Sáb 13.12.2003

EL PAíS  › PANORAMA POLITICO

Contrapuestos

› Por J. M. Pasquini Durán

Si el presidente Néstor Kirchner le preguntara al espejito del cuento, con seguridad no le respondería sobre su belleza. Podría decirle, en cambio, que la mayor parte de los ciudadanos espera recibir beneficios de su gestión y que pueda contribuir con hechos a organizar el país nuevo que relumbra en sus discursos. El compromiso contra la corrupción y la impunidad está a punto de encontrar otra oportunidad de prueba, debido a que el escándalo por los sobornos en el Senado para que aprobaran la reforma laboral en el período de Fernando de la Rúa, razón que invocó Chacho Alvarez para renunciar a la vicepresidencia de la Nación, estaría por reactivarse con fuerza debido a que el funcionario Mario Pontacuarto, que distribuyó las coimas, se presentó por su propia voluntad ante el juez Canicoba Corral que entiende en la causa. Si las evidencias son suficientes los sobornados serán sometidos al Código Penal y el Poder Ejecutivo tendrá la obligación de vetar esa ley, una de las más lesivas para los derechos laborales. Entre los corruptos, si se confirman las versiones preliminares, podrían figurar incluso algunos gobernadores que fueron electos este año y que integraban la Cámara alta en el año 2000. Ojalá este caso pueda ser un punto alto de la recuperación moral de las instituciones representativas y, también, una debida advertencia para las legislaturas que acaban de juramentarse hace tres días.
La envergadura del tema, por sus implicancias pasadas, presentes y futuras, vino a ocupar el centro de la escena política, cuando todavía resonaban los ecos del vigésimo aniversario del fin de la dictadura más cruel del siglo XX, aunque ya los ánimos festivos habían sido opacados por la inquietud de lo que pueda suceder el próximo fin de semana, cuando se cumplan los dos años de los cacerolazos de diciembre de 2001. A la tensión natural provocada por los anuncios de algunas organizaciones de desocupados que ganarán las calles para reafirmar sus protestas, hay que sumarle una maciza propaganda de los conservadores económicos, políticos y mediáticos, que reclaman del Gobierno “mano dura” con los piqueteros.
Desde diversas tribunas de corporaciones empresarias, como si se hubieran puesto de acuerdo antes de hablar, los voceros del “mercado” se han ocupado de ubicar al tema de la represión en condición de prioridad urgente en la agenda de sus preocupaciones, por encima de los asuntos derivados de la evolución de la economía, las finanzas y el comercio. Tampoco parecen demasiado preocupados por la corrupción impune de los cuerpos del Estado. A lo mejor será porque varios de ellos fueron apasionados adherentes de las políticas de ajuste durante toda la década de los 90 y siguen sin aceptar que esas políticas produjeron pobreza y desempleo en escalas masivas que sólo podrían compararse a la Gran Depresión de los años ‘30 o, en otros países, a situaciones de posguerra. Los promotores de esas mismas políticas usaron el soborno y la extorsión para conseguir los consentimientos indispensables, tanto en el Ejecutivo como en el Legislativo. Ahora piden sangre, con la misma obstinada irresponsabilidad y pretensión de impunidad de antaño, aunque los resultados lleven al país a una espiral de violencia similar a la que divide hoy a Venezuela. Quieren disciplinar la protesta social, no hay dudas de ello, pero también buscan disciplinar al Presidente para que se subordine por completo a esas sectas de la coima para los de arriba y palos para los de abajo.
Los que quieren aniquilar a los piquetes, como si se tratara de la nueva subversión, ¿habrán pensado alguna vez el nivel de violencia y de inseguridad que viviría la sociedad si los más desamparados no tuvieran la contención de sus propias organizaciones? Los que piden palos suelen ser los mismos que criminalizan a la pobreza, acusándola de ser la proveedora de mano de obra para algunos auges delictivos. En esa lógica, la represión empezaría por los piquetes y terminaría por abarcar a todos los pobres por esa única condición. Rechazar este tipo de razonamientos no significa adornar a la pobreza con virtudes angelicales, ya que se sabe que el desamparo y la desesperación lesionan la dignidad de los que sufren. Cualquier análisis, sin embargo, no puede eludir como punto de partida que esas personas, en semejante cantidad cualquiera sea el método de cálculo del Indec, son en primer lugar víctimas forzadas de los que tuvieron y tienen el control de los poderes políticos, económicos y culturales.
El Presidente sostuvo, hasta el momento, una posición en la puja social que pretende ser equidistante, lo que, por supuesto, no conforma a las derechas ni a las izquierdas. Rechaza la represión como método para la “paz social” y, al mismo tiempo, les pide a los manifestantes que utilicen el diálogo abierto con el Gobierno en lugar de la protesta callejera que perturba la vida cotidiana de los demás ciudadanos. De paso, Kirchner criticó a ciertas agrupaciones trotskistas y marxistas por cabalgar sus propias intenciones políticas sobre las necesidades legítimas de los desposeídos. Desde las izquierdas, en más de una ocasión, han surgido debates acerca de las percepciones fundamentalistas de algunos núcleos de esa tendencia cuando examinan la realidad, porque cometen el mismo error de los que, desde el polo extremo de las derechas, se niegan a reconocer los contextos de cada momento y se limitan a repetir añejas consignas. El reconocimiento de los errores o, si se quiere, de la necesidad de constantes y rigurosas autocríticas, no significa que, de manera automática, sea descalificada, sin excepciones, la autoridad que se han ganado entre las familias sin trabajo.
Algunos que siguen las prácticas de estas organizaciones sostienen que fue el propio Estado el que dibujó el círculo vicioso que ahora critican o repudian. El que no se movilizaba no recibía subsidios ni alimentos hasta que, al fin, se generó a propósito un cierto neoclientelismo que retiene a esas familias bajo la influencia de este o aquel dirigente. Es cierto que hasta los más gritones y en apariencia más inflexibles, suelen terminar sentados alrededor de la misma mesa con los funcionarios que distribuyen los planes asistenciales. De todos modos, los grupos piqueteros organizados manejan alrededor del diez por ciento de esos planes, el resto son intermediados por caudillos partidarios en las gobernaciones y las intendencias. Pasa que ese diez por ciento, por las concepciones de sus dirigentes, sale a la calle a manifestar, mientras que el otro noventa por ciento sirve para capturar votos en las elecciones. Hay algunos resultados en las últimas elecciones que sólo podrían explicarse por esa compraventa o trueque de votos por las necesidades de los más pobres. La pérdida de los elementales derechos económicos y sociales terminan por rebajar la calidad de las ciudadanías, hasta que las víctimas terminan votando por sus verdugos.
Decapitar las cabezas de la corrupción, como en el caso de la reforma laboral del ministro Flamarique, contribuirá a recuperar la honestidad como una precondición para la política, pero ayudará de manera decisiva a elevar la calidad del ejercicio democrático, a mejorar la capacidad de elección de los votantes y, ante todo, a recuperar la ciudadanía plena sin ninguna exclusión. De la misma manera, los piqueteros dejarán de “molestar” en las rutas, calles y plazas cuando recuperen la oportunidad de ganarse la vida con el propio esfuerzo en empleos dignos. “Aguantarlos” es el mínimo acto de solidaridad de los que afrontan la perturbación del tránsito, porque esos conciudadanos están peleando, en definitiva, para que los ejércitos de desocupados se desarmen en lugar de aumentar el número de reclutas.

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