Mié 13.07.2016

EL PAíS  › OPINIóN

Desmadre y costos

› Por Claudio Scaletta

Cruzar números siempre resulta tedioso para el lector, pero si se quiere comprender el desmadre tarifario generado por la Alianza PRO es necesario detenerse en unos pocos indicadores. El principal es el costo de producción del gas. Un trabajo reciente del investigador de la Fundación Bariloche Nicolás Di Sbroiavacca, mostró sobre la base de los balances presentados a la SEC estadounidense por YPF, que el costo de producción promedio del millón de BTU de gas es de 1,9 dólares. El precio internacional que habitualmente se toma como referencia, el Henry Hub, cotizaba la semana pasada a 2,8 dólares, pero se trata del resultado de un fuerte repunte iniciado a fines de mayo, cuando tocó un piso de 1,8 dólares, casualmente el mismo valor que tenía dos meses antes, a fines de marzo, cuando el ministro de Energía, Juan José Aranguren, decidió el tarifazo a los consumidores del fluido y, en el mismo acto administrativo, llevó de poco más de 2 dólares a casi 5 dólares el precio que recibían las gasíferas. El argumento de este aumento, incentivar las inversiones para lograr el autoabastecimiento, no es real, pues ya existía un valor de 7,5 dólares el millón de BTU para el “gas nuevo”, es decir, para el que se demostraba provenía de nuevas inversiones.

Dejando de lado los números finos, se trató de la duplicación del precio recibido por las empresas, una transferencia a las petroleras por alrededor de 3000 millones de dólares. Pero hay que ser cuidadosos con la cifra, porque las distintas consultoras y especialistas muestran una dispersión bastante amplia del número, desde quienes hablan de mayores ingresos por 2800 millones hasta quienes afirman que son 3500 millones. La dispersión, sin embargo, no cambia las conclusiones: Por el gas entregado al sistema de transporte (boca de pozo) las gasíferas pasarán de facturar menos de 4000 a casi 7000 millones de dólares anuales. Luego, si se toma como referencia el costo de producción de YPF, reciben casi 5 dólares por la unidad que les cuesta 1,9 producir, todo sin meterse en los vericuetos de las variaciones del precio internacional de referencia, ya que el fluido no es estrictamente una commodity.

La síntesis de estos números no demanda grandes abstracciones: el tarifazo del gas empezó con una transferencia a las gasíferas por alrededor de 3000 millones de dólares anuales. Un pase de manos gigantesco que el macrismo ni siquiera consideró necesario justificar más allá de algún balbuceo sobre las inversiones y que, a pesar de la reacción social provocada por las nuevas tarifas, continúa manteniéndose fuera de la discusión.

Esta transferencia no puede ser tratada como un derecho adquirido e inalienable de las petroleras. Por el contrario, debe ser el primer paso a sincerar y retroceder para la normalización tarifaria y un punto que seguramente ocupará un lugar central en las futuras audiencias públicas. Como destacaron desde el Instituto de Energía Scalabrini Ortiz (IESO), el “precio del gas al ingreso del sistema de transporte” o PIST representa entre el 65 y el 80 por ciento del valor de la factura que reciben los distintos segmentos de usuarios. El resto corresponde al transporte y distribución.

Sobre estos antecedentes, resulta por lo menos llamativo que en el nuevo planeta CEO que administra el Estado haciendo alarde de planillas de Excel, nadie hable de los costos de la producción que las nuevas tarifas vendrían a subsanar. Una respuesta posible es que desarmar la facturación lleva directamente a las transferencias a las petroleras.

A su vez, la negación del dato central provoca que en el discurso público ya no se sepa si los objetivos son presupuestarios, ecológicos, de austeridad franciscana o todo junto. De “la mentira de la herencia K” que engañó a la población diciéndole que era posible consumir energía sin mayores preocupaciones, se salta directamente a sujetos individualistas y derrochadores que, en plena Patagonia, andan “en remera y con las ventanas abiertas”, según el ministro Rogelio Frigerio. O peor, también en remera pero “en patas” en las grandes urbes de clima templado, según la versión del hijo de Franco Macri. La incursión en la vida privada por parte de los restauradores del neoliberalismo no deja de ser un dato de color, aunque no tan desopilante como la intervención del jefe de Gabinete Marcos Peña sobre “las inundaciones y todo eso” originadas por el daño ecológico planetario de tener la estufa encendida.

Queda el detalle de la calidad de la política económica. El que se vendió como “el mejor equipo de los últimos 50 años” reconoce públicamente que avanza con la improvisada técnica del ensayo y error. El propio ministro de Energía afirmó no haber medido los impactos sociales de sus decisiones, sinceridad que supera cualquier anécdota. La presunta candidez sería tolerable si no entrañase sufrimiento social concreto, desde recortes del ingreso disponible de los trabajadores, cierre de empresas y desempleo hasta simplemente pasar frío. Lo menos que se le puede exigir a un hacedor de políticas públicas es conocer las relaciones causa-efecto de sus medidas y haber estudiado in extenso el tema sobre el que decide. Que un integrante del Poder Ejecutivo sostenga alegremente que está aprendiendo sobre la marcha es una afrenta a los votantes y una responsabilidad presidencial.

Lo avanzado hasta el presente, con reacción social y judicial incluida, más los anuncios de anteayer con topes del 400 y 500 por ciento adicionales sobre boletas anteriores, representa un verdadero pastiche. Si lo que se buscaba con el ajuste tarifario era eliminar subsidios, algo que podría ser comprensible y necesario en muchos casos, no se entiende por qué se duplicaron alegremente los costos del gas pagados a las petroleras y, en consecuencia, continúan los subsidios a pesar de los mayores costos para los consumidores. Tampoco se entiende la necesidad de garantizar una ganancia del 150 por ciento sobre los costos de producción. Y si de lo que se trataba era de “sincerar” los valores de la energía alineándolos con los internacionales, ignorando costos internos, tampoco se entiende por qué, como reseña el citado informe de la Fundación Bariloche, en la Argentina las empresas gasíferas pasaron a cobrar 2,5 veces más de lo que reciben en países como Canadá, donde cobran 2 dólares el millón de BTU. Luego, si el objetivo contra viento y marea era multiplicar pagos a las empresas y eliminar completamente subsidios, no se entiende por qué no se aprovecharon los bajos precios internacionales para producir una transición más gradual en vez de contribuir al shock económico. Finalmente, si de los que se trataba era de aumentar la producción para reducir importaciones, lo menos que podría haberse exigido desde el poder del Estado, a cambio de la graciosa transferencia de 3000 millones de dólares por año, eran compromisos de inversión firmados por las empresas beneficiarias.

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