EL PAíS › OPINIóN
› Por Noé Jitrik
El inolvidable Georges Brassens compuso y cantó una canción que hay que entender en clave humorística en la que con un tono de persona sensata, casi reflexiva pero inútilmente reflexiva, declara que la guerra que prefiere es la del 14-18. ¿Por qué no la del 70 ni la del 39-45? Un poema no es un tratado de modo que no tiene por qué explicar esa preferencia, por más que sea una preferencia extravagante, o tan tonta como lo que se suele decir en el café cuando no se tiene mucho de que hablar. En todo caso, se puede entender que la prefiere porque fue una guerra como se debe, con todo, trincheras apestosas, gas mostaza, una buena destrucción, no como la que llevó a cabo, por ejemplo, Napoleón, que hizo morir de frío a sus soldados. Los alemanes no hicieron en ese sentido mal papel: despacharon con boleto de ida a unos cuantos millones de personas, además de ocupar territorios, destruir ciudades, robar obras de arte, gasificar a unos cuantos cientos de miles, pero eso, desde la perspectiva de quien prefiere, carece de encanto, no hay refinamiento en esa brutalidad como la hubo en el 14-18.
Seguramente a muchos bien pensantes la declaración del cantor no les ha de haber parecido interesante; deben haber creído y sostenido, si es que se pusieron a discutirlo, que Brassens era un belicista de escasa entraña; cómo, pueden haberse dicho, se puede hablar de “preferir” una guerra. La intención, si la hubo, era la contraria, o sea burlarse precisamente de los belicistas, esos idiotas armados que creen que las cosas se arreglan a los tiros o a los cañonazos o a los campos de concentración o a los tantos artefactos destructivos que los fabricantes del mal conciben con constancia e imaginación.
La escucha de la canción me sugiere otra cosa, en la misma línea pero en una localización menos espectacular puesto que por aquí, salvo la “mejor no mencionar la de Las Malvinas”, no hubo guerras de modo que voy a contentarme con los meros golpes de estado: dejo de lado el siglo XIX, fértil en conmociones de ese tipo y me atengo al XX. ¿Cuál prefiero? No es fácil definirlo, al menos en la línea de pensamiento de Brassens pero como uno está más condicionado por lo inmediato diría que prefiero el golpe del 76. Un golpe completo, no sólo con desalojo de los pálidos intentos democráticos y ritual ocupación del poder, acompañados los militares en la triste ceremonia por el resignado Escribano Mayor del Gobierno, sino con un programa bien meditado y certeramente ejecutado de limpieza política, con miles de higiénicos secuestros y borramiento del mapa de personas molestas, pequeños y grandes culpables y niños, felizmente rescatados de la tenaz ley de la herencia por dichosas familias de sacrificados policías y militares de diversa graduación, además de una sabia doctrina económica destinada a garantizar a los honrados especuladores y a los no menos patrióticos propietarios de la riqueza nacional el placentero disfrute del fruto de sus penurias.
Ni comparar con otros golpes que, a la luz del mencionado, tienen el deprimente aspecto de un querer no acompañado del todo por el poder; me refiero al poder hacer lo que podría ser el querer. No puedo negar que la mecánica de todos los precedentes es, salvo matices, la misma pero hay que reconocer que por hache o por be sus orgullosos gestores, el primer día del golpe, empezaron a hacer concesiones y a sentir el amargo gusto de la frustración; también hay que reconocer que, por ejemplo, quienes golpearon al Estado en el 30 y tuvieron que buscar la complicidad de algunos vacilantes civiles, reaparecieron en el 43; algunos de sus actores eran los mismos de trece años antes, otros trajeron novedades interesantes, el fascismo y el nazismo, pero tampoco tuvieron el atractivo que logró el del 76. Incluso el del 55, que, por razones de edad, no incluyó a actores de los dos anteriores, terminaron por ceder y, rezongando, se retiraron de la Casa Rosada mascullando y jurando una venganza que siete años después logró una satisfacción pero a medias. ¿Se puede preferir semejante tibieza? ¿Y que decir del golpe del 66? Es cierto que atacaron a la Universidad, cuna del mal, pero no la cerraron como, para lograr mi preferencia, podían haber hecho. Golpe mediocre, si hasta cuesta recordar los nombres de quienes ocuparon el poder y ni hablar de los ministros que nombraron que se limitaron a enajenar un poco más los flacos bienes nacionales pero no terminaron, como todo buen golpe de estado debe procurar, de entregarlos a los castigados capitalistas nacionales e internacionales.
Es claro que si de preferir se trata la historia de los golpes de Estado no se cierra con los semiexitosos o frustrados intentos militares. Uno puede también considerar, aunque, personalmente, no los prefiero porque no llegan al exterminio cuasi total del ejemplo mayor, me refiero al del 76, los que gestan y ejecutan esos personajes denominados “civiles” en gobiernos denominados “democráticos”. Buen ejemplo es el de Menem a quien hay que reconocerle su sana intención de ejecutar, sin militares, lo que los militares habían procurado y en parte conseguido: si se trataba de enajenar bienes nacionales y públicos, y eso no se había hecho del todo, el menemismo avanzó mucho en ese sentido, nuestros buenos ricos contentos pero la semilla del mal no había sido erradicada, o sea no se había logrado frenar o anular totalmente, como se debía haber hecho para merecer esa preferencia, a ese sector de la población siempre negándose a entender que un país necesita de ricos bien ricos, de pobres bien pobres, de deudas internas y externas bien deudoras, de hombres y mujeres con convicciones morales básicas y rudimentarias. No es que no lo intentara pero, y de ahí que no lo prefiera, no pudo resistir el embate de esas fuerzas que, sempiternamente, han frustrado la buena tradición de los golpes de estado nacionales reclamando el regreso a ese tipo de orden que precisamente los golpes de estado han querido desbaratar con justa razón pues en su índole misma el llamado “ordenamiento democrático” contenía el peligro de una distribución mayor de bienes entre una población que ignora, obstinadamente, que en la acumulación de riqueza de los dueños del capital reside un futuro, duro, como es necesario que sea, para ella misma.
Pero la historia no termina y no me puedo quedar con la mencionada preferencia que tiene ya cierto tufillo melancólico: estamos asistiendo a un nuevo golpe de estado que me está gustando porque si los militares que habían realizado esos patrióticos golpes hacían todo lo que los grupos concentrados del poder económico exigían, ahora, y éste es un rasgo original del novedoso golpe, se hace directamente, sin la mediación militar. Y, por añadidura, el hecho de su dinamismo y efectividad para devolver a los perseguidos propietarios de campos de siembra habla a favor de su lógica y su convicción, siempre necesaria para llegar a ser un buen golpe; encomiable la rapidez con que hace funcionar el principio de los hechos consumados, desde una más que memorable devaluación hasta el despido de varios miles de empleados públicos, sin vueltas ni contemplaciones, nada de andar determinando cualidades o presuntos valores y la presteza en reemplazarlos con acólitos con total prescindencia de esas blandas consideraciones de competencia típicas de las democracias gastadas y decadentes; es de celebrar, igualmente, de qué modo sus gestores están logrando acabar con las estridentes voces de quienes, cabezaduras, no comprendieron lo que puede ser un gobierno de gerentes de empresas que saben, sin duda, cómo sostener sus negocios con la ahora inteligente ayuda del gobierno.
Es realmente un buen golpe de estado el que estamos viviendo. ¡Por fin! se podría decir, después de tantos años aguantando y conteniendo la furia, un viento de cambio que ahora, liberado de esa tremenda represión, permitirá quitar de en medio toda esa escoria iluminista que acusaba sin piedad a esos héroes galoneados, fogueados y endurecidos en la lucha contra la subversión y que tachaba de monopolios a benéficas instituciones de bien público acosando a diligentes financistas y empresarios al pretender que pagaran impuestos y devolvieran dineros enviados, en virtud de legítimos cuidados, a lugares donde hay respeto por estas cosas. Si a esto se le añade que todo el golpe se hace con elegancia en el vestir y con un lenguaje despojado de floripondios filosóficos, aun cuando hay que echar, directamente, sin pensarlo dos veces, de sus puestos de trabajo a varios miles de oleaginosos para poner en su lugar a la suave crema de dignas personas que con sus cacerolas ayudaron eficazmente a la comisión de este oportuno golpe, respondiendo con la lógica vehemencia de quien manda a esos cuestionamientos que todavía subsisten, podré afirmar que éste es mi golpe preferido, sin ninguna duda: lo que soñaron esos precursores sacrificados del 30, el 43, el 55, el 62, el 66, el 76 y el 89 y no pudieron realizar del todo, es ahora una vibrante realidad. Mucho de qué enorgullecerse, mucha alegría reinará en las casas de todos los que queden.
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