Mar 09.02.2016

EL PAíS  › OPINIóN

Desequilibrios

› Por  Horacio González

Esta es una nota donde se tratan –claro que muy rápidamente–, los momentos en que en la historia nacional se han producido dominios cuasi-totalistas de todas las instancias del poder público, con sus fracasadas invitaciones a la “unidad nacional”. Considero éste, el del gobierno de Macri, uno de esos momentos específicos, lo que puede ser analizado a la luz de otros períodos fuertes de la historia nacional. En los dos tramos de los gobiernos de Perón hubo lo que podríamos llamar un suceso hegemónico concebido como una fórmula generalizada de “conducción” o “doctrina nacional”. No se apelaba a la noción de “pluralismo”, pero el peronismo se componía de segmentos –en verdad, un vasto archipiélago de sensibilidades diversas– que conservaban su identidad de “primer grado”, incluso, como sabemos, con militantes provenientes también del anarco-sindicalismo.

Ciertamente, todas estas entidades que habían actuado previamente –socialistas, comunistas, conservadores populares, marxistas, nacionalistas, gauchipolíticos y antiimperialistas–, podía tener un imán de atracción común, pero preservaban sus nombres, invitados todos a reunificarlos recién en la instancia de “segundo grado”, el propio “peronismo” como gesto insigne de la “unidad nacional”. No quiere decir que nada de esto fuera cómodo para la tradición más estrictamente liberal, pero al respecto –dada la complejidad del tema– se puede decir que el peronismo actuaba en nombre de una “revolución nacional”, y esa instancia dramática (basta recordar los discursos de Evita) lo llevaba a legitimar cierto nivel de exclusiones o activar pensamientos eminentemente dicotómicos (donde el otro polo era la “oligarquía”). Esta legitimación era una viga maestra de un sistema que era tan plebiscitario como parlamentarista, tan dictaminador de uniformidades semánticas como capaz de absorber diversidades enteras bajo pactos de complacencia. En uno de los últimos discursos del 55, cuando Perón abre los medios radiofónicos a la oposición –hablan Frondizi, Balbín, etc.–, proclama que “la revolución ha terminado”. Ante lo que ya se ve venir, cede porciones enteras de su territorio lingüístico. Pero ya nada alcanzaba.

De todas maneras, la otra revolución, llamada “libertadora” –término audaz, de alto nivel, tanto como para confrontarlo con el empinado tema de la “revolución” que había esgrimido el peronismo–, invierte el signo de las cosas y la revista Sur publica su célebre número titulado “Por la reconstrucción nacional”. En otra inversión, su lado opuesto, al volver 18 años después, Perón esgrimirá también ese mismo lema. La historia nacional se ejercía en sucesivas vueltas de tuerca, pero casi nunca dejaba de mencionarse la textura unitiva de la Nación. Lonardi, un nacionalista católico, puede desalojar a Perón porque estaba por su parte “dispuesto a morir”. Como decía la marcha de la Libertadora cantada en el sótano de la Iglesia del Socorro: “mil veces una muerte argentina”. En la tesis de Alejandro Horowitz, que comparto, el que está dispuesto a morir se enfrenta con el que ya sabe que será derrotado y solo le queda el largo peregrinar. Es cierto que antes los aviadores navales habían sido atroces, salvajes. Pero después, Lonardi mostró que con una sola pistola 45 le ganaba a una entidad burocratizada, sin alma, al ejército del Estado peronista. Luego, el desarrollismo forjó una epopeya técnica fallida, hecha de fotos de pozos petrolíferos en la revista Qué, y de nada sirvió la alianza con Perón, el proscripto.

El desequilibrio histórico social que había producido el peronismo bajo el auspicio de una poderosa movilización popular identitaria, fue devuelto por el envés, por los que luego vinieron, que desequilibraron todo con el signo fatídico de los fusilamientos, sangre explícita que pasó entera a la gran literatura nacional. De inmediato, fueron tiempos donde peronismo y desarrollismo se atraían y se repelían. El excedente que poseía el peronismo (diferente a su fondo desarrollista, con Pulquis y Jeeps Justicialistas) era la señal de exiliado, su porción inasimilable, su plusvalía moral, la idea de resistencia, que es la asombrada obstinación ética del débil. Más importante que una fábrica de aviones –como las que se habían fundado– resultaba aquí el “avión negro”. El viejo Illia tenía un breve gramaje de ese excedente, en eso se parecía en algo a la tesis de las “fuerzas morales”. Por eso había intentado algo para limitar a los laboratorios farmacéuticos multinacionales y clausurado algunos contratos petrolíferos desarrollistas de los que se solían llamar “leoninos”. Pero nada sabía de “fierros sindicales”. Era esa vida moral, que habían conocido los positivistas, que tuvo Yrigoyen –el krausista– que tuvo Perón, el retórico, el “persuasor”, y luego Alfonsín, el utopista, que en un ramalazo donde también apareció el mismo Krause del distante diccionario radical, invocó a la política como “oración laica”.

Con Onganía habían convergido vandoristas (que había tenido un extraño acompañamiento de trotskistas que habían dejado impregnado al peronismo del “programa de transición” de 1938), militares que remedaban un remoto falangismo y nuevamente, nacionalistas cristianos y economistas liberales. Una muerte –no hace falta que sea “mil veces”–, pone todo en tensión, en fatídico ritornello. El general Lavalle por el general Valle, el general Aramburu por el coronel Dorrego. Estas vagas comparaciones fueron hechas, no en 1970, sino después. Montoneros adquiría cada vez más simbologías martinfierrescas, mientras el ERP se quitaba hasta el último mendrugo de indigenismo que le quedaba. La “unidad nacional” es una membrana frágil, un mito que tiene la fuerza de una melodía cuyo aire se siente a la lejanía y se ausenta. Perón la dijo a su retorno, pero tenía que saber modular un tipo de pluralismo biográfico que dejase en tensión al hombre resistente con el hombre de orden. Sin embargo, Perón quiso reemplazarse su piel de perseguido por un ordenador repentino que hiciera emerger una imposible voz de desmovilización. Volvía tan solo dispuesto a desequilibrar respecto a la guerrilla, que antes había estimulado, aunque cautamente, intentando envolverla en un concepto de sus viejas clases estrategia de la década del 30, denominándola “formaciones especiales”.

Los militares que vinieron después, inventaron la muerte serial, innominada y técnica. Usaron todo tipo de aparatos para sistematizarla, estrujarla y arrojarla al mar. Luego, uno volvió a llamar a la unidad nacional diciendo que “todos los muertos son de todos”, algo así como acallar la revulsión con el encubrimiento y una falsa paridad en los legajos del sacrificio. Tomando aquella misma expresión, no apelando al cómputo sino a la dramaturgia, serían “treinta mil muertes argentinas”. ¿O muchos hijos de los comandos libertadores de aquel entonces, no formaban parte de los cuerpos “nacional-populares” acechados por la maquinaria brutal de los cuarteles tabicados? La sociedad en conjunto, por primera vez en su historia, era desequilibrada con la sorda virulencia del terror.

Menem inauguró –si es que alguien produjo alguna vez ese acto– lo que sería el nudo silente pero perseverante del peronismo atado al neoliberalismo. El desarrollismo latente ya era un recuerdo. Reiteró el llamado a la “unidad nacional” y en eso fue el más audaz, hasta el colmo de la irrealidad. Supo ponerle numismática a Rosas y se abrazó con el Almirante Rojas, pasando por alto al otro infamado marino –también almirante– que había coqueteado con el peronismo. Curiosamente, para perdonar, estaban las muertes que produjeron los Gloster Meteor de Rojas en un lejano pasado, no los sacrificados en los ignotos calabozos de Massera. Quedó, de esas jornadas, ese entrelazamiento que subterráneamente seguía como cuerda interna de la política nacional. La atracción de peronistas por neoliberales y viceversa, bajo las sucesivas máscaras de la Ucedé –que en su dispersión sabe ingresar y egresar del kirchnerismo (Bossio, etc.)–, y la otra carátula, la del PRO, que a lo largo de la última década se ampliaría con conservadores, radicales, peronistas y desarrollistas. Apellidos y genealogías no faltan para eso. Pinedo, Frigerio, Morales, Bullrich, ex democristianos, liberales que pasan al fanatismo y fanáticos ultristas que adoptan fachada liberal.

Una observación muy característica del pensamiento de la izquierda hace surgir de la hendidura antirrepresentacional que emergió en el 2001, las sendas trayectorias del macrismo y del kirchnerismo. Es claro que no se iba a prolongar el archipiélago asambleístico, pero ese espíritu en el kirchnerismo se alojó mucho más en un llamado a expandir e incorporar temas desenfadadamente, y en las clásicas menciones a la “salvación nacional” (no dicho así sino con la metáfora “salir del infierno”). Al mismo tiempo, en el macrismo se inicia el “Pro”, buceando en los detritus más reactivos del país, en el punto de una restauración de la derecha en su fondo y forma, pero omitiendo ese nombre y carnavalizando todo nombre posible, al punto que uno de sus reconocidos asesores dice la frase rocambolesca: “¡Si Mauricio es de izquierda! ¿No saluda a todos los empleados de la Casa Rosada al entrar?”

En el macrismo no hay “historia” pues es una articulación de un “elemento flotante”, con diversas fracciones del típico acomodacionismo argentino (de las derechas tradicionales, las tecnocracias empresariales, los publicistas del “reordenamiento social luego del gobierno de los ineptos”, los agentes de organizaciones internacionales de control, etc.). El elemento “vacío” –como si hubieran leído a Laclau pero con simbologías interpretativas de derecha o “negacionistas”– no es que no exista. Hay que buscarlo en la espesura de la historia de la familia Macri, que dos generaciones atrás, hacia el crucial año de 1945 en Italia, participaba de la emergencia de un partido de posguerra, que no es desacertado vincular a los restos de fascismo: el Fronte dell’uomo qualunque. La idea de “antipolítica” de “Cambiemos” está allí. Aunque es cierto que no coincide el punto del programa en que el cualunquismo atacaba a “los propietarios de la Gran Industria”. El síntoma “vacío” de la formación macrista es ese cualunquismo. Lo fue como presidente de Boca, lo es como Presidente del país, lo es cuando habla con Cameron o Pollack, con el sigiloso acatamiento de su imperfecta idiomática, con esa amable despectividad que tiene, sus livianas desmentidas cada vez que el ultrismo surge desembozadamente, con el “no-me-importismo” de su aire entre irritado y casual. Llama pluralismo a la más nueva y problemática versión de la “unidad nacional”, esta vez con el desequilibrio rampante de probarse como “pluralista” una vez desmalezado el terreno y asentada la difusa autoridad del miedo.

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