EL PAíS
› OPINION
De fiestas y ciudadanías
› Por Mario Wainfeld
Las gentes del común suelen tener anhelos sencillos. Desean trabajar, formar un hogar, prolongarse en una descendencia. Suelen aspirar a que sus hijos se eduquen, accedan a trabajos dignos, tengan mejores chances que ellos, como mínimo las mismas. Quieren expresar sus ideas, en algunos casos honrar a su Dios, llegar a una vejez soportable si es posible rodeado de descendientes que estilicen (o aunque sea reproduzcan) sus rasgos físicos y temperamentales más salientes. Desean tener bien provista la mesa familiar y de vez en cuando ornarla para homenajear a los amigos. A las personas del común suele gustarle su propio terruño. Sean de la comarca que sean, creen que sus mujeres son hermosas, sus hombres apuestos o viriles, su lengua apta para expresar sus sentimientos más encontrados, sus músicos creativos, sus paisajes bellos y sus comidas manjares.
Las gentes comunes se entusiasman con los artistas o los deportes populares.
Las gentes comunes aspiran a vivir como la gente en su propio terruño. Patria se lo nombra, para ser más preciso.
A las gentes normales les gustan (ayer se vio) los recitales populares. Le gusta encontrarse con artistas que ya conoce, compartir con ellos canciones que ha oído centenares de veces, confortarse en lo acostumbrado. Miles y miles de personas tuvieron su comunión con artistas que quieren desde hace muchos años. Participaron, elevaron sus voces, cantaron a coro lo que motiva un placer masivo. Un coro de miles de personas no requiere para ser imponente afinación sino un cierto sentimiento común y pasión. El resultado suele poner la piel de gallina. Hay algo de majestuoso en lo colectivo, escribió hace mucho tiempo Raúl Scalabrini Ortiz. La mayoría de los argentinos de a pie no lo han leído pero de algún modo han corroborado en carne propia la veracidad de sus dichos.
A las gentes comunes, al menos en este suelo, vuelve a valerles cantar su himno patrio con tanto fervor como sus canciones populares. El Himno, cantado espontáneamente por miles de plebeyos, no es una imposición milica ni una tarea escolar sino un modo de expresarse integrando un colectivo. La patria no es un invento de nazionalistas con zeta sino una empresa colectiva, desafiante e inconclusa. Una curiosa alquimia de territorio, hábitos, historia. No hay patria sin pueblo, y de eso hablamos cuando mentamos a la gente común.
Los pueblos se proponen fines no muy sofisticados, aunque la historia de la humanidad viene probando que es muy difícil acceder a ellos. Los integrantes del pueblo aspiran a ser ciudadanos y, por decir algo medio elemental, tienen derecho a serlo. Ser ciudadano en una sociedad moderna exige tener acceso a una cantidad de medios: vivienda, trabajo, educación, servicios sociales, poder político, protección contra la vejez y la enfermedad, por reseñar los más primarios.
En una sociedad moderna y democrática todas las personas deben tener acceso a esos medios, para luego escoger y determinar sus propios fines, no tan ambiciosos pero sí irrenunciables.
Miles de personas ayer accedieron a bienes de la cultura, ejercitaron su creatividad popular, se integraron en un hecho masivo entreverado con la fiesta y los símbolos patrios. Lo de ayer fue un llano, pleno, agradable ejercicio de ciudadanía.
Pero ese ejercicio no es revalidado en el día a día. Muchos habitantes de este suelo no reciben de la sociedad y del Estado lo mínimo a que tienen derecho. Hablamos de aquellos recursos materiales y simbólicos que le permiten acceder a los bienes y servicios básicos de la modernidad. La sociedad argentina todavía le niega esa condición a la mitad de sus habitantes, medidos en números redondos.
Ninguna sociedad merece llamarse así, ningún Estado lo es cabalmente, si no proporciona a todos sus habitantes los atributos mínimos de la ciudadanía. La Argentina –que está recuperando a tropezones su autoestima, su economía, su Estado– ya tendría que empezar a discutir cómo hacer para garantizar, de por vida y no sólo durante un día de fiesta, un piso irrevocable de derechos a todos y cada uno de sus habitantes.