Mié 31.03.2004

EL PAíS  › OPINION

La esperanza y la sospecha

› Por Luis Bruschtein

Los quiero mucho, mucho, mucho”, sale la frase seca, se desprende sin énfasis de su boca, con un eco que sólo alcanza a transmitir falta de convicción, o la sombra de una duda sobre cuál será la reacción de esa misma gente que ahora grita “Nina y Juárez un solo corazón” cuando ellos no representen más el fatalismo del poder, el patrón paternalista y severo, el puño de hierro.
Nina, la mujer anciana con el pelo tenso y demasiada pintura en la cara, que busca frases cariñosas cuando todos la reconocen temible, saben de su mano dura, su deleite por el poder y su placer por las alabanzas cortesanas, proyecta a todo el país la imagen inmerecida de un Santiago del Estero arqueológico aferrado a telarañas. Ella sonríe, con Juárez a su lado. Y hasta ese gesto que debería ser cálido ha sido pensado tantas veces por ellos como un pequeño destello de acero para proyectar autoridad que ahora ni siquiera les alcanza para simular calidez.
Es probable que el viejo caudillo conservador sospeche que esta vez no podrá manejar las riendas, como lo hizo durante más de cincuenta años, cuando puso gobernadores, cuando negoció con la dictadura o cuando la intervención menemista allanó su retorno tras el Santiagazo. En todo caso, esa sospecha no lo impulsó a confrontar, a resistir con uñas y dientes. Se limitó a hacer una demostración de fuerza, un gesto de advertencia, como si se dispusiera a esperar que la inminente intervención lo vaya a buscar, como siempre, para negociar en las sombras.
No le faltan razones para la esperanza y tampoco para la sospecha. La esperanza de que podrá retomar los hilos del poder se basa en su propia experiencia, como sucedió con la intervención en la época de Menem. Pero si Carlos Menem y Juan Schiaretti, el ex interventor y actual vicegobernador de Córdoba, creyeron que Juárez era el único que podía poner en caja a la provincia sacudida por el Santiagazo, el último año demostró que sólo lograron profundizar el proceso de crisis y degradación institucional.
Para el próximo interventor, conciliar con Juárez será lo mismo que echar kerosene al fuego. Por primera vez, el viejo caudillo sospecha que puede no haber retorno, que se acabó la cuerda. En esa imagen anacrónica del balcón santiagueño los gestos traslucían a veces esa esperanza, pero más esa sospecha. Trató de ser un sobrador “hasta luego y ya nos volveremos a ver”, pero resonó con la amargura de una despedida. Como Menem, sabe que para una gestión conservadora y autocrática sólo los atributos del poder embellecen al esperpento. Sin ellos, la ilusión de belleza se disuelve como un hechizo.

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