EL PAíS
› OPINION
Un camino peligroso
› Por Sergio Moreno
Peligroso es el camino que ha emprendido el Gobierno para enfrentar el fenómeno piquetero.
Hace ya tres meses, este diario reveló los planes de la Casa Rosada al respecto: generar a partir de la obra pública puestos de trabajo que serían ofrecidos a desocupados, beneficiarios de planes Jefas y Jefes o no; paulatinamente ir cambiando dichos planes por trabajo genuino y, en un plazo de entre un año y medio y dos, dividir las aguas con los piqueteros que queden en las calles, protestando. Para trazar este plan, el Gobierno teorizó, temerariamente, que hay una protesta social legítima y otra ideológica –que por oposición se supone ilegítima–, entendiendo por esta última a aquellos grupos politizados, dependientes de algunos partidos de izquierda, cuya protesta iba más allá de la simple solicitud de planes sociales. Si en dicho plazo (un año y medio o dos) la protesta legítima se morigerase, si los puestos de trabajo genuinos asimilaran a la mayoría de los desocupados de ese sector, entonces el Gobierno avanzaría sobre ese otro núcleo, el de la llamada protesta “ideológica”. ¿Cómo avanzaría? “Con el código penal en la mano”, confesaron a Página/12, en su momento, dos ministros y dos secretarios de Estado, los cuatro cercanos hombres de consejo habitual del presidente Néstor Kirchner.
Toda esta sinuosa teoría fue elaborada antes del viaje que el Presidente realizó, a principios de septiembre, a Nueva York. En esa época no se había perpetrado aun la gaffe de esos inexpertos piqueteros que encerraron al titular de Trabajo, Carlos Tomada, en su ministerio. Cuando en el cenáculo oficial pergeñaron el plan de marras, nadie hablaba en la Rosada de judicialización de la protesta social.
En estos últimos 30 días, la avanzada contra la protesta social recrudeció. Desde los medios de la derecha, conservadora y/o financiera, se exige represión; el matrimonio Duhalde parodió la “mano de seda” del Presidente para con los desocupados y pidió “poner orden”; dos de los beneficiados con las políticas económicas de la década del ‘90 –cuyo golem son la mayor parte de los cuatro millones de compatriotas desocupados–, el titular de la UIA, Alberto Alvarez Gaiani, y su par de la CAC, Carlos de la Vega, exigieron poner fin a los cortes de calle, a como dé lugar. Poco falta para que los retrógrados caciques sindicales de siempre se sumen a la batida de las cohortes del meta palo. El camionero Hugo Moyano ya lo hizo.
Todo este marco, sumado a una cierta falta de precisiones que emanan desde el Gobierno, constituye un clima nada auspicioso para recordar las infaustas jornadas del 20 y el 21 de diciembre de 2001, cuando treinta argentinos murieron en las calles de varias ciudades de la patria.
Un clímax similar se fue gestando en los albores del 26 de junio de 2002. Desde el gabinete de Eduardo Duhalde, Alfredo Atanasof decía que no se iba a permitir el corte del Puente Pueyrredón, bajo ningún punto de vista; Carlos Ruckauf fogoneaba la misma hipótesis en las reuniones de la Rosada, idéntica que la sostenida por su amigo y protegido Roberto Giacomino, por entonces jefe de la Federal; y el titular de la SIDE, Carlos “el Gringo” Soria, elaboraba un informe sobre la marcha piquetera en ciernes facturada con el rigor al que nos tienen acostumbrados los espías argentinos. El corolario de ese menjunje fue tremendo e irreversible: los asesinatos a sangre fría de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán.
Varios integrantes del Gobierno son lo suficientemente ambiguos en sus declaraciones como para tributar al enrarecimiento del clima contra la protesta social piquetera. El Presidente también lo es: se puede protestar pero hay que terminar con los corte de calles, dice. Los desocupados, a quienes han tratado de convertir en no personas, en invisibles, dejaron ese lugar precisamente haciéndose notar con los cortes de calles o rutas. Es cuando menos equívoco decirles que se hagan invisibles nuevamente o, lo que es lo mismo, un poquito invisibles, que no molesten, que no jodan. En manos de Kirchner está que el clima no siga enrareciéndose, que se cumpla su palabra de no dar los palos que ansían aquellos conversos que ayer aplaudieron el mercado como panacea de la economía, que no son otros que los que en un pasado no tan remoto apelaron a majestuosos generales para poner orden, por utilizar una frase cara a Hilda de Duhalde.