EL PAíS › OPINION
› Por Washington Uranga
En varias ocasiones sostuvimos en estas mismas páginas la importancia de la recuperación del espacio público por parte de la ciudadanía. Lo público tiene que ser entendido como un espacio político, de participación, de debate, de demanda y de celebración. También de construcción política.
El peronismo tiene una larga historia de movilización popular y de concentraciones convertidas en acontecimientos políticos, sobre todo a partir de la “columna vertebral” constituida por el movimiento obrero.
El kirchnerismo, en particular, también se apoyó en la movilización obrera y popular de distintas maneras. Y sufrió varios embates importantes cuando, algunos dirigentes sindicales liderados por Hugo Moyano decidieron darle la batalla también en la calle.
Pero frente a esa circunstancia el kirchnerismo no renunció a la calle, a la plaza, a la movilización. Incorporó el espacio público desde la cultura, desde la celebración, el arte y, en particular, a partir de la presencia dinámica de los sectores juveniles. La muerte de Néstor Kirchner, en octubre de 2010, y la movilización popular que ello generó sirvió para hacer una lectura favorable a la recuperación del espacio público como ámbito de expresión. También como una manera de medir la politización de los sectores juveniles que según muchos había quedado seriamente afectada primero por la represión de la dictadura cívico militar y después por las frustraciones y las decepciones del propio sistema democrático. No faltaron voces que se expresaron exaltando la politización de la juventud y su recuperación del espacio público como ámbito de expresión.
El escenario cambió después de las últimas elecciones nacionales. También porque ayudó a entender que algunos grados de movilización callejera no fueron capaces de traducirse, por lo menos de manera suficiente, en respaldo electoral.
Aun en circunstancias en que se producen despidos masivos de la administración pública, y no tan masivamente también se cesantea en el sector privado, mientras la inflación sigue galopando, no hay movilizaciones organizadas de manera significativa por parte del grueso del movimiento obrero. La protesta no se ve en la calle de forma reveladora. Los dirigentes sindicales de mayor peso están más preocupados por negociar sus propias cajas con el Gobierno que en desarrollar condiciones de lucha para sus afiliados. Hay manifestaciones de protesta de grupos o sectores relegados, despedidos. Son pequeñas explosiones que mezclan demandas, con desesperación e impotencia. Y así como surgen desaparecen, no tienen continuidad. Entre otros motivos porque no existe organicidad en la acción y no hay estructuras sindicales que las contengan de forma permanente. La protesta entonces se diluye. La pregunta que queda en el aire es cómo y de qué manera estas expresiones se transforman en una acción política que sea capaz de acumular poder hasta convertirse en una palabra que exija ser atendida.
Con buena parte de los sindicatos más empeñados en cerrar negocios con el Gobierno y haciendo “buena letra” amparados en “ser prudentes” y “dar tiempo”, poco pueden esperar los despedidos o los que reclaman por diversas razones. La protesta se vuelve entonces casi improductiva en términos reales, aunque sea genuina y necesaria.
Pero hay también otras manifestaciones. La de las plazas reales y las virtuales. La de los artistas, los comentaristas, las que se reúnen para escuchar a dirigentes políticos opositores, a periodistas o simplemente a dialogar entre iguales. Hay otras plazas similares en sus propósitos, aunque diferentes en lo formal porque congregan en la virtualidad, en redes sociales.
Desde el triunfo del macrismo todas estas últimas “plazas”, las físicas y las virtuales, fueron espacio para la catarsis, primero, para el “aguante” después, y poco para avanzar en la reflexión política mirando hacia el futuro, fabricando propuestas. Estas “plazas” dan cuenta por sí mismas de que hay un grado de politización y movilización latente en buena parte de la ciudadanía opositora. Hay necesidad de expresarse, de decir. Algunos pocos dirigentes se asoman a estos espacios. Varios de ellos porque entienden que hay allí un germen de nuevas formas de hacer política. Otros porque sencillamente participan de los mismos desconciertos. No todos están dispuestos a escuchar, algo que parecería ser obvio y lógico en las actuales circunstancias. Otros tantos se limitan a ratificar y reivindicar el valor de lo hecho.
Estas “plazas” expresan también nuevas formas de participación, más horizontal, más dialógica. No se niega a los referentes, se los reconoce pero ya no hay reverencias.
Las “plazas”, todas ellas, son importantes, valiosas. Sin embargo, hay muchas preguntas que flotan en el ambiente. ¿Hasta cuándo puede perdurar esta corriente “participacionista” que gana espacios en lo público? Y, sobre todo, ¿cómo se traduce toda esa energía en procesos de construcción política entendidos como formas organizativas de acceso al poder? ¿Cuándo este fenómeno será capaz de constituirse realmente en un poder político que obligue tanto al Gobierno como a otras fuerzas políticas a prestar atención a sus demandas, a sus reivindicaciones? Son preguntas que siguen cobrando sentido porque la gran mayoría de la dirigencia opositora continúa mirando otro canal. Algunos de ellos, que al menos sintonizan la misma frecuencia, parecerían sin embargo no estar dispuestos a darse por enterados de la profundidad de las transformaciones que se han operado y que aportan indicios sobre diferentes maneras de entender la participación, otras formas de pensar las organizaciones políticas, los partidos y su conducción. Habrá, sin duda, nuevos capítulos en esta historia y, probablemente, surgirán otros protagonistas y renovados modos de hacer política. Sin tirar todo lo anterior, sin arrancar de cero. Con algunos de los actores conocidos y otros que habrán de emerger. Pero, sin duda, con nuevos rostros y una fisonomía política distinta. Será la mejor forma de demostrar que hubo aprendizajes a partir de todo lo sucedido.
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