Mar 25.05.2004

EL PAíS  › OPINION

El manejo del tiempo

› Por Mario Wainfeld

Intentemos graficar las alzas y bajas de los consensos alcanzados por los sucesivos gobiernos argentinos desde 1983. Por lo pronto, registremos que tres presidentes –Raúl Alfonsín, Carlos Menem, y Fernando de la Rúa– empezaron pum bien arriba, plebiscitados por el 50 por ciento de los votos. Eduardo Duhalde, en cambio, no tuvo apoyo de las urnas. Si miramos toda la gestión concluiremos que, salvo un respingo hacia arriba los dos primeros años de Raúl Alfonsín, los radicales dibujaron una permanente curva hacia abajo. La de Alfonsín fue gradual, con algunas mesetas hasta 1987, desde ahí la decadencia a paso lento pero seguro. De la Rúa comenzó a menguar desde su primer día. La suya es una línea que baja y baja a una velocidad poco afín a su idiosincrasia.
Los peronistas dibujaron curvas más zigzagueantes. Menem tuvo un arranque pésimo. Hiperinflaciones, el fiasco del Plan BB, denuncias de corrupción. Hasta que llegó Domingo Cavallo el hombre no dio pie con bola. Pero desde ahí, consolidó toda una era. Si se traza una curva descriptiva de su viabilidad debería ser descendente hasta abril de 1991 y luego un perdurable mantenimiento hasta 1997.
Duhalde arrancó mal, con un patrimonio simbólico paupérrimo, y tocó fondo a menos de seis meses, en junio de 2002, cuando los asesinatos de los pibes Kosteki y Santillán. Acudiendo a la sorprendente sagacidad de acortar su mandato y autoproscribirse, consiguió levantar cabeza y lograr su (de todos modos nunca espectacular) pico más alto de prestigio y de algo parecido al consenso al final de su imperfecto mandato.
Según este recuerdo, los presidentes peronistas no sólo se han mostrado, como suele admitir el sentido común, más aptos para conservar poder. También han probado disponer de recursos para recuperarlo, ciencia esquiva a sus pares de boina blanca. Néstor Kirchner, peronista al fin, es en eso de entender el poder más pariente de sus compañeros, aun del que aborrece, que de los radicales. Mirado más de cerca, desde este ángulo, es más pariente de Duhalde que de Menem y los dos correligionarios. Es que el patagónico no tuvo que mantener el poder sino acumularlo como condición de supervivencia. Arrancó de bastante abajo: su legitimidad de origen, sin ser nula como la del ex gobernador bonaerense, era magra. Se lanzó a mejorar su reputación, a pura política en el corto plazo y a bastante economía en el mediano. La decisión política le granjeó la simpatía de “la gente”. Kirchner entendió que –si no había escollos– la administración eficiente del ciclo virtuoso de una devaluación (cuyos feroces costos ya se estaban pagando) podía permitir un importante crecimiento económico. Su gobierno iría en excitada búsqueda de la aprobación cotidiana de los argentinos, basada en la recuperación económica. Así las cosas, el PJ, vertical al éxito, se subordinaría a su conducción, no como jefe partidario, sino como jefe de Estado.
La negociación de la deuda externa fue dominada por esta percepción que Kirchner comparte con Roberto Lavagna. Más allá de sus diferencias, el Presidente y el ministro de Economía (dos cuadros políticos) entendieron que el transcurso del tiempo, sin cambios, apuntalaba al Gobierno frente a su pueblo, por ende frente al PJ y por ende frente a los organismos internacionales, los mandatarios de países del Tercer Mundo, hasta los bonistas privados.
Al Gobierno le ha ido bien, mirado desde sus propias premisas: la aprobación es alta, el crecimiento perduró. Y la negociación, diferida todo lo que pudo la Argentina, sigue siendo durísima pero menos que el 25 de mayo de 2003. La propuesta de Dubai para los acreedores privados, definida como un disparate por todas las voces de los bonistas y sus corifeos criollos, ahora es un término de referencia aceptable para las contrapartes. No la aceptan tout court, pero proponen modificaciones mucho menos ambiciosas que en su momento. Podría decirse que discuten a su interior. El Gobierno capitalizó a su favor el decurso del tiempo y ahora se propone una pirueta asombrosa, que es comprometer a las contrapartes con esa percepción. La carta más sólida para los acreedores privados, estando todavía en duda si hay una oferta de pago cash, es el bono ligado al crecimiento, esto es, asociarse en parte al futuro criollo. Y una jugada cada vez más factible para poner sobre la mesa de negociación con el FMI es plantearle patear para adelante la Ley de Coparticipación, salvo que los gobernadores la acepten a libro cerrado, lo que parece imposible. Economía y la Rosada coinciden en que la sola apertura del debate con las provincias implica abrir la billetera. En cambio, si se prorroga el actual reparto, el Gobierno controla la caja y queda más remanente para negociar con los acreedores. Al fin y al cabo, se preguntan desde este Sur “¿qué quieren ellos que no sea cobrar? ¿Para qué restarle recursos al Estado argentino, idóneo no ya para acceder al superávit pactado sino para superarlo?”. Algunos negociadores –ya se dijo, con el Presidente y el ministro a la cabeza– confían en que las contrapartes flexibilizarán sus puntos de vista. Otros temen que, aun cuando Argentina ha probado obtener resultados inesperados desafiando las reglas, el Norte no soporta más su heterodoxia. Según un negociador escéptico o costumbrista: “Pautar reglas nuevas en cada tramo de las tratativas y aun barrer con los prejuicios acumulados por años, es para ellos imposible. Aunque Kirchner y Lavagna les explican que dominan a las provincias, que la capacidad de fuego de los gobernadores es irrisoria, ellos no lo creen. Peor aún, no están dispuestos a aceptarlo ni como hipótesis de discusión”.
Como fuera, tras haber logrado que el tiempo jugara a su favor, el gobierno argentino ahora va a tratar de persuadir a los acreedores y a los organismos internacionales para que transen con el modo autóctono de crecer y, consiguientemente, de pagar. Es una circunstancia fascinante que añade al choque de intereses (permítase una licencia poética) algo del choque de culturas.
¿Qué pasará? El tiempo lo dirá.

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