EL PAíS
› OPINION
Lo nuevo del Año Nuevo no lo trae el almanaque
› Por José Pablo Feinmann
Cierta vez, un amigo tuvo una desgracia sobre fin de año. Esta, digamos, “situación temporal”, funcionó como inmediato consuelo: “Por suerte este año podrido ya se termina”, suspiró, sumergido en los insondables consuelos que da el almanaque. Festejó –como nunca– el fin del año. Comió. Bailó. Y se emborrachó con furor: para olvidar y para festejar la apertura de una nueva temporalidad en que no habría contratiempos. Diez días más tarde, en pleno enero, con calor, con mosquitos, chocó el auto y se quebró un brazo. Una desgracia “menor” que tuvo en él el peso de una revelación. ¿Cómo, no había terminado el año? ¿Por qué esta desgracia ahora, cuando todo era nuevo, cuando habíamos dado vuelta la página? Abrumado, me confesó impecables verdades filosóficas: “El tiempo no tiene nada que ver con el almanaque, viejo. Qué año nuevo ni qué pelotas. Este año empezó igual que el anterior, mal. ¿Qué tiene de nuevo?”. Había descubierto un par de verdades esenciales sobre la temporalidad. El tiempo (el verdadero tiempo) no tiene relación con el almanaque, las fechas, las sidras, panes dulces, Papá Noël, Reyes Magos y todas esas patéticas artimañas que los hombres se inventan para tolerar cosas difícilmente tolerables. Por ejemplo: que no hay años nuevos. Que los años no terminan. Que no hay una “temporalidad lineal” prolijamente trozada entre sacerdotes y comerciantes. Que no hay Pascuas. Que no hay Día del Amigo. O Día de la Madre. O Día de la Secretaria. O... ¡Día de la Mujer! No hay nada de esto. Estas son ficciones. Señalamientos para espíritus tiernos que necesitan muletillas constantes para aferrase y caminar. No hay tiempo. O sí: pero no tiene nada que ver con el Almanaque. ¿Qué decimos cuando decimos “Feliz Año Nuevo”? Expresamos un deseo que se relaciona con una partición establecida de la temporalidad que la divide en vieja y nueva. Inaugurar una “temporalidad nueva” implica crear una esperanza, renovar una fe con la simple excusa del almanaque. Veamos, ¿cómo empieza el “Año Nuevo”? En general, con las vacaciones. ¿Qué hacen entonces los ávidos humanitos? Huyen hacia las playas, el calor, el mar, el sol. O sea, nada nuevo. Hacen lo que hacen siempre. En lugar de amontonarse en Buenos Aires se amontonan en Mar del Plata o Pinamar. Hay una eterna repetición de lo mismo que a nadie lleva a preguntarse dónde está lo nuevo. En los veraneos, por ejemplo, la cuestión del tiempo es fundamental. Pero no al modo de Ser y Tiempo, o Filosofía del tiempo inmanente. Sino al modo del servicio meteorológico. ¿Qué tiempo tenemos? ¿Bueno, malo, húmedo, frío, ventoso? De “ese” tiempo depende el veraneo. Si “te toca” un mal tiempo tu veraneo se arruinó. Te quedás en el hotel jugando a la escoba de quince y escuchando los berrinches de los pibes. Si “te toca” buen tiempo, todo te sonríe. Playa, aire, voley, hacer la plancha, achicharrarse al sol. ¡Qué vida, qué tiempo hermoso!
Sin embargo, en ninguno de los dos casos el tiempo fue “bueno” o “malo”. El tiempo, simplemente, fue. Si en una playa desierta llueve todo el día, no hay “mal” tiempo. Lo hay si esa playa está llena de turistas. Es el “proyecto veraniego” de los turistas el que hace del tiempo algo bueno o malo.
La filosofía se ocupó extensamente de esta cuestión. Kant (se viene un “revival” kantiano arrasador) y luego el Heidegger de Ser y Tiempo y el Sartre de El ser y la nada centralizaron el “tiempo” en el hombre. Espacio y tiempo –como condiciones de posibilidad del conocimiento– están, para Kant, en la conciencia cognoscente. En Heidegger, creo, la cosa se torna fascinante: es el arrojo del ser-ahí hacia sus posibles lo que hace que el tiempo exista. En Sartre, el tiempo existe porque la conciencia es proyectante. Veamos. Si yo quiero salir de mi escritorio y hay una enorme piedra en la puerta, esa piedra es un “escollo”. Una “adversidad”. Es lo que Sartre (muy a lo Heidegger aquí) llama “el grado de adversidad de las cosas”. Pero la “adversidad” no está “en” la piedra. Es mi proyecto de querer salir de mi escritorio el que transforma a esa piedra en “adversa”. Ella, en sí misma, sólo es lo que es, una piedra. Lo mismo con el tiempo. Si no hubiera hombres sobre este mundo (el Dasein arrojado a sus posibles, el para-sí lanzado a sus proyectos) no habría tiempo. El tiempo viene al mundo por la condición pro-yectante del Dasein. O porque el Para-sí sartreano siempre quiere ser lo que no es. Una piedra nunca quiere ser lo que no es. Ni un árbol. Ni un volcán. Cariló no es una playa cara. Lo que la hace cara es el proyecto de varias conciencias pro-yectantes de instalarse en ella. Es mi “deseo” el que otorga sentido a una coseidad del mundo. Sin él, sólo es una coseidad entre otras. Un mundo sin hombres es un mundo sin significaciones. O sea, sin temporalidad. Podría hablarse del “tiempo” de Dios. Pero el “tiempo” de Dios no existe, porque Dios no es “temporal”. No tiene pro-yectos, no está arrojado, su estado no es deyecto. Dios, desde la eternidad, es lo que es. El tiempo, por el contrario, existe porque el hombre nunca es lo que es, siempre quiere ser lo que no es y esto lo arroja hacia sus posibles, abriendo –desde el presente– la dimensión del futuro.
En suma, el Año Nuevo, por sí mismo, no va a traer nada nuevo. Hasta esa hoja del almanaque que damos vuelta. O hasta el almanaque que ponemos en lugar del “viejo” significan nada. Un ritual. Una convención. Una racionalidad de inventario, una contabilidad burocrática. Lo “nuevo” –si viene– vendrá por la fuerza crítica de nuestras decisiones. ¿Queremos algo nuevo para la Argentina? Vendrá de nuestro compromiso, no de alguna fecha milagrosa. Hay algo “viejo” en la Argentina. Algo que el país “fue” y no debería seguir siendo si busca ser otra cosa, si busca lo nuevo. Fue la corrupción, las mafias, la política como corporación de negocios, el farandulaje obsceno, las fiestas en Punta del Este, la Convertibilidad, el desprestigio de la clase política. Y también fue diciembre del 2001. Y la unión de “esa” militancia con los primeros, vertiginosos meses del gobierno de Kirchner. Lo nuevo surgirá de los distintos proyectos enfrentados. No todas las conciencias pro-yectantes quieren lo mismo. Un alto empresario ligado a un lobby extranjero privatizador y con políticos corruptos a sus pies no quiere para el país lo mismo que un obrero, un piquetero o un laborioso intelectual que busca, entre tanto marasmo, consolidar una centroizquierda que cobije –como primera etapa– a los desangelados del hambre. No somos iguales, no queremos lo mismo. El “futuro” lo abre el arrojo temporal de la derecha tanto como el de la izquierda. Y en ese “tiempo” se decide eso que se llama el “futuro” del país, que no existe por los “ganados y las mieses” sino por los proyectos políticos temporalizantes destinados a hacer de este territorio un espacio de conciencias libres, autónomas.
Hay un pasaje del Martín Fierro que dice: “El tiempo es sólo tardanza de lo que está por venir”. Grave error de nuestro poema gaucho. El tiempo no está “adelante” y “viniendo” (más rápido o más despacio hacia nosotros): el tiempo está “abierto” por nuestras luchas presentes, y nuestras luchas presentes se hacen porque estamos arrojados en medio de la sed, la pasión y la praxis que proyectan (y “abren”, hacen “posible”) un futuro en el que se decidirán nuestras luchas.
Ahora, si quiere, descorche su sidra, como su pan dulce, váyase a la playa con todo su sobrepeso y su alegría inmediatista y livianita, pero sepa que eso no es lo “nuevo”. Que el año no “empezó”. Porque el tiempo no empieza sino que transcurre, no se detiene, no lo trizan, no lo dividen las Fiestas ni le dan “linealidad” y “sentido” las utopías tranquilizadoras. El tiempo es el espacio posibilitado por nuestros proyectos y por los proyectos de los Otros. Es, así, un campo de lucha. Un combate. Y usted, lo quiera o no, forma parte de él.