EL PAíS
› PANORAMA POLITICO
COMPLICACIONES
› Por J. M. Pasquini Durán
Los partidarios de la represión conservadora tuvieron los dientes apretados durante los últimos diez meses, mientras el presidente Néstor Kirchner avanzaba contra la impunidad de los violadores de los derechos humanos y contra la corrupción de las fuerzas de seguridad, desde las primeras horas de su gestión hasta los conmovedores actos del último 24 de marzo. Son innegables los méritos de esa conducta reparadora y sorprendió a muchos, pero hoy está claro que no agotaba la necesidad de una política de Estado sobre la seguridad urbana que pusiera límites a la actividad criminal, en primer lugar a la que se comete con la complicidad directa o el amparo de policías y guardiacárceles y con la ineficacia, a veces deliberada, de los tribunales. Aunque el delito no es exclusivo del área metropolitana (Capital y Gran Buenos Aires), el territorio bonaerense encabezó la dolorosa estadística, ya sea por el número debido a su alta concentración demográfica como por la cercanía a la atención mediática de alta difusión, entre otros factores que contribuyen a la complejidad del problema.
Las recetas de la derecha para combatir el delito son tan ineficaces como hipócritas porque es habitual que sean la excusa para reprimir a la protesta social contra las injusticias, con el cuento que la pobreza, consecuencia directa de la organización económico-social conservadora, es una fábrica de malhechores. En la actualidad, la materia prima de esa fábrica es un combinado de corrupción, de impunidad y de “derecho al botín” que fue auspiciado por las prácticas del terrorismo de Estado. El secuestro extorsivo y las violaciones son subproductos de esas prácticas, lo mismo que la extorsión a las familias de las víctimas. El desprecio por la vida de las personas, en primer lugar de los jóvenes, es otro rasgo característico de aquella época de horror.
Deberían recordar estos antecedentes todos aquellos que hoy vuelven a crisparse en busca de “soluciones” violentas y descargan su furia sobre los más débiles. Son los que opinan con banalidad que “hay que meter en caja a los piqueteros”, “deberían terminar de una vez con los negros borrachos y drogadictos”, “los delincuentes tienen refugios en las villas” o “no es casual que los ‘chupaderos’ estén ubicados en los barrios más miserables”. El “sentido común” puede estar infectado de prejuicios, exclusiones y aun de diversos tipos de racismo. Conviene, por eso, ser cautelosos para apreciar algunas propuestas cuyo fundamento último es que forman parte del “sentido común”. En especial cuando es utilizado por las ideologías represivas, utilizadas más de una vez por las mafias en provecho propio. Para citar un clásico: Alfonso Capone, hombre de misa dominical y muy apegado a su familia, construyó una parte sustancial de su poder criminal tomando por asalto algunos sindicatos útiles a sus fines (portuarios, camioneros y otros) al grito de “¡Mueran los rojos!”.
La izquierda, también esta vez, ha contribuido poco a la formulación de políticas de Estado sobre la seguridad, ya que por lo general considera al delito como una consecuencia “natural” de las injusticias del sistema capitalista y, por lo tanto, sin solución en tanto perdure “el sistema”. Tampoco son aprovechables las experiencias de los Estados socialistas, desde La Habana hasta Moscú, porque no tienen aplicación posible en las condiciones de la democracia capitalista. Es habitual que al considerar el fenómeno criminal las propuestas estén vinculadas al pleno empleo, salarios dignos, educación para todos y hasta el no pago de la deuda externa, lo cual, en última instancia, tiene una buena dosis de racionalidad, pero no remueve en el corto plazo los dramáticos efectos de la inseguridad urbana ni atenúa los temores extendidos en una considerable proporción de la sociedad.
En esta hora, sin embargo, son más que indispensables los aportes del pensamiento progresista para la elaboración de un programa primario de seguridad que salga al encuentro de la urgente preocupación de tantos ciudadanos, a fin de no dejar el espacio vacío para que lo ocupen los que pretenden “endurecer la mano”. Por supuesto que sería preferible construir escuelas en vez de ampliar las cárceles, pero aun así parece oportuno que los legisladores que se ubican en el espacio de centroizquierda, aunque fragmentados por diferentes concepciones sobre la construcción del movimiento popular y distintas aproximaciones al actual gobierno, hagan el esfuerzo de ofrecer una propuesta compartida para la consideración de los poderes republicanos pero sobre todo dedicada a la reflexión de la movilización ciudadana. No quiere decir esto que ninguno renuncie a sus convicciones generales ni que dejen de reaccionar a las prepotencias de las mayorías en el Congreso, pero no está dicho en ningún manual que el rol de la oposición deba limitarse a opinar en la prensa sobre los defectos o las malevolencias de los partidos del Pacto de Olivos.
Está claro para muchos que la mera sanción de nuevas leyes es poco más que un gesto simbólico, en tanto los demás factores de la cuestión sigan sin tocarse, incluso alguna legislación vigente. Sólo a manera de referencia: entre las propuestas de Blumberg figura una que obligaría a los presos a trabajar ocho horas, dentro o fuera de la cárcel, incluso en obras públicas como acostumbran en Estados Unidos. Lo primero sería derogar la ley ya existente que impone el trabajo en las cárceles, aunque sólo a voluntad del preso y para los que tiene condenas firmes. En el penal de Olmos hay mil doscientos reclusos, de los cuales ciento noventa reunirían las condiciones de la ley vigente. En cuanto a la referencia norteamericana, habría que aclarar que muchas cárceles están administradas por empresas privadas y el trabajo de los presos, que puede ser alquilado por el Estado o una corporación, contribuye a la rentabilidad de los concesionarios.
Además de una reforma política que imponga valores a los políticos y autoridades que sean antagónicos con las maneras actuales de hacer política y de ejercer el poder, habría que poner en marcha una reforma de la Justicia, con tribunales reordenados de tal modo que el ladrón de gallinas y el banquero estafador no vayan a parar al mismo depósito de expedientes y para que no haya presos esperando sentencia durante años, a veces por más tiempo que la pena que le corresponde por el delito cometido, provocando la superpoblación carcelaria y convirtiendo a las comisarías en anexos informales del servicio penitenciario. Para éstos fue pensado el beneficio del dos por uno, pero terminó bastardeado a tal punto que están a punto de aprovecharlos los condenados por el asesinato de José Luis Cabezas. Inadmisible.
Primero que nada: ¿Qué hacer con la “maldita policía”? ¿Cómo horizontalizar el control de gestión a los vecinos de cada comisaría, con algún tipo de mecanismo que les permita revocar cuadros superiores de la institución o, por lo menos, influir en su elección? ¿Habrá que tener una o varias policías en lugar del monstruoso aparato actual, con 45 mil miembros en la provincia de Buenos Aires? Al mismo tiempo, descontando que exista una política antinarcóticos sostenida y rigurosa que hoy no es visible, habrá que apelar a los recursos del Estado y al compromiso de organizaciones no gubernamentales para atraer la atención de los adolescentes y jóvenes que hoy son atraídos al delito por ausencia de expectativas, carentes de todo en medio de una sociedad basada en el consumismo como sinónimo de éxito.
¿Tendrá una comprensión de esta amplitud el plan que anunció el ministro Gustavo Beliz y que será difundido en los próximos días? El asunto es de tal envergadura que sin duda en algo contribuyó a la úlcera de duodeno, además de los antibióticos odontológicos, del presidente Kirchner, hospitalizado durante estas pascuas. Los partes médicos esperan su recuperación completa en siete o diez días. En ese caso, debería coincidir en el tiempo con el punto de partida para la respuesta efectiva al clamor ciudadano que todavía espera.