EL PAíS › OPINIóN
› Por Martín Granovsky
La cifra es 21. Barack Obama y Raúl Castro se dieron ayer el apretón de manos más largo de la historia. Duró 21 segundos y se produjo el 21 de marzo, en el comienzo de la primavera boreal. Los dos sonreían como chicos en la primera visita de un presidente norteamericano no solo desde la revolución del 1ª de enero de 1959 sino en los últimos 88 años. ¿Un paso hacia la normalización de relaciones? Puede ser, siempre que se tenga en cuenta una definición del diplomático e investigador cubano Francisco López Segrera: “Las relaciones entre Cuba y Estados Unidos nunca han sido normales”.
Miembro del plantel cubano en la Argentina en tiempos de Raúl Alfonsín, funcionario de la Unesco, formador de diplomáticos de su país y autor de 25 libros, López Segrera publicó el año pasado su trabajo “Cuba-EE.UU. De enemigos cercanos a amigos distantes”, sobre el período 1959-2015. “Antes de 1959 la isla era una neocolonia de EE.UU., donde el embajador de este país tenía más poder que el presidente de la nación cubana”, escribió para explicar su tesis de la anormalidad permanente. “EE.UU. ha percibido el tema de Cuba más como un asunto doméstico que como una relación internacional con un país soberano.” La normalidad consistiría, para López Segrera, en que Washington deje de percibir a Cuba como “un país de soberanía limitada” y acepte el mismo tipo de relaciones que tiene con Brasil, Canadá o Francia. Implicaría, por caso, eliminar el bloqueo y devolver Guantánamo, al oriente de la isla, donde hoy funciona una base militar norteamericana.
En los días previos a su visita, Obama insistió en presentar el diferendo con Cuba como un resabio de la Guerra Fría entre los Estados Unidos y la Unión Soviética. La explicación es limitada. La Guerra Fría solo reforzó los problemas de fondo entre Cuba y los Estados Unidos desde la existencia misma de Cuba como país independiente de España, en 1898. Ese fondo respondía al expansionismo estadounidense. El objetivo estuvo presente inmediatamente después de 1776 y concretado con fuerza mediante la anexión de territorio mexicano durante la fiebre del oro en el siglo XIX. Guantánamo está ocupada por los Estados Unidos desde 1903.
El bloqueo fue impuesto en 1960 como respuesta a la nacionalización de propiedades norteamericanas y aún se mantiene. En 1961, el año de nacimiento de Obama, el demócrata John Kennedy resolvió la invasión de Bahía de Cochinos contra Cuba. La Unión Soviética cayó en 1991. Hasta hoy debieron pasar 55 años desde la invasión derrotada y 25 años desde la implosión soviética para que otro presidente demócrata tuviera la audacia de cruzar los 144 kilómetros que separan a los Estados Unidos de Cuba y encontrarse con un presidente cubano que, además, se llama nada menos que Castro.
Las relaciones fueron históricamente tan anormales, o tan normales desde el punto de vista colonial, que Calvin Coolidge solo visitó La Habana en 1928 para una conferencia panamericana, la sexta. Fue allí cuando Honorio Pueyrredón, que había sido canciller de Hipólito Yrigoyen y era embajador en Washington, dijo que “la intervención diplomática o armada permanente o temporaria atenta contra la independencia de los Estados”. El general Augusto Sandino se había levantado en Nicaragua y los Estados Unidos habían resuelto castigar el gesto de independencia.
Es decir que la de Obama no es solo la primera visita en 88 años. Más que eso, se trata de primera visita de un presidente norteamericano a Cuba con motivos bilaterales. Obama fue a Cuba por la relación con Cuba.
Quitarle trascendencia histórica al viaje sería infantil. No es lo mismo ordenar el desembarco de mercenarios en Playa Girón que pasear con Michelle Obama por la Habana Vieja. En términos continentales, no es lo mismo estimular la guerra civil en Colombia y la militarización de la lucha antinarcóticos, dos fenómenos que según informaba ayer Telesur se cobraron 220 mil muertos, 79 mil desaparecidos y ocho millones de afectados totales, incluyendo a los campesinos desplazados, que aprovechar el paso por La Habana para que el secretario de Estado John Kerry se reuniese, como hizo ayer, con representantes de las guerrillas de las FARC y el Ejército del Pueblo.
Otra definición de López Segrera: “Del conjunto de conflictos que Obama enfrenta en su política exterior –Oriente Próximo, Rusia y otros–, el diferendo con Cuba es el que reúne mejores condiciones para obtener resultados rápidos y mostrar un éxito incuestionable”.
Obama, pues, unió lo útil a lo agradable. Y el gobierno cubano también. Un Castro, Fidel, comenzó la revolución y otro Castro, Raúl, afronta el desafío de cumplir un sueño: administrar una transición de incorporación gradual de la economía de mercado al estilo vietnamita y no una salida sin control como la soviética. De paso, con su madrina económica Venezuela en problemas políticos serios igual que el principal inversor privado, Brasil, y una América Latina en proceso de regresión conservadora, Castro no tenía por qué dejar con la mano en el aire al presidente de los Estados Unidos más realista respecto de Cuba desde 1898. Ningún otro presidente en 118 años hizo el mismo cálculo de costos y beneficios y pronunció la misma frase de tres palabras que Obama expresó ayer (“Cuba es soberana”) en el único país de América Central y el Caribe que se rebeló exitosamente contra el mandato colonial.
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