› Por Mario Wainfeld
Cuando el presidente Mauricio Macri intentó hacer entrar por la ventana de la Corte Suprema a Horacio Rosatti y Carlos Rosenkrantz emitió un decreto y se informó al presidente del Tribunal, Ricardo Lorenzetti. La oleada de protestas y críticas, transversal por cierto, y el rechazo de los supremos actuales forzó al Gobierno a retroceder y “aceptar” el camino constitucional.
En las audiencias que instituyó el decreto 222 del presidente Néstor Kirchner los dos aspirantes fueron preguntados por ese manejo taimado. Rosatti porfió en su postura: la justificó largo, tendido y monótono.
Rosenkrantz eligió una salida asombrosa e inverosímil. Adujo que jamás hubiera aceptado jurar ante la Corte sin el previo acuerdo del Senado. La aseveración, queda dicho, contradice sus propios actos. El decreto se divulgó, se envió a la Corte, los periodistas buscaron tenazmente a los nominados. Rosenkrantz debía haber explicitado su postura y, aun, su cuestionamiento a la elevación del decreto a la Corte. Su silencio valió como aprobación. Por si hiciera falta, el ministro de Justicia, Germán Garavano, dio cuenta de haber hablado y consensuado la medida con los dos abogados pre-supremos en numerosas entrevistas.
La “picardía” de Rosenkrantz no es la primera que registra. También borró (u ordenó borrar o toleró que borraran) del portal de su estudio jurídico la frondosa lista de clientes VIP, corporaciones poderosas nacionales o multi. Fea la actitud.
La audiencia no es equivalente a concurso por una cátedra universitaria. La razonable versación jurídica, comprobada, de los aspirantes es parte de los requisitos legales y políticos sin completarlos. El comportamiento deplorable debería ser sopesado por los senadores... Debería, se subraya.
La trayectoria de Rosenkrantz amerita dos ángulos para debatir. Uno es ideológico, valorativo y por ende disponible. Tiene antecedentes valiosos como asesor del presidente Raúl Alfonsín y representante de la Comunidad Homosexual Argentina en tiempos difíciles,
Actualmente y desde hace muchos años revista en un estudio de perfil fenicio, que representa o asesora a empresas poderosas. Y es rector de una universidad privada, paga y de privilegio. Un formato profesional que Kirchner rehusaba en la notable Corte que formó y que para Macri es virtuoso. Son puntos de vista disímiles. Hasta ahí se trata de criterios discutibles, a la luz de las ideologías de cada cual.
Más grave, porque roza la esfera republicana, es la estrecha relación del abogado y el rector Rosenkrantz con el Grupo Clarín y otras grandes corporaciones, en uso de cualquiera de los dos sombreros.
Le facturó al Grupo, lo patrocinó en causas relevantes. Y articula con él una Maestría de periodismo que reporta beneficios a ambas partes y que, en razón de la fecha, es publicitada generosamente en los medios dominantes.
Rosenkrantz prometió excusarse “por decoro” en causas en que intervenga el Grupo. Es un compromiso parcial y sesgado. Por lo pronto, anticipa que no cree que deba excusarse por imperativo legal. O sea, que su apartamiento sería optativo. Por otra parte cualquier persona informada sabe que los vastísimos intereses de Clarín se cruzan con muchas cuestiones que podrían caer en la Corte. La destrucción de la Agencia Federal de Servicios de Comunicación Audiovisual (Afsca) es asunto prioritario para Clarín que no será “parte” interviniente en las causas que ya se han iniciado.
Otro tanto puede presuponerse sobre los reclamos de organismos internacionales (por ejemplo, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos) respecto de violaciones a la libertad de prensa.
La lista podría extenderse aunque no agota potenciales conflictos de intereses que aguardarían al doctor Rosenkrantz. Todos sus patrocinados tienen interés en bancar medidas imaginables del gobierno respecto de derechos laborales vigentes.
El conflicto de intereses es una de las máculas de la gestión oficialista. La abundancia de CEOs o gerentes o grandes empresarios va delineando situaciones reprobables. Los ministros Ricardo Buryaile, Juan José Aranguren y Pablo Avelluto ya han concretado acciones que benefician a las empresas de su propiedad o aquellas en las que trabajaron. No es corrupción estrictamente porque los beneficios son sectoriales, aunque se mojan con la lluvia que provocan.
Sería todo un problema, lesivo a la ética republicana, que esa contradicción recalara en la Corte.
El Acuerdo senatorial exige dos tercios de votos favorables. Es inviable sin el concurso de muchos legisladores del Frente para la Victoria. Todo indica que no serán esos problemas los que algunos entre ellos ponderarán para levantar la mano o bajar el pulgar. Habrá que ver.
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