Dom 06.03.2016

EL PAíS  › OPINION

La ilusión del relato, la verdad del infierno

› Por Martín Granovsky

El discurso de Mauricio Macri, el martes 1º, elevó a niveles mágicos la palabra “relato”. El uso de la fuerza pública y la captura de Lula durante cuatro horas, el viernes 4, bajó las cosas a tierra: la política en Sudamérica se juega en el infierno de los ciclos económicos, las oscilaciones de la mirada popular, la capacidad de las fuerzas políticas para leer la correlación de fuerzas y tensar o distender según corresponda, la lucidez para cambiar y la chance de cambiar a tiempo. De ese infierno no se salva siquiera el tornero nordestino que después de 500 años de historia impulsó el ascenso social en masa de 40 millones de pobres, cumplió con su objetivo de tres comidas diarias para todo un pueblo y devolvió la autoestima a sectores relegados desde el esclavismo a vivir en la barraca de los explotados.

Durante unos días dio la sensación de que la clave es cómo se cuentan las cosas. Si Macri no historiaba la herencia recibida como un pasado maldito, sostenían algunos de sus partidarios, no podría justificar el dólar a 16 (“de pánico”, diría Alfonso Prat-Gay) o la inflación del 40 por ciento. Perdería legitimidad.

El análisis partía de considerar que existió y existe un relato mentiroso, el de Cristina, y que era preciso derrotarlo mediante la instalación de otro nuevo, sincero y cristalino.

En el fondo hay una idea prepolítica. O antipolítica. La política sería una impostura y la pelea debería arrancarle la máscara. La realidad sería solo un reflejo del mundo de las palabras. La manipulación manda y los hechos le obedecen. Quien exponga la manipulación y revele sus mentiras vencerá. Así de fácil.

Una franja cristinista de pensamiento básico cree que alcanza con mostrar que Macri se sacó la careta. ¿Vieron? Es, nomás, un neoliberal. Los macristas enamorados del propio relato encontraron su fórmula. ¿Vieron? Cristina era, nomás, una impostora que destruía el Estado y aumentaba la pobreza mientras decía lo contrario. A la vez asoma en el macrismo un sector más realista. “Si Brasil estornuda la Argentina corre peligro de neumonía”, dijo la canciller Susana Malcorra.

No es que las narrativas, en política, sean inútiles. Al contrario. Son la explicación de lo que quiere un Presidente. Y, sin mentir, incluyen cierta exageración imprescindible. Pero la clave de su eficacia es, por un lado, la cercanía con la realidad y, por otro, la empatía con los anhelos sociales predominantes. La publicidad negativa sirve en elecciones, aunque tampoco es la carta ganadora. Para gobernar no alcanza.

Néstor Kirchner no fue popular por su denuncia de los años 90 sino por las políticas de crecimiento del empleo o el cambio de la Corte, y por su narrativa de futuro: pasar del Infierno al Purgatorio.

Con apoyo en la popularidad final de Néstor, del 70 por ciento, cuando solo habían transcurrido cuatro años de ciclo kirchnerista, el punto fuerte de Cristina Fernández de Kirchner en 2007 fue su promesa de continuidad. En 2011 Cristina era la presidenta que había evitado la destrucción de la Argentina en medio de la crisis iniciada en 2008. También la jefa de un espacio político que, como suele recordar el antropólogo Alejandro Grimson, abarcaba no solo a los nuevos kirchneristas sino a casi todos los peronistas, incluyendo a los representados por Hugo Moyano, Sergio Massa y José Manuel de la Sota, frente a opositores deshilvanados. Fue reelecta. Luego, ninguna narrativa posterior compensó el estancamiento económico, la inflación y la disgregación de la alianza social y política originaria. Más allá o más acá de su peligro real, ni los buitres ni Héctor Magnetto fueron percibidos a nivel popular como la causa de una economía empobrecida o el motivo superior de un combate en el que los argentinos debían dejar de lado sus objetivos módicos de mejora cotidiana. La candidatura de Scioli chocó, entre otras cosas, contra ese tono épico que no coincidía con los problemas del 2015, contra su propia gestión en la provincia de Buenos Aires, contra su escasa vocación de liderazgo y contra una alianza social más frágil.

La política a veces es como los autos viejos. El castigado Renault 12 con 30 años a cuestas le sirve a un remisero para changas de barrio. Si lo llevase en expedición de Buenos Aires a Purmamarca le aparecerían una a una todas sus debilidades.

Es que todo, siempre, no se puede. Si la economía no crece, si decrece o si crece poco. Si eso pasa después de diez años de la misma fuerza política en el gobierno. Si esa fuerza no sabe, no puede o no quiere reciclarse. Si se da todo junto, adiós futuro. Si los conservadores tienen éxito en partir la sociedad y, en lugar de esquivar la encerrona, los progresistas la aceptan gustosos o la alientan, o no pueden derrotarla, chau porvenir. Sucede lo mismo con la corrupción. Está mal en sí misma. La financiación ilegal de la política está mal. Ponerse plata pública en el bolsillo propio está mal. Pero, además del deber ser, todo empeora si antes se redujo el margen maniobra por efecto de la crisis económica. No está escrito en ningún lado que los nuevos gobiernos conservadores, como el argentino, queden exentos de esta ecuación. Hasta los gobiernos de Bolivia y Uruguay, los menos cuestionados por asuntos de corrupción en Sudamérica, sufren hoy un desgaste por las relaciones de Evo con una ex mujer y la supuesta aparición de un hijo, y por el descubrimiento de presuntas irregularidades en el curriculum del vicepresidente uruguayo Raúl Sendic.

En un trabajo notable publicado en diciembre de 2015 en la revista brasileña Piauí, “El lulismo contra las cuerdas”, pronosticaba André Singer, ex vocero de Lula: “Desde una perspectiva popular, la asociación intuitiva entre el desvío del dinero público y la caída en el ritmo de actividad económica puede generar un efecto devastador en las urnas en 2016 y 2018”.

Este año Brasil tendrá elecciones municipales. Previsiblemente perderá en la principal ciudad, San Pablo, donde hoy el intendente Fernando Haddad es del PT. En octubre de 2018 se celebrarán los comicios presidenciales.

¿Lula es un blanco móvil porque así lo resolvió Washington? Si no Washington, ¿un sector de la inteligencia estadounidense? ¿La Casa Blanca decidió que es hora de terminar con la era iniciada entre 1999 y 2007 por Hugo Chávez (1999), Lula (2003), Néstor Kirchner (2003), Tabaré Vázquez (2005), Evo Morales (2006), Michelle Bachelet (2006) y Rafael Correa (2007)? ¿Tiene origen en los Estados Unidos el copyright de un método que se basa en el desarrollo de un Poder Judicial convertido en facción, la articulación de ese judiciario con los grandes medios y el estímulo del núcleo de las finanzas internacionales y las elites domésticas porque de ese modo suponen que cortarán de raíz cualquier atisbo de renacimiento popular?

Las preguntas pueden ser lícitas. Pero ni la teoría conspirativa ni el registro de una conspiración verdadera responderán otra pregunta: ¿por qué un plan de ese tipo tendría éxito ahora si no lo tuvo antes fuera de países pequeños como Paraguay y Honduras?

En el paper mencionado Singer prefirió otro método de trabajo. Describió el proceso general iniciado en 2003, mostró las insuficiencias y la mala praxis y enlazó momento a momento la política y la economía.

Singer compara el comienzo de Lula con el inicio de un ciclo de Estado de bienestar, pleno empleo y aumentos salariales al estilo del que arrancó en los Estados Unidos con Franklin Delano Roosevelt en 1933 y duró por lo menos 30 años. Para Singer, el lulismo es un ciclo de reforma en grageas y por acumulación que, por eso mismo, precisa un horizonte de décadas por delante. El 31 de diciembre de 2010 Lula dejó su segundo mandato con 80 por ciento de aprobación, 7,5 por ciento de crecimiento, 5,3 por ciento de desempleo y un salario mínimo 54 por ciento mayor al de su primer día de gobierno. Enormes masas de brasileños accedieron por primera vez a la casa propia, al auto, al dentista, al viaje en avión y al diploma universitario.

En su primer mandato Dilma Rousseff amplió los planes sociales, redujo la tasa de interés y logró terminar el gobierno con un salario mínimo valorizado en un 72 por ciento respecto del 31 de diciembre de 2002, último día de gobierno de Fernando Henrique Cardoso. Aunque en pelea dura, ganó su reelección en octubre de 2014. Pero días después anunció que entregaría el Ministerio de Hacienda de su segundo mandato a Joaquim Levy, un austericida empleado del sector financiero. Escribe Singer que así el lulismo se convirtió en un boxeador que pierde sus defensas.

La Dilma Uno, según Singer, dispuso medidas audaces pero que, según Singer, necesitaban de un crecimiento del 5 por ciento para ser sustentables cuando el mundo ya afrontaba la crisis financiera de 2011 y propugnaba otra vez el neoliberalismo como salida global. Su entonces ministro Guido Mantega desafió a los bancos y reformó el sistema eléctrico con subsidios para la industria. La reacción contra Dilma y Mantega fue violenta en la prensa, en los empresarios transnacionales que antes celebraban el milagro brasileño, en los bancos y, paradójicamente o no, entre los grandes empresarios industriales paulistas.

La Dilma Bis no hizo una corrección suave sino que pegó el volantazo. Levy y el giro económico bruscamente regresivo le hicieron perder el apoyo propio y la legitimidad para enfrentar los problemas políticos, que además, según Singer, quiso atacar “en tono jacobino y comprándose muchas peleas al mismo tiempo”.

En 2015 el PBI cayó un 3 por ciento, decreció el salario real, la inflación llegó al 10 por ciento. La base del PT quedó paralizada.

En esas condiciones el juez Sergio Moro, el mismo que el viernes ordenó detener a Lula, avanzó con la Operación Lava Jato con la ilusión de convertirse en la réplica brasileña del Mani Pulite de los fiscales italianos. Un Manos Limpias que, dicho sea de paso, tras derruir al viejo sistema de prebendas y coimas en la obra pública fulminó a los dirigentes políticos tradicionales pero abrió el camino a la era de Silvio Berlusconi.

Envalentonado por el humor callejero, que pasa del individualismo a posturas cada vez más conservadoras, Moro refuerza su estrategia: imponer largas prisiones preventivas para favorecer la “delación premiada” de los reos (como quiere Macri en la Argentina) y realizar operativos espectaculares usando fiscales de una fuerza de tareas especial y ayudado por una Policía Federal cuyo aparato de inteligencia el PT nunca había desmantelado.

Singer escribía en su artículo de diciembre de 2015 que en caso de juicio político exitoso la interrupción del mandato de Dilma podría generar un efecto de catarsis. Y que ese efecto, combinado con una derrota electoral grave en 2016, produciría en el lulismo el doble estigma de quedar convertido en responsable de la crisis económica y culpable de connivencia con la corrupción. Es lo que está en juego. Es lo que quiere evitar Lula cuando promete que a sus 70 años dará batalla con más fuerza que un tipo de 30.

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