EL PAíS
› OPINION
Una mano enguantada en la lata
› Por Mario Wainfeld
La Argentina es un país complejo que ha evolucionado notablemente desde la restauración democrática, pero algunas cosas siguen siendo como son. Todavía hay gente y gente. Alguna gente funciona como dueña del país, está acostumbrada a mandar y no tiene hábito de ser llevada al banquillo de los acusados, ni qué decir a la cárcel. Gente de pro, gente que ha hecho este país, vamos. María Julia Alsogaray se sabe uno de ellos y como tal habló ayer en Comodoro Py. El marxismo ha perdido rating pero la conciencia de clase existe y ayer tuvo una oradora a la altura.
Con todo, los tiempos imponen sus reglas. Por caso, que la Dama del tapado se plegara al discurso democrático imperante. No habló desde el privilegio sino desde una pretendida igualdad. Sus últimas palabras ante el Tribunal –expresadas con un manejo notable, superfamiliarizado de la jerga jurídica– fueron las de una ciudadana privada de justicia. Se quejó de haber padecido un proceso inquisitorial, de haber sufrido intrusión en la privacidad, de que la novia de uno de sus hijos hubiera debido soportar la invasión de su cotidianidad.
Pero todo discurso público tiene su metamensaje y el de María Julia trasuntaba con delicadeza –como escrito en esa tinta limón no legible a simple vista– la arrogancia de los dueños del país. Se le notó un poquito, por caso, cuando recordó que su padre Alvaro había sido ministro de Frondizi hace casi 50 años. Nosotros, sus señorías –parecía espetarles a los integrantes del Tribunal colegiado– somos gente habituada al poder. La señora acaso mostró la hilacha cuando se burló de que algunos pensaran “que tener un departamento en Nueva York sea pecado”. Qué falta de savoir faire, le faltó decir.
María Julia decidió victimizarse, enriqueciendo su vocabulario con la jerga sociológica de época: no faltaron en su planteo final alusiones a su condición de “emblemática” y al (para ella hostil) “imaginario colectivo”. Pero la Señora falta a la verdad, no es una patricia juzgada de antemano sino una delincuente común con responsabilidades especiales. No es tapa de los diarios de hoy tras haber sido derrotada por un aluvión de votos populistas o derrocada por movilizaciones plebeyas, que tales cosas han ocurrido en este suelo. No, señoras y señores, es tapa de los diarios por apropiarse del patrimonio público y derivarlo a su acervo particular. No se la juzgó por oligarca sino por haber metido la mano enguantada en la lata... pero hete aquí que se condenó a una señora de mano enguantada. Las clases dominantes, decía Rodolfo Walsh, tienen una proclividad hacia el homicidio. Parafraseándolo, cabe agregar que, conforme se probó ante la Justicia de los hombres, también se inclinan al choreo.
La sentencia de ayer, inaugural por ser la primera condena a una figura prominente del gabinete de Carlos Menem, tiene también aroma a nuevo por poner en el inesperado lugar del convicto a una representante de las clases dominantes. Como si fuera una plebeya.
María Julia escuchó su sentencia en una sala donde no llegaba a haber un centenar de personas. Sus jueces decidieron bajarle el perfil al proceso, negar la presencia de fotógrafos y cameramen, en pos de garantizar el decoro de la justicia. Un objetivo deseable, pero que quizá fue sobreactuado. La publicidad de los actos de gobierno en una sociedad compleja exige formas de visibilidad que trasciendan las cuatro paredes de un tribunal. Un fallo que hará historia tiene que ser transmitido a la gente del común y para eso es insustituible el poder de las imágenes. La condenada de ayer es una figura relevante de la desdichada historia argentina. La sociedad merecía esa sentencia que pone un hito en la lucha contra la corrupción y la impunidad. También merecía una imagen que debería honrar los manuales de Kapelusz de generaciones por nacer y que ayer le negó el Tribunal: la foto de María Julia en el momento mismo de ser condenada no por sus pecados políticos sino por sus delitos comunes.