Dom 14.02.2016

EL PAíS  › OPINION

El culto de la forma y el ocultamiento de los fines

› Por Edgardo Mocca

Imagen: Guadalupe Lombardo.

La cuestión de la relación entre medios y fines está siempre, implícita o explícitamente, en el centro de la discusión política. Entre nosotros en los últimos años, adoptó el sentido de las “formas” características de la presidencia de Cristina y del accionar del gobierno en general. Nada inocentemente quienes condenaban esas formas tenían todo el dispositivo preparado para obturar cualquier discusión sobre el “contenido” de la política de los gobiernos kirchneristas. Se producía una brusca quiebra discursiva: bajo el culto de la forma se escondía el problema de siempre, la relación entre fines y medios. Claro, el denuncismo, que entonces era republicano, construyó un mundo en el que todo depende de si los funcionarios públicos roban o no roban. Allí empieza y termina toda discusión. En consecuencia se excluye toda posibilidad de discusión realmente política. La discusión política discute sobre la finalidad de la acción política; se pregunta sobre cuáles son los fines de la comunidad política y se discute entre quienes sostienen los derechos individuales –particularmente los que tienen que ver con la propiedad y con el capital– son el pilar del orden político o si hay algún bien común que tiene que estar por encima de cualquier interés individual o corporativo; dentro del antagonismo polar tienden a surgir compromisos intermedios. Discute también sobre los medios y las formas de organización del poder, sobre los derechos de individuos y grupos sociales, sobre la distribución más aconsejable de la riqueza social desde el punto de vista de su relación con cierta idea de finalidad política. Claramente la democracia está obligada a poner un límite constitucional y legal a la variedad de medios a los que pueda echarse mano para resolver los antagonismos sobre los fines políticos deseables. Sin embargo esos límites son, en última instancia, relativos: cambian a través de la historia y son desbordados con cierta frecuencia por situaciones de hecho. Tanto la situación de hecho como los cambios históricos significan el peso de la cuestión de los fines. Dicho de otro modo, con abstracción de la cuestión de los fines de la acción, cualquier medio vale o cualquier medio no vale. La ignorancia de que la prioridad de los fines no es una cuestión moral sino política –es decir no está en la especulación teórica sino en la práctica de los hombres y las mujeres– ha hecho que sobre Maquiavelo, el autor de una cosmovisión política revolucionaria cuya actualidad atraviesa la nuestra, un fariseo que justificaba cualquier medio con tal de llegar a un fin. No, Maquiavelo no justificaba nada, porque él no hablaba desde una academia moral sino desde una posición política. Simplemente decía: en la práctica, en la acción real de las personas lo que organiza los medios es el fin. Y todos los intentos de construir un decálogo acerca de los medios “permitidos” a la acción política podrán ser muy edificantes y sugestivos pero con la política no tienen nada que ver.

Quienes quieren conservar el orden vigente –no el gobierno de turno sino el orden que está por encima de él– tienen un lógico interés en privilegiar los medios sobre los fines, sencillamente porque el orden político y la finalidad que lo subyace están penetrados por los valores de las clases privilegiadas. Nuestra historia está cargada de avances y de conquistas parciales sobre ese orden, muchos de esos pasos están reflejados en leyes laborales y sociales, en nuevos derechos, en frenos a la autoridad del poder económico. Sin embargo, el núcleo duro del orden –el que atañe a la propiedad y al capital– se mantiene. Concretamente nosotros, los argentinos, tenemos un profundo atraso constitucional en lo que concierne al lugar de la propiedad privada en nuestro orden social. Un atraso que, por lo menos, nos lleva al siglo XIX antes de que la encíclica Rerum novarum inaugurara la llamada Doctrina Social de la iglesia que enunciaría poco después la cuestión de la función social de la propiedad. Esa situación tuvo un remedio que, no casualmente, fue fugaz: la Constitución aprobada en 1949 estableció un cambio filosófico central en nuestra tradición constitucional al subordinar la propiedad al interés general y a la justicia social. Un bando militar suprimió esa carta constitucional y nunca más la cuestión volvió al centro del debate político.

La derecha –ayer oposición republicana y hoy en ejercicio violento y dudosamente legal del gobierno– no quiso ni quiere ninguna discusión política sobre los fines, sobre cómo se expresan, a través de qué medios se les abre paso. Ha reemplazado esa discusión por un dualismo curioso: vagas retóricas sobre la “reconciliación” y sobre la honestidad –ascendida a máximo valor de Estado–, por un lado, y ortodoxia salvaje y vertiginosa en sus políticas públicas, por otro. Bajo el rótulo pragmático (“hacemos lo que le conviene al país”) se esconde el sesgo profundamente clasista del rumbo que hasta ahora solamente ha asegurado fines tales como la brusca redistribución regresiva de la riqueza pública, el aumento de la tasa de ganancia del sector empresario concentrado de origen multinacional y local y la consecuente caída del salario y del nivel de vida popular. Claro, además de todo eso y como no podía ser de otra manera, el rumbo se sostiene con balas por ahora de goma y con atropellos a la libertad de la protesta social como ejemplifica centralmente la detención ilegal de Milagro Sala y lo ilustran ominosas y ya abundantes experiencias de violencia estatal contra sus expresiones. No debería caber ninguna duda entre nosotros: el cambio de Cambiemos no es un cambio en las formas (por lo menos no para mejor) es un brusco cambio político-ideológico sobre los fines comunes que deberíamos perseguir los argentinos. Para intentar hacerlo pasar, además de la represión se utiliza una temporalidad por etapas que muchísimas veces hemos escuchado en las últimas décadas: primero hay que “ordenar la economía”, “garantizar la seguridad jurídica”, “alentar la inversión privada”; después se verán los frutos cuando la expansión del capital derrame hacia abajo y asegure el empleo, los buenos salarios y el bienestar general. Pero en las cuestiones políticamente conflictivas esa temporalidad, además de falsa y manipuladora, es impotente. Nadie sacrifica su vida en torno a una promesa de ese tipo. Y menos en un país en el que ya hemos experimentado lo que el papa Francisco dice de este modo en su exhortación Evangelii gaudium: “Algunos todavía defienden las teorías del derrame que suponen que todo crecimiento económico, favorecido por la libertad de mercado, logra provocar por sí mismo mayor equidad e inclusión social en el mundo. Esta opinión que jamás ha sido confirmada por los hechos, expresa una confianza burda en ingenua en la bondad de quienes detentan el poder económico y en los mecanismos sacralizados del sistema económico imperante”. Debe ser por ideas como ésta que nuestras clases más pudientes y los comunicadores del establishment han aplacado su entusiasmo por el papa argentino.

El hecho es que la Argentina va entrando en una zona en que el conflicto sobre los fines que debe perseguir nuestra sociedad y sus relaciones internas de prioridad puede aparecer con una claridad pocas veces vista. Es por eso que es inevitable que en los próximos días asistamos a una nueva ofensiva político-mediática para poner en escena un festival de denuncias contra funcionarios del anterior gobierno, incluso, probablemente de su presidenta. Es una operación que tiene tres agentes: el propio gobierno macrista, los grandes medios de comunicación y los personeros del establishment miembros del poder judicial. Será una especie de superprograma de Lanata en el que se expondrán las mejores operaciones mediáticas de los últimos años. Con esta caricatura de las formas se intentará conseguir un objetivo fundamental de la derecha, el de construir un balance negro de la última experiencia política de los argentinos con la finalidad de facilitar el avance en el nuevo rumbo y desacreditar la agenda alternativa de los argentinos. Es, en este caso, no una agenda teórica ni el fruto de una reunión partidaria que adopta una ambiciosa plataforma electoral sino una intensa experiencia política de los argentinos que volvimos a discutir sobre distribución de la riqueza, prioridad de los sectores más vulnerables, combate a los monopolios, nuevos derechos sociales, autonomía de la política respecto de las corporaciones poderosas, soberanía nacional, es decir fines políticos que presuponen un sistema de valores que lo anima.

La cuestión de poner los fines de la política en el centro de la escena tiene un importantísimo significado democrático porque apunta a desnudar los conflictos más profundos, celosamente ocultados por los sectores del privilegio, detrás del decorado de las formas. Esos conflictos que más de una vez se “resolvieron” con persecución, proscripción y muerte y que hoy los argentinos nos hemos ganado y tenemos que seguir ganando nuestro derecho a resolverlo pacífica y democráticamente.

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