EL PAíS › OPINIóN
› Por Mario de Casas
La sucesión de devaluaciones que nos viene propinando Macri en alianza con unos cuantos ex progresistas: de la moneda, de los salarios, de la soberanía, de la lengua, entre otras, hace necesario aclarar que con el término revolución no me voy a referir a la “revolución de la alegría” macrista; no, me referiré a la revolución como aquellos cambios políticos, económicos y culturales –más o menos bruscos– que persiguen el progreso, la justicia social y la emancipación popular como objetivos estratégicos.
Asimismo, voy a reseñar una devaluación anterior, ésta sí gradual –y precursora—: la de lo que alguna vez fue el pensamiento progresista en la región, que se observa a partir de la década del ‘50 tanto en ámbitos académicos, de militancia política y religiosos, como en vastos sectores de la población; fenómeno que destaca la importancia de aquella sentencia memorable de Néstor Kirchner en su discurso de asunción el 25 de mayo de 2003, luego honrada en los hechos: “No voy a dejar mis convicciones en la puerta de la Casa Rosada”.
A los efectos de este análisis no importa si las causas de tal depreciación fueron la ignorancia, la confusión o el oportunismo, lo cierto es que el proceso histórico y los discursos recorrieron un camino que, más allá de alguna discontinuidad transitoria, tuvo un trazo firme durante cuarenta años, hasta la emergencia de gobiernos populares que con sus particularidades y en el contexto de la realidad de cada país quebraron una tendencia que parecía irreversible. En nuestro caso la ruptura más contundente se logró en lo político, no en lo económico y cultural.
En los años 50 y parte de los 60 aquel pensamiento social latinoamericano evolucionó hasta producir un desplazamiento epistemológico: la Teoría de la dependencia fue cediendo terreno a la de los Modos de producción y las formaciones económico-sociales. Entre los católicos, por otra parte, alcanzó su cenit laTeología de la liberación con el Concilio Vaticano II. Sin embargo, con la excepción de la narrativa, cuya renovación discursiva y estilística –etiquetada el boom de la literatura hispanoamericana por la publicidad editorial– se apagó a mediados de los ‘70, fue al promediar los ‘60 cuando comenzó un retroceso general, razón por la cual estas líneas tratan de lo ocurrido a partir de entonces.
¿Cómo involucionó –se derechizó– buena parte del pensamiento progresista desde los años ‘60 del siglo pasado hasta nuestros días?, ¿qué importancia tiene revisar tal metamorfosis y relacionarla con nuestro presente? Por la complejidad de la cuestión es probable que haya más de una respuesta a estos interrogantes.
Si se sigue el derrotero de las reflexiones políticas de un arco nada despreciable de la izquierda en los países dependientes en general y en los de América del Sur en particular, comprobaremos que en los ‘60 el foco estaba puesto en la revolución; en los ‘70 se empezó a hablar de “cambio y desarrollo”; en los ‘80 de la “democracia”, así, sin adjetivos, como si democracia sólo fuera ir a votar –la acotación vale porque, no obstante la inmensa importancia del voto, hubo una nueva degradación de cierto pensamiento progresista en la medida que legitimó democracias liberales que sirvieron más para consolidar formas de dominación que procesos de emancipación popular—; desde los ‘90 el problema es la “gobernabilidad” de esas “democracias”, es decir, cómo gobernar estas sociedades que se resisten a la supresión de derechos.
Cuando aún no se cierra esa etapa, hoy vemos que personajes con responsabilidades públicas, que se autodenominan progresistas, ubican en el centro del debate político la discusión sobre lo que podríamos llamar la militarización y policiabilización de la sociedad, a partir de las declaradas “guerras” al narcotráfico y otros delitos, con una impresionante amplificación a cargo de los aparatos de propaganda más conocidos como medios masivos de comunicación; cóctel que instaló como preocupación política y social excluyente el problema de la “seguridad” –no precisamente la de los más vulnerables—, mientras se planifica y genera miseria y se hipoteca el país.
Lo que permaneció invariable durante todo el siglo XX y en lo que va del actual es el uso político de la corrupción por parte de los sectores dominantes, atribuyéndola al ADN de los gobiernos nacional-populares y democráticos como estrategia destinada a legitimar la sistemática eliminación de conquistas alcanzadas por los sectores populares; maniobra que cuenta no sólo con la virulencia de los aparatos de propaganda sino con esa parte del Poder Judicial que funciona como máquina de extorsión. Esta constante no es casual: se trata de una estrategia históricamente efectiva para manipular las capas medias, que siempre contó con el aporte de exprogresistas, incautos u ofuscados denunciantes seriales.
La construcción de una hegemonía que asegurara el avance hacia una nueva fase de acumulación capitalista requería terminar con el Estado social, para liderarla era fundamental ganar la denominada Guerra Fría eliminando así el modelo que la ponía en cuestión; pero este triunfo implicaba para EE.UU. –como paso previo– el control del hemisferio, lo que con respecto a nosotros no era –y no es– otra cosa que ahogar el movimiento nacional y popular en alianza con elites locales en su carácter de ejecutoras y socias minoritarias. Así, el terrorismo de Estado logró un triunfo militar, político, económico e ideológico decisivo para una reconfiguración nacional compatible con la hegemonía en ciernes, que luego condicionaría fuertemente la democracia.
Es el sustrato ideológico de entonces lo que ha permanecido inalterado en amplios sectores de la sociedad: los parámetros de sentido individualistas, mercantiles y apolíticos se instalaron incluso en militantes comprometidos con las causas populares.
De esta manera, la historia de los hechos y del pensamiento en el período considerado nos ayuda a comprender la conformación de la alianza Cambiemos, como así también que un factor determinante de su legitimidad de origen haya sido la concurrencia de elecciones mediáticamente manipuladas, mucha ingeniería electoral y fuerte despolitización social; más aún, explica algo hasta no hace mucho inconcebible: que el Presidente avale casos de injusticia por mano propia en nombre de la “seguridad” sin que miembro alguno de la alianza se ponga colorado.
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