política nacional) se hacían llamados abstractos a la “unidad nacional” y se perseguía a mucho de lo que recordaba al sistema de Rosas, tradicionalista, conservador y ordenancista, con demasiados aspectos que el mitrismo luego tomaría (hijos de rosistas se hacían mitristas) y con “rosistas encubiertos” en la integración de los gobiernos de Avellaneda o Roca. Cuando fallece Rosas, en 1877 en Southtampton, en la lejana Buenos Aires se prohíbe todo lo que no sea un vengativo funeral oficial “por las víctimas de la tiranía”. Habían transcurrido más de dos décadas de la caída.
Continuaba en ejercicio de su total potestad simbólica aquello que se llamaba de muchas formas y aun nadie había simplificado bajo un nombre de folletín: “la grieta”. Supuestamente para esquivarla, pero en verdad para convertirla en su secreta profundización, con carácter acusatorio hacia quienes menos se empeñaron en ella, pues lo que hacían no era otra cosa que mostrar la naturaleza del conflicto social e histórico, que es la forma de mutación real de la sociedad nacional, tal como está al alcance necesario e inevitable de sus oficiantes contemporáneos.
Hoy: en nombre de una facciosa interpretación del pluralismo, construyéndolo bajo una falsa universalidad, quieren elegir a su propio peronismo, su propia oposición, sus propios conversos, sus propios cooptados, incluso, si así lo disponen los nuevos “managers”, su propio “kirchnerismo”. El macrismo está produciendo un desequilibrio histórico que tiene una dimensión riesgosa e infundamentada. No es igual a nada anterior, pues nada es igual a las cenizas del pasado, pero todo conlleva, con plenos indicios, a que las personas sensatas de este país se obliguen a llamar al equilibrio y a que se abandonen los intolerantes excesos oficiales. Lean el libro visible e invisible de la historia, gobernador Morales, presidente Macri. Negarlo, producir un magno borramiento de la memoria pública argentina con “estilo Davos”, es estar condenado a repetir las peores desmesuras del pasado. Ante la reiteración sistemáticamente agrupada de actos perturbadores, de una inesperada veta represiva bajo el libreto ya conocido, adosado a una vacua versión de la “unidad nacional”, se desmigaja todo síntoma de un verdadero debate, por pobreza conceptual, vulgaridad intelectual y vocación por las peores acechanzas coercitivas. Hay historia. Dejen de extraviarla, abreven en algunas migajas de aquel pasado, que para no ser demasiado incisivos, se lo presentamos en tramos históricos no tan cercanos. Igualmente, son perdurables enseñanzas de actualidad.
* Sociólogo. Ex director de la Biblioteca Nacional.
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