EL PAíS
› PANORAMA POLITICO
Reparaciones
› Por J. M. Pasquini Durán
Los debates metodológicos entre el Ministerio de Economía y el Indec acerca de la estadística del desempleo no alcanzan para disimular la envergadura del problema: en el país más de cinco millones de personas tienen problemas de empleo, en una gama que va desde el desocupado completo hasta el ocupado parcial. Hay jóvenes con tres décadas de vida que nunca tuvieron un trabajo o aprendieron un oficio y se cuentan por decenas o centenas de miles los que si mañana encontraran un empleo calificado no estarían en condiciones de desempeñarlo por deficiencias en la educación y la formación básicas. Las encuestas tampoco registran las penurias de los que trabajan, sometidos a la máxima precariedad, con horarios estirados sin derecho a pagos extras ni a los descansos semanales, remunerados en la mayor parte de los casos por sueldos que no alcanzan a cubrir las necesidades mínimas de una familia tipo, despojados de los derechos laborales que la clase obrera había conquistado durante el siglo XX. Para describir las condiciones de trabajo y de vida de los más débiles, excluidos o incluidos, es preciso remontarse a los relatos clásicos de las primeras asociaciones proletarias y artesanales de fines del siglo XIX, por muy exagerada que parezca la comparación. No hay exageración que no tenga cabida en el relato vital de los pobres en la actualidad.
Sólo en este contexto puede considerarse el caso de los sobornos en el Senado en el año 2000 para aprobar la reforma laboral enviada por el Poder Ejecutivo, una ley que canceló de un solo envión medio siglo de conquistas obreras. De lo contrario, sin los efectos sociales del acto, el trámite podría confundirse con un asunto de moral individual, cuyos efectos dañarían en exclusividad el prestigio de las partes involucradas en el cohecho, pero sin más consecuencias. No es así: los coimeados cobraron por causar daño a millones de conciudadanos y los sobornadores pagaron con idéntica o peor indiferencia hacia el destino colectivo. Extendido el significado en toda su amplitud, la Justicia se hará cargo del juicio y el castigo que permitan las evidencias, pero el Ejecutivo y el Legislativo están apelados a una obligación que ya no necesita esperar el fallo judicial. Es urgente cancelar la ley surgida de aquella reforma para devolverles a los trabajadores los derechos secuestrados. Es la justicia mínima y posible, a pesar de que las tres centrales sindicales no han tenido el reflejo, hasta ahora, de concurrir a esa demanda con todo el empuje de que puedan ser capaces.
Habría que esperar, además, que la corporación política fuera capaz de limpiar la basura de sus salones interiores, pero es una expectativa vana. Tan ilusa o inútil como la de aquellos que al principio de estas dos décadas de democracia creían que las Fuerzas Armadas, si se les daba la oportunidad, podrían amputar de sus cuerpos los tumores malignos que crecieron en los años de plomo. Igual que un símbolo de esa impotencia senil de la vieja política por ahí anda el ex presidente Fernando de la Rúa exhibiendo con impudicia sus excusas de lata, cuyo patetismo ni siquiera provoca carcajadas debido al trágico fraude de la voluntad popular que significaron sus dos años de gestión, no sólo el episodio del soborno. En paralelo, aparecen algunos pocos pero importantes miembros de aquel Ejecutivo que aprovechan la ocasión para restañar las heridas en sus propias imágenes, aunque para lograr el intento hacen caso omiso de las repercusiones económico-sociales de las políticas de ajuste, subordinadas al Fondo Monetario Internacional (FMI), del gobierno que los tuvo de coprotagonistas, entre ellas la mentada reforma laboral, pero antes hubo un impuestazo y un forzado descuento en los salarios de los empleados estatales, para no citar la lista completa de las defraudaciones. Si nada o muy poco puede esperarse de la corporación política para limpiar las instituciones, tampoco los tribunales son de plena confianza. Ayer mismo, en el mediodía de la televisión, el presidente Néstor Kirchner sentenció sin vacilaciones: “Confío en la Justicia tanto como confía el pueblo”. ¿Quiere decir que al final no pasará nada? Una respuesta apresurada puede ser tan equívoca como algunas interpretaciones de extremos contrarios acerca de lo que sucedió hace dos años, cuando las cacerolas expresaron a los golpes el infortunio popular. Para algunos, eso fue el “argentinazo” que habría puesto al pueblo en el borde de un proceso revolucionario aún sin consumar, mientras otros consideran que no pasó nada porque los que debían irse se quedaron. Lo más probable es que el análisis más verídico circulará entre esos extremos, siempre que se tenga en cuenta que los procesos políticos y sociales, a diferencia de las fotografías estáticas, requieren nuevas y múltiples miradas a medida que ocurren.
Así sucede, para hacer referencia, con el activo movimiento piquetero que en estos años ha modificado forma, figura y contenidos. Ya nadie puede considerarlo la reunión pasajera de los más desesperados que acudían a la única medida de fuerza que su situación les permitía, el corte de calles y rutas. Era un movimiento casi inorgánico, sin programa propio ni tareas muy claras, aparte de la protesta y la rebeldía. En el 2000 fue reconocido como aliado de las clases medias –“piquete, cacerola, la lucha es una sola”–, las mismas que hoy parecen molestas por la constante presencia de esa costumbre incómoda de interrumpir el tránsito cotidiano. En el interior del movimiento, que ya tiene jurisdicción nacional, se fueron perfilando agrupaciones diferenciadas por las distintas miradas de sus dirigentes sobre la hora actual y, por consiguiente, escindidos en diversas conductas para influir sobre esa realidad. Al mismo tiempo, buena parte de esas comunidades organizadas realiza en su interior iniciativas comunitarias (desde huertas hasta fábricas de zapatillas) para elevar la calidad de vida de sus asociados y alguna, la Federación de Tierra y Vivienda (FTV) por ejemplo, apura el paso para reconvertir las políticas de subsidios asistenciales en auténticas políticas de ingresos y la creación de nuevos empleos.
Mucho se especuló con la posibilidad de violencia durante los actos preparados para recordar lo que pasó hace dos años, pero el viernes transcurrió sin novedades de importancia a pesar de los augurios de repetición de saqueos en el conurbano, y quizá la jornada de hoy complete la conmemoración con pasión militante pero sin desbordes provocados por el rencor o por nadie, sin mencionar a los profesionales de la provocación. Los piqueteros, en general, tienen la oportunidad de mostrar madurez y templanza y, a la vez, ganarán en prestigio social y cultural. Al fin y al cabo, la evocación permite renovar el compromiso en la conciencia de todos con la demanda que sigue pendiente: que se vayan todos los que deben irse. Y, asimismo, que no vengan los que no deben, como el agregado militar que enviaba el gobierno uruguayo de Batlle, identificado por su labor de torturador en la clandestinidad del terrorismo de Estado rioplatense. Por un lado, es otro episodio en las malas relaciones de Batlle y Kirchner, enfrentados por sus diferentes actitudes hacia los derechos humanos, pero también prueba que los conservadores no vacilarán, si tienen la oportunidad, en hacerles lugar a los monstruos en las posiciones amparadas por el Estado de la impunidad.