EL PAíS › OPINIóN
› Por Mónica Peralta Ramos *
Un sismo político sacude a la civilización occidental y expresa el malestar social en un presente dominado por el control del capital monopólico sobre todos los ámbitos de la vida social. Oleadas de convulsiones políticas desnudan la crisis de legitimidad institucional. Desde la elección presidencial en los Estados Unidos hasta la salida de Inglaterra de la Comunidad Europea, un populismo de distintos signos ideológicos agrieta a las instituciones republicanas en el primer mundo reclamando autonomía nacional, representación política y bienestar económico. Al mismo tiempo, “golpes blandos” jaquean al populismo en América Latina e imponen los intereses de los más poderosos. Esta conjunción de fenómenos no es casual. El capital monopólico se expande por el mundo generando estancamiento de la producción global, destrucción del medio ambiente y creciente desigualdad social. Las instituciones de la democracia liberal no pueden digerir esta destrucción y obstruyen la participación y representación popular. El bloqueo del “gobierno del pueblo y para el pueblo” desnuda la creciente desintegración de la gobernabilidad democrática. En este contexto, un orden social nuevo emerge y se globaliza. Formas de organización subterráneas, de tipo mafioso y en abierta contradicción con las normas y valores de la democracia se ramifican dentro de las instituciones existentes, las vacían de sentido y cooptan su cáscara. Constituyen un entramado que desde las sombras, cultivando la coerción y la corrupción, busca el control absoluto del poder y del dinero. Esta metamorfosis de lo “viejo” se suma a la generación de nuevos espacios institucionales de índole privada desde donde se cooptan funciones esenciales a los estados soberanos. Por una u otra vía, esta nueva institucionalidad busca el control monopólico de las decisiones que se toman a nivel global, tanto en el ámbito económico, y político como en el cultural.
Rastros de la existencia de este entramado institucional aparecen, en mayor o menor grado, tanto en el primer mundo como en la periferia. Desde tiempo atrás, la Argentina muestra las huellas de la nueva institucionalidad. La caída del terrorismo de Estado inauguró un periodo democrático caracterizado por una enorme fragilidad institucional. A pesar de la política de derechos humanos, del enjuiciamiento del terrorismo de Estado y de otros importantes cambios ocurridos en democracia, una trama de relaciones mafiosas y clandestinas impregna a las instituciones del país. Hundiendo sus raíces en el riñón del poder económico concentrado y escondiendo su cabeza en el tenebroso mundo de la “inteligencia,” este entramado mafioso ocupa hoy el primer plano del escenario político.
La alianza “Cambiemos” llegó al gobierno a través de elecciones e inició su mandato convirtiendo a las promesas de la campaña electoral en su antitesis. Detrás de las masivas transferencias de ingresos que sus políticas producen, emerge un objetivo estratégico: “salir del populismo” a través de cambios estructurales destinados a “maniatar” al Estado y producir una gobernabilidad sin inclusión social. La rapidez y profundidad de los cambios en los precios relativos, la apertura indiscriminada de importaciones, la desocupación masiva, la perdida del poder adquisitivo de la población y el endeudamiento externo buscan imponer la preeminencia de las rentas de todo tipo en una economía crecientemente primarizada. En estas circunstancias, no bastan las leyes y decretos. El elemento central será la coerción, en sus distintas formas: desde el disciplinamiento social a través del miedo a la desocupación y al hambre hasta los intentos de moldear la agenda política del día con operaciones mediático-judiciales que, al mismo tiempo que pretenden identificar al populismo con corrupción, buscan “naturalizar” al entramado de complicidades mafiosas que corroe al sistema institucional argentino.
Para imponer el reverso de las políticas prometidas, el gobierno utiliza a los medios concentrados como punta de lanza de un dispositivo que, incluyéndolos, los trasciende. Usando una aceitada red de relaciones subterráneas que conecta a los servicios de inteligencia con miembros del Poder Judicial, legisladores, funcionarios, periodistas, dirigentes políticos, empresarios etc. Los medios implantan en la opinión pública información cuya veracidad nunca es puesta en duda. Con un formato que apela al entretenimiento por el horror, estos medios mimetizan la política del gobierno anterior con ilícitos de todo tipo ocultando al mismo tiempo los ilícitos actuales. Más allá de la verdad de los hechos denunciados, las operaciones mediático/judiciales no solo buscan “embarrar la cancha” engañando y ocultando los objetivos de la política oficial sino que naturalizan la existencia de esta red mafiosa y las “operaciones” que produce. Con un mensaje único y una divulgación mediática monolítica, masiva y reiterada, los medios crean una realidad que se independiza de la trama mafiosa que la origina. Por arte de magia, toda la política del gobierno anterior se identifica con la corrupción y la red de complicidades que producen las operaciones mediático-judiciales se naturaliza.
Esta manipulación institucional no agota los intentos de imponer los cambios deseados. Para ello el gobierno también incursiona por otros caminos, siendo uno de ellos la inclusión del país en un orden institucional global y extraterritorial que, pretendiendo consagrar el libre comercio internacional, impone el dominio del capital monopólico sobre la producción y sobre funciones esenciales a los Estados soberanos. De ahí que la “apertura al mundo” que propone Macri (Página/12 17.5 2016; 16. 6. 2016) se complemente con la incorporación del país a la Alianza para el Pacifico, antesala inevitable a la inclusión en uno de los tres mega tratados de comercio internacional impulsados por los Estados Unidos: el Acuerdo Estratégico Transpacífico de Asociación Económica o TPP. Este último es el norte silencioso de la política de Macri.
En efecto, el TPP profundiza cambios estructurales de enorme trascendencia en lo que hace a la integración productiva y la soberanía nacional. Por un lado busca privatizar a las empresas públicas y sacar del ámbito del Poder Judicial la atribución de dirimir eventuales conflictos con las corporaciones multinacionales. Para ello propugna el desarrollo de tribunales de arbitraje de índole privada y extraterritorial, conformados por abogados de empresas multinacionales. Exento de todo tipo de control social, este arbitraje privado no se atiene a precedentes legales y sustituye funciones básicas del Estado en diversas áreas de la vida social: desde la economía, la salud y la educación hasta el medio ambiente. Por otra parte, el TPP impone el derecho de las corporaciones multinacionales a compensación económica por la eventual frustración de “expectativas de futuras ganancias” y profundiza el control que estas corporaciones tienen actualmente sobre la división internacional del trabajo. Basada en cadenas globales de valor (CGV) controladas en puntos estratégicos por un reducido numero de empresas multinacionales, esta división del trabajo integra el proceso productivo a nivel global y lo desintegra a nivel local generando así un contexto donde las decisiones de inversión y producción a nivel local dependen de la racionalidad del complejo empresario multinacional. Esto bloquea la capacidad que el Estado tiene de articular una política productiva acorde con los recursos de su territorio y las necesidades de su población. Estas CGV han tenido un impacto negativo sobre la industrialización de los países, sean estos del primer mundo o de la periferia. Así por ejemplo, en los Estados Unidos han producido una creciente des- industrialización acompañada por la decadencia de ciudades anteriormente pujantes, la precarización del trabajo y el empobrecimiento de vastos segmentos de la población. El impacto de la crisis brasilera sobre nuestra producción industrial es sólo un ejemplo de las consecuencias negativas de las CGV en la periferia.
El momento que vivimos no surgió de la nada. Las políticas aplicadas por este gobierno no son casuales ni producto de la ineficiencia. Más allá de esto último, estas políticas se enraízan en un proyecto mundial de expansión económica y gobernabilidad social. También se explican por lo que ha ocurrido en nuestro pasado más reciente. De ahí la importancia de analizar no solo el contexto global sino también los éxitos y los fracasos de la década pasada, incluyendo el rol del Estado, la política industrial y la inclusión social resultante. Solo conociendo de donde venimos podremos saber hacia donde vamos. Solo con conciencia de nuestras limitaciones podremos encontrar un camino que, superándolas, conduzca a una integración nacional con inclusión social sustentable.
* Socióloga.
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