EL PAíS › OPINION
› Por Tununa Mercado *
La primera vez que regresé a la Argentina apenas restablecido el gobierno democrático, una amiga me ofreció dar una vuelta en su auto por Buenos Aires. Remontamos Avenida del Libertador hacia el norte. Ella se puso tensa. Algo la perturbó y sólo unas cuadras después me dijo que acabábamos de pasar por la Escuela de Mecánica de la Armada. En los últimos diez años había evitado ese camino y pensó que había llegado el momento de enfrentar lo que durante tanto tiempo había eludido: ese lugar, me dijo, es la ESMA. Se lo decía también a sí misma, como si palpara la realidad y la hiciera suya. Una semana después fui a Córdoba. En el trayecto en ómnibus hacia el Valle de Punilla, en voz muy baja, mi hermana me dijo “Esa es ‘La Perla’”. Pero ya habíamos pasado y sólo pude ver unos edificios, lejos de la carretera, sin fijarlos. La misma ansiedad, el mismo espasmo, la precaución aprendida y sedimentada durante los años de la dictadura.
Esos dos reconocimientos topográficos materializaban lo que ya sabíamos en México por los testimonios de sobrevivientes de los campos de concentración. Allí estaban, emplazados, se erguían sobre cimientos. “La Perla” más escondido entre sierras bajas. La ESMA un conjunto de edificios propios de una institución militar, urbanos, académicos. Se podía pasar frente a la ESMA. Hasta que el presidente Kirchner liberó el campo y en los años previos al 2004, se podía pasar frente a la ESMA, estar frente a las rejas de la entrada, gritar, maldecir a los que aparecían ocasionalmente o ex profeso en las ventanas, percibir maniobras en el interior, oficinistas, personal; afuera, a lo lejos, un campo de deportes. Incluso, se pudo “intervenir” las rejas con siluetas realizadas por artistas plásticos con diferentes técnicas y materiales para crear una figuración de las víctimas, para hacerlas presentes.
Ver fugazmente durante veinte años La Perla, a lo lejos desde la carretera, en auto o en ómnibus. Veinte años después de aquel regreso a la Argentina entrar en la ESMA. Dos acciones y sus efectos: una cosa pasar y mirar, y otra atravesar las puertas de lo que fue un centro clandestino de detención y de exterminio en plena Ciudad de Buenos Aires, que será convertido en un Espacio para la Memoria. ¿Cómo será esa Memoria?
Somos un grupo de unas quince personas: Familiares de desaparecidos y detenidos por razones políticas, gente que estuvo en el exilio y regresó, miembros del proyecto de recuperación de esos espacios; un sobreviviente, Víctor Basterra, que pasó cuatro años en ese lugar y cuyo testimonio es capital para juzgar a quienes en esos lugares torturaron, vejaron, esclavizaron, mataron. No vamos a recorrer las 15 hectáreas del predio, sólo la parte que nos importa, la que estuvo habilitada como campo de exterminio, rodeada por una valla de lámina que la separa del resto, donde siguen funcionando de manera provisoria los pabellones de la Armada. Singular y paradójica decisión oficial la de ese “destierro” que experimentan ahora los oficiales y cadetes de la Marina, veinte años después de que sus colegas de armas compartieran como victimarios el mismo espacio que sus víctimas. Están “exiliados” detrás de la barda; se los ve en sus tareas, al fin los exiliados son ellos, intrusos, por añadidura, porque deberán abandonar el sitio, se supone que pronto, no se sabe cuándo.
El recorrido flanquea la barda divisoria. Repite el que hacían los secuestrados cuando eran llevados a la Esma. El ingreso es por un “playón” de estacionamiento. La misma senda de los prisioneros, el mismo trayecto: la “huevera” o sala de tortura, así llamada porque “era un lugar muy hermético, muy cerrado”, dice Víctor Basterra ; la “maternidad” en la que las prisioneras parían a sus hijos que serían robados por sus verdugos; los altillos –los llamados “capucha” y “capuchita”– en los que se hacinaban los detenidos, tabicados, esposados y con grilletes –hay muescas en el borde de los peldaños provocadas por las cadenas–; el “pañol” que atesoraba el botín conquistado en los operativos de secuestro; los sectores de “inteligencia”: documentación, fotografía, supuestamente una imprenta.
No tenemos conciencia de las relaciones con ese espacio hasta que nuestras antenas calculan por nosotros las dimensiones reales de un recorrido y de un lugar. Si “pasaron” por allí cinco mil personas, esa población tuvo que ser permanentemente diezmada para que cupieran todos, más los propios oficiales entrenados en el terror y otros que podían convivir allí sin molestarse por lo que sucedía a su alrededor, un piso más abajo. En el transcurso de varios años de su funcionamiento el interior de esos edificios fue modificado, para disimular las tareas que allí se habían ejecutado, lo que no impide una reconstrucción precisa de lo que allí pasó.
He descrito sintéticamente ese recorrido. Fue lento el desplazamiento de la mirada y la conciencia se agolpó en el cuerpo, preparándose para después, para cuando la impresión fatídica cediera y fuera posible pensar. Nos señalan una escalera clausurada, aunque hay marcas que delatan su existencia. Allí, en los primeros escalones, Martín Grass, un sobreviviente, vio el cuerpo de Rodolfo Walsh acribillado y pudo recuperar ese momento sólo hace poco, cuando se abrió la ESMA y “exiliaron”, “trasladaron”, “concentraron” a los marinos detrás del cerco. Adviértanse las comillas que connotan estos verbos.
Sabemos por Lilia Ferreyra, mujer y compañera de Walsh, que en el verano de 1977, unos meses antes de su muerte, había empezado a escribir la Carta de un escritor a la Junta Militar y que había terminado un cuento, Juan se iba por el río, entre otros textos. El grupo que lo emboscó y mató en las inmediaciones de la Avenida San Juan, terminó la tarea entrando a saco en su casa de San Vicente y llevándose todos sus escritos inéditos.
El relato que sigue me fue entregado por Lilia Ferreyra.
“En el año 82 viajé a España desde México, donde estaba exiliada. En Madrid conocí a Martín Grass, sobreviviente de la ESMA, con quien hablamos durante una larga noche sobre la historia del horror en ese centro clandestino. Mi primera pregunta fue ¿qué pasó con Rodolfo? Escuché la descripción pausada, casi cuidadosa, de la imagen brutal de la muerte que vio en el sótano de la ESMA: el cuerpo acribillado de Rodolfo, con el pecho cortado por una diagonal de impactos, tirado en el cemento frío. Martín lo reconoció y se estremeció. Había visto otros muertos por las balas, pero nunca un cuerpo al que le hubieran disparado con tanto odio, quizá porque querían agarrarlo con vida y Rodolfo se resistió para impedirlo. ¿Y qué hicieron con él?, pregunté. No sabía; suponía que quizá lo hubiesen quemado, porque difícilmente preparaban un vuelo para tirar sólo un cuerpo al río. En estos casos, en la ESMA solían desaparecerlos con lo que ellos llamaban un ‘asadito’”.
“... La Perla ¿existió? Sí, era un lugar de reunión de detenidos, no una cárcel clandestina... los subversivos estaban ahí más a resguardo de sus pares...”. (Luciano Benjamín Menéndez, 15 de marzo de 1984, Revista Gente).
“Para mí, el campo de concentración significó una gran explosión dentro de mi cerebro.” (Teresa Celia Meschiati, Testimonio)
Voy de un sitio a otro de la información electrónica; encuentro el emplazamiento de La Perla, busco nombres, un plano me sitúa en la ruta 20, de Córdoba a Carlos Paz, dos ciudades que fueron mías por nacimiento y por frecuentación. A un costado, Malagueño, un pueblo que para mí siempre fue sólo el nombre de una estancia o finca de la aristocracia, donde se hacían “bacanales” según la óptica de la beatería cordobesa que no soportaba que gente de su propia clase diera escándalo. ¿No estuvo allí el Che Guevara, jovencito, enamorado de alguna Ferreira?
Teresa Celia Meschiati, sobreviviente de La Perla, menciona un puente nuevo que permite la entrada a ese pueblo. Leo: “Sobre un terreno elevado, a la derecha, se encuentra el campo de concentración. El mismo es visible desde la ruta, llamando la atención las cuatro garitas que lo rodean. Durante 1979 comenzó a funcionar una unidad de caballería. Aparentemente no se modificó la construcción, pero sí los aspectos exteriores (pintura, plantación de árboles, etc.) (...) Desde el patio externo del campo los prisioneros podían ver la fábrica de cemento Corcemar (llamada Calera de Yocsina)”.
Y más adelante: “Señalo especialmente la ‘cuadra’ (lugar por el cual pasaron entre 1500 y 2000 personas), con capacidad para setenta personas acostadas en colchonetas de paja sin separación ninguna, las cuales estaban dispuestas contra las paredes y en el centro del salón”. Reconozco en el testimonio el mismo sistema de tortura que en la ESMA: “Me atan los pies y las manos a los barrotes de una cama, quedando suspendida en el aire. Me ponen un cable en el dedo del pie derecho”. La misma descripción estaba haciéndonos Víctor Basterra en la visita a la ESMA cuando inesperadamente, apoyada en una pared de “Capucha”, donde el hacinamiento fue igual que en la “cuadra” de La Perla, hay una cama de hierro, la típica de los cuarteles. Una sola. ¿Se les olvidó? ¿Sería esa una de las camas que conoció Basterra?
Evoco el paisaje de ese valle suave que empieza ya a la altura de Yocsina, vuelvo a repasar de memoria el momento en que las construcciones de La Perla se ven desde el camino. En efecto, en mi primer viaje de hace tres décadas, había árboles que no dejaban ver los edificios bajos. Ahora tengo incorporadas las imágenes que vieron y reconstruyeron los sobrevivientes. En esos textos el paisaje descansa sobre la muerte. Meschiati relata en su testimonio una conversación escuchada durante su cautiverio.
A mediados de 1978, estando presentes el teniente primero Villanueva, el suboficial mayor Vega, los sargentos Aytes Ríos y Padivani, y el civil Yañez conversaban sobre el suboficial que arrendaba los campos vecinos a La Perla para sembrarlos. La jefatura del III Cuerpo no quería renovarle el contrato. Este señor, a pesar de plantear su desacuerdo con la mencionada jefatura, prefería esta resolución... “porque mientras roturaba la tierra, había encontrado restos humanos”.
El campo de concentración no cesa de estallar en el cerebro, es cierto. Las partículas que esa bomba de fragmentación ha dejado a lo largo de la historia en circunstancias semejantes no han dejado de estallar. Una frase, sin embargo, puede configurar una nueva significación: los restos, en efecto, son humanos; tienen un destino de perduración precisamente en los atributos de su humanidad: la palabra, la memoria, la escritura. Son tierra fértil.
* Escritora.
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